Nuestros tiempos modernos presentan con colores muy atractivos las novedades constantes. Dan un halo romántico a todo lo que suponga variedad, desarrollo, progreso o cambio. Exalta la evolución como paradigma de conocimiento y de toda realidad. Quienes se aferran a la sabiduría perenne, las verdades permanentes, la moral tradicional, la cultura heredada, los monumentos artículos y ritos y costumbres consagrados por el tiempo son tildados de retrógrados, atrofiados,chapados a la antigua, pasados de moda. Han quedado desfasados, no están a la altura de los tiempos.
Ahora bien, si echamos un vistazo a la historia de la filosofía y la ciencia modernas, así como de la religión moderna, observaremos adónde nos ha llevado el culto a lo novedoso: nada menos que a rechazar el principio de contradicción, según el cual nada puede ser y no ser al mismo tiempo. En el mismo sentido, al rechazo de la esencia inmutable de las criaturas, que hunde sus raíces en el Logos eterno de Dios. Al rechazo de una finalidad, con lo que por mucho que se alabe de boquilla al progreso nada hay en realidad que vaya encaminado hacia su realización y por consiguiente nada puede tener sentido o importancia. Al rechazo de la condición de criatura y por tanto dependiente y receptiva del ser humano. Y al rechazo definitivo de la Revelación divina, dirigida a través de Cristo a la naturaleza humana y a todo hombre para su salvación.
En todos estos sentidos, el movimiento de la modernidad ha terminado por despeñarse en un profundo abismo, un pozo del que no es posible salir por uno mismo, una feroz competencia carente de sentido en busca de poder, posesiones materiales y placeres, hasta el extremo de morir asistido por el vacío consuelo de los analgésicos. La modernidad es una reductio ab absurdum de proporciones cósmicas, una demostración de lo que pasa cuando nos olvidamos de Dios: de Dios, que da sentido a todo, incluidos el sufrimiento y la muerte. Somos testigos de primera mano de lo que sucede cuando se intenta vivir sin referencias a un horizonte eterno, a una verdad que no es de nuestra creación, a una Bondad que debe ser objeto de nuestro amor y una belleza para cuya búsqueda se nos creó.
No es de extrañar que el mundo –el mundo de la separación de Dios, del que hablan Nuestro Señor y sus apóstoles con términos tan duros como si fueran todo lo contrario de Dios– piense y se comporte de esa manera. El mundo sigue al príncipe de este mundo, el que pronunció el non serviam que introdujo el egoísmo, la discordia, la fealdad, el odio y la anarquía en el universo ordenado que Dios había creado. Lo que sí sorprende, lo que constituye un escándalo en toda la extensión de la palabra, es que las propias autoridades de la Iglesia, hombres a los que Dios ha encomendado mediante un sacramento el cargo de enseñar, gobernar y santificar a la grey racional de Cristo, empiecen a pensar y actuar de la misma manera, deslizándose imperceptiblemente hacia el non serviam luciferino.
La caída hacia lo demoníaco se da hoy en día en el non serviam de los que quienes rechazan la enseñanza inequívoca de Nuestro Señor en los Evangelios sobre la indisolubilidad del matrimonio y la importancia de no arrojar las perlas de la Eucaristía a puercos que no se han arrepentido. Se da en el non serviam de quienes desean abolir el celibato y extender el ministerio sacerdotal a la mujer. Se da en el non serviam de los que tratan a la liturgia como si fuera algo de su propiedad que pueden modificar a su capricho, en vez de apreciarla como un legado sagrado de los santos que se nos ha transmitido para santificación de nuestra alma.
Una vez más, sabemos que el Diablo no duerme. Como nunca descansa en Dios, trata incansablemente de suscitar inquietud en cada uno de nosotros, de apartarnos del Dios inmutable que es nuestra fortaleza, nuestra roca y refugio, nuestro Salvador, nuestra defensa, la fuente invisible de nuestra fuerza. La batalla de la vida espiritual no tiene lugar afuera en el mundo, sino aquí mismo en mismo en mi corazón, en el corazón de ustedes. ¿Vamos a perder la tranquilidad mientras arde el mundo? ¿Nos iremos a la deriva, abandonando el único puerto que nos brinda abrigo y seguridad por dejarnos seducir hacia el mar abierto donde inevitablemente naufragaremos? ¿Estaremos tan enfrascados en el combate que olvidaremos que la victoria imperecedera ya se ha alcanzado y participamos de ella en el celestial banquete de la Sagrada Comunión? ¿Caeremos en el más sutil de los errores –que si parece que la Iglesia vacila y fracasa, será que Cristo ya no nos puede salvar–, como si nuestra limitada y deficiente visión del mundo pudiera abarcar realmente lo que tiene lugar en el inmenso e invisible ámbito en que se mueven los ángeles y las almas?
«El misterio de iniquidad ya está obrando», escribe San Pablo a los Tesalonicenses (2 Tes 2,7), y añade San Juan «Se enfureció el dragón contra la mujer, y se fue a hacer guerra contra el resto del linaje de ella, los que guardan el mandamiento de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Apoc.12,17). El dragón del non serviam guerra contra la que dijo: «He aquí la esclava del Señor: séame hecho según tu palabra»; la Palabra inmutable, irrefutable e irrebatible de Dios.
La Fe cristiana ve el cambio de un modo fundamentalmente diferente a como lo ve la modernidad. Para el creyente, la primera de las categorías no es la del cambio, sino la inmutabilidad. Nosotros no medimos por el progreso por la medida en que se tenga acceso al agua corriente, la electricidad y conexiones wifi, sino por las tres vías o etapas de la vida espiritual: purgativa, iluminativa y unitiva. La única novedad que importa es la novedad de Cristo, nuevo Adán, en el que hemos sido bautizados, cuya plena estatura estamos llamados a alcanzar mediante una constante conversión (cf. Ef.4,13). Los cambios sólo son bueno cuando cumplen la finalidad de transformarnos sustituyendo nuestros vicios por virtudes, nuestra separación de Dios en amistad con Él. Cualquier otro cambio es, en el mejor de los casos, accidental, y distrae o es destructivo en el peor.
La Fe cristiana, que es continuación y culminación de la judía, se basa en tres realidades inmutables: el único y simple Dios bendito, Padre, Hijo y Espíritu Santo; la unión hipostática de la divinidad y la humanidad en Jesucristo, alianza ontológica inquebrantable; y el depósito apostólico de la Fe transmitida por el mismo Cristo a sus apóstoles y por éstos a sus sucesores hasta el final de los tiempos. El depósito de la fe nunca cambia ni puede cambiar.
San Vicente de Lerins, en su gran Conmonitorio, escrito hacia el año 430, introduce dos términos contrastantes y explica con exactitud su diferencia. El primero profectus, se aplica a un desarrollo en la formulación de lo que creemos, la expresión de algo ya conocido pero aún no expresado con tanta plenitud por la mente humana guiada por la fe y espoleada por el Espíritu Santo. La otra, permutatio, significa mutación, distorsión o desviación de lo original. San Vicente de Lerins insiste en que la única fe verdadera de la Iglesia admite el profectus pero nunca la permutatio. Se puede ahondar en el nexus misteriorum, la tupida red de misterios, y ver destellar nuevas facetas de bellezas; lo que jamás se puede hacer es sacar un conejo del sombrero de copa; o mejor dicho, una paloma de una mitra.
Michael Palauk, catedrático de ética en la Universidad Católica de EE.UU., lo expresa con bastante acierto:
Las teorías desarrollistas tienen por objeto determinar la identidad de doctrina, no encontrar diferencias. (…) Cuando Newman expresó su de forma deductiva en latín después de su conversión para los teólogos de Roma, señaló que, objetivamente, la doctrina se da toda de una vez en la Revelación de Cristo y jamás se altera. La recepción subjetiva de la doctrina puede variar, pero nunca de tal forma que el contenido objetivo parezca alterado (…) Lógicamente, ninguna contradicción se puede calificar de desarrollo, como tampoco el hacha al pie del árbol puede desarrollar a éste.
Lo que dice San Vicente de Lerins de la doctrina se aplica también a los principios cristianos de moralidad, ante todo la realidad de la maldad intrínseca de las malas acciones; acciones que jamás pueden ser buenas por muy buenas que sean las intenciones que las motiven y sean cuales sean las circunstancias. Siguiendo a su Divino Maestro, la Iglesia ha dejado clara su postura ante dichas acciones. Ha habido profectus, como vemos en la enseñanza de papas modernos como Pío XII y Juan Pablo II, pero no una permutatio que trastorne y voltee los mandamientos. La regla de la caridad, de las acciones buenas y que agradan a Dios, como regla de fe que gobierna nuestra aceptación de la verdad, es perenne, inmutable.
Como destacó diáfanamente la encíclica Veritatis splendor, la crisis de la Iglesia tiene su origen en la falta de adhesión a la verdad revelada y de estar dispuestos a vivir la verdad, a padecer y morir por ella. De una forma o de otra, siempre se trata de una contienda entre el non serviam de Satanás y el «no se haga mi voluntad sino la tuya» de Cristo; entre la libertad autodestructiva del pecado y la libertad autoperfeccionante de la obediencia; entre la aburrida seducción del cambio perpetuo y el encanto satisfactorio del amor de Dios. La lucha ha entrado en una nueva fase, de mayor intensidad, pero Cristo Nuestro Señor es el mismo, su verdad permanece y su victoria está garantizada.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)