El día que cayó la Hostia. Sobre la Comunión en la mano

Nuestro Señor Jesucristo está realmente presente en la Santísima Eucaristía: Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Esto es una verdad católica fundamental, enseñada por la Iglesia desde los tiempos de los Apóstoles,

El Concilio de Trento definió dogmáticamente que Nuestro Señor Jesucristo está presente en todas las partículas del Santísimo Sacramento. El Concilio enseñó infaliblemente:

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Grabado de una revista de 1959, cuando esto era la norma para los sacerdotes en la Misa Tridentina Latina. Obsérvese como el pulgar y el dedo índice de cada mano se mantiene unidos, incluso durante la elevación del Cáliz. Esto se hacía para evitar que hasta la partícula más pequeña de la Hostia pudiese ser profanada.

«Si alguno negare que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene Cristo entero bajo cada una de las especies y bajo cada una de las partes de cualquiera de las especies hecha la separación, sea anatema».

Esto significa que el Señor está presente incluso en la partícula más pequeña de la Hostia, y en la partícula más pequeña que pueda caer al suelo. Así, la reverencia que le debemos al Santísimo Sacramento nos exige que tomemos todas las precauciones necesarias para que ninguna partícula de la Hostia -ni siquiera la más pequeña– quede expuesta a ser profanada de modo alguno.

En primer lugar, Santo Tomás de Aquino enseñó que «porque por respeto a este sacramento ninguna cosa lo toca que no sea consagrada” (Suma, III, C. 82. Art. 3) Por lo tanto, Santo Tomás dijo que no solo los vasos sagrados del altar son consagrados para este propósito santo, sino también, las manos del sacerdote son consagradas para tocar este sacramento. Por consiguiente que no es lícito que nadie lo toque, excepto para salvarlo de la profanación.

Esta reverencia por el Santísimo Sacramento, incluso por las partículas más pequeñas, se incorporó a la misa tradicional -la Misa antigua latina- que contenía rúbricas estrictas sobre este punto:

1) Desde el momento en que el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre la Sagrada Hostia, el sacerdote mantiene juntos su índice y pulgar en cada mano. Ya sea que eleva el cáliz, o pase las páginas del misal, o abra el tabernáculo: el pulgar y el dedo índice de cada mano se mantienen unidos. El pulgar y el índice no tocan nada más que la Sagrada Hostia.

2) Durante la Santa Comunión, el monaguillo sostiene la patena debajo de la barbilla de los que reciben la Comunión, de modo que no pueda caer al suelo la más mínima partícula. Este patena se limpiará después sobre el Cáliz.

3) Después de distribuir la Santa Comunión, el sacerdote frota el corporal (el pequeño paño de lino sobre el altar) con la patena, y la limpia encima del cáliz; de modo que si la más mínima partícula cae, esta queda recogida y consumida por el sacerdote.

4) A continuación, el sacerdote lava sus pulgares e índices sobre el cáliz con agua y vino, y esta agua y vino son consumidas con reverencia para asegurar que la partícula más pequeña de la Sagrada Hostia no sea susceptible de profanación.

La Comunión de la Eucaristía en la mano y los llamados ministros-laicos hacen burla de la Divina Verdad por la que Nuestro Señor está verdaderamente presente en cada partícula de la Eucaristía; y hacen burla de las santos rúbricas utilizadas por la Iglesia durante siglos para salvaguardarse contra la profanación.

¿Qué es lo que sucede con la Comunión en la mano?

La Hostia se deposita en una mano, que no está consagrada. El comulgante la recoge con sus propios dedos, que no están consagrados. Y las partículas sagradas caen al suelo, donde son pisadas y profanadas.

Lo mismo sucede con los llamados ministros laicos eucarísticos: sus manos no están consagradas; por lo que no deben tocar la Sagrada Hostia. Las partículas consagradas de la Hostia caídas al suelo, se pisan y se profanan. Los «ministros laicos eucarísticos» no lavan sus dedos; por consiguiente cualquier partícula restante será también profanada.

Ninguna autoridad en la Iglesia, ni siquiera la más alta, puede dispensar a ningún católico de su obligación de preservar la debida reverencia a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento. Cualquier autoridad de la Iglesia que lo haga trabajará bajo la «desorientación diabólica de la jerarquía superior», y ​​estará actuando con negligencia de su deber, tal y como advirtió la Hermana Lucía de Fátima.

Hace tan sólo cuarenta y cinco años, la Comunión en la mano era algo impensable en las iglesias católicas. Sería reconocido como el sacrilegio que es. Hace tan sólo cuarenta y cinco años, los ministros eucarísticos laicos eran impensables en las iglesias católicas. Serían reconocidos por el sacrilegio que son.

Pero ahora, estos abusos son permitidos y promovidos por una jerarquía liberal que -en esta área y en muchas otras áreas- de repente aprueba lo que la Iglesia siempre condenó con razón. El «bendecir de repente lo que la Iglesia siempre condenó» es el sello distintivo de las reformas del Concilio Vaticano II.

Sin embargo, la verdad es que Dios no cambia, y el deber por la reverencia hacia el Santísimo Sacramento que el hombre tiene, tampoco cambia, a pesar de que muchos líderes en su liberalización destructiva de la Iglesia Católica, parece que se preocupen poco o nada de la verdadera reverencia que le debemos a Nuestro Señor en la Sagrada Eucaristía.

Por lo tanto, cualquier persona que recibe la Comunión en la mano, o que recibe la comunión de un ministro de la Eucaristía laico, o que sea un ministro eucarístico laico -en el orden objetivo- está cometiendo un sacrilegio. Es un mal uso de algo sagrado. Es una burla de lo que la Iglesia siempre ha enseñado y practicado. Es una profanación del mayor don que Dios nos ha dado: la Presencia Real de Nuestro Señor Jesucristo en la Sagrada Eucaristía.

El día que cayó la Hostia

Las rúbricas pre-Concilio Vaticano II para cuando se cae una Hostia, al igual que las rúbricas de la liturgia latina, son para salvaguardar la debida reverencia al Santísimo Sacramento. La revista American Ecclesiastical Review en su edición de mayo de 1949 explicó:

«Este procedimiento requiere que el lugar en el que la Sagrada Hostia ha caído debe ser purificado, por lo general, con un purificador húmedo, y luego de raspado, las raspaduras deberán ser arrojadas al sacrarium (el pequeño lavabo en la sacristía que drena en terreno de la iglesia). En general, ciertos autores interpretan el cumplimiento de esta rúbrica, que con el fin de evitar el retraso en la distribución de la Sagrada Comunión, permite que se marque el lugar en el que la Sagrada Hostia ha caído, o bien con un paño de lino o con la bandeja que se utiliza para sostener las vinajeras, para que el sacerdote después de la Misa pueda regresar al mismo lugar para purificar este en la forma prescrita en De Defectibus».

Este procedimiento estricto no sólo da a Dios la reverencia que le es debida, sino que impresiona profundamente al espectador, tal y como me impresionó a una temprana edad.

Fue alrededor del año 1965, yo era un niño de unos 7 años de edad. Mi padre me llevó a la misa dominical de la «Parroquia italiana», de Nuestra Señora de la Consolación, en Filadelfia. La misa se celebraba todavía en latín; la atmósfera sagrada todavía impregnaba la iglesia y la liturgia, aunque las primeras corrientes ascendentes del cambio estaban en el aire.

Durante el tiempo de la Comunión de este particular domingo, el sacerdote dejó caer accidentalmente una Hostia consagrada. Estábamos sentados en los bancos de delante, y mi padre me llamó la atención.

El sacerdote interrumpió brevemente la distribución de la Comunión en busca de una pequeña tela blanca que colocó sobre la Hostia en el suelo. La distribución de la Sagrada Comunión se reanudó, con el sacerdote y monaguillo pisando con cuidado alrededor de la Velada Hostia.

Mi padre me mantuvo deliberadamente después de la misa para que yo pudiera ver la rúbrica de la purificación en la primera fila.

Todo se hizo simplemente y en silencio, pues no había se debía hablar en absoluto dentro de la iglesia por aquel entonces, en reverencia al Santísimo Sacramento.

El sacerdote y el monaguillo se acercaron al lugar cerca del comulgatorio en el interior del santuario, en el preciso lugar que estaba cubierto con la tela blanca. El sacerdote se puso de rodillas, levantó el velo, recuperó las Sagradas Especies y las consumió con dignidad y decoro. Poco a poco, con reverencia, y aún de rodillas, limpió y purificó la parte del suelo donde la Hostia había caído.

Se tomó su tiempo. No había prisa. Un aire de solemnidad, de santidad y de adoración impregnaban todos sus movimientos.

Me sentí fascinado y edificado con aquel procedimiento. Recuerdo que pensé para mis adentros, «verdaderamente, la Sagrada Hostia es el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo», porque el sacerdote tenía un cuidado y reverencia imponentes.

Aquella fue la mejor catequesis sobre la presencia real que jamás he tenido.

¿Qué ven ahora los niños de siete años? En las parroquias modernas, bajo las rúbricas laxas de la Nueva Misa, el sacerdote simplemente recoge la Hostia caída y sigue adelante, como si se le hubiese caído algo de dinero suelto. Las partículas son abandonadas para ser pisadas y profanadas. Antes y después de la misa, la gente charla a distancia en la iglesia como si estuviesen socializando en el salón parroquial. Muchos sacerdotes y laicos modernos ignoran su deber de estar en silencio ante el Santísimo Sacramento. Se olvidan de la severa advertencia de la pequeña Jacinta de Fátima, «Nuestra Señora no quiere que la gente hable en la iglesia.»

¿Dónde está el respeto y el cuidado hacia el Santísimo Sacramento en la Iglesia postconciliar con la introducción de la Comunión en la mano y con la actitud de «cualquier persona puede tocarlo”? ¿Cómo van nuestros jóvenes adquirir una comprensión de la Presencia Real de Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento cuando este recibe un tratamiento despreocupado por parte de los sacerdotes? ¿Cómo puede ser la reverencia por la Eucaristía inculcada en los fieles católicos cuando estos la ven distribuida en la mano como si fuese mero producto alimenticio común, o cuando la ven distribuida por laicos mal capacitados, que no debería estar manejando al Santísimo Sacramento en el primer lugar?

No es un misterio el por qué tantos católicos han perdido la fe en los Sagrados Misterios. Demasiados de nuestros sacerdotes han abandonado la devoción exterior  necesaria: 1) para dar la debida reverencia a Cristo en el Santísimo Sacramento; 2) para enseñar a las personas a través del ejemplo, la más alta reverencia que se debe mostrar a Nuestro Señor Jesucristo, verdaderamente presente en el Santísimo Sacramento.

Sin embargo, la catástrofe postconciliar no seguirá indefinidamente. Algún día la Iglesia volverá a ser bendecida con una jerarquía que dé, a Nuestro Señor, en el Santísimo Sacramento, la reverencia debida al Rey de Reyes.

Mientras tanto, resistamos a las innovaciones sacrílegas, tales como la Comunión en la mano o la de los ministros eucarísticos laicos; animemos a otros a resistirlas, y aferrémonos a la Misa Tridentina, en donde las rúbricas que salvaguardan la reverencia al Santísimo Sacramento son meticulosamente preservadas.

La necesidad de reparación

En 1916, un año antes de las visitas de la Virgen a Fátima, el «Ángel de la Eucaristía» se apareció a los niños con la Hostia y con el Cáliz. Administró las especies sagradas a los tres niños diciendo: «Recibid el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus pecados y consolad a vuestro Dios». El ángel dejó el Cáliz y la Hostia suspendidos en el aire, y se postró ante él. Los niños le imitaron. El ángel entonces rezó en varias ocasiones este acto de reparación:

«Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que El mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, os pido la conversión de los pobres pecadores

Aprendámonos de memoria esta oración y digámosla tantas veces como sea posible a lo largo del día. No tienen precedente los «ultrajes, sacrilegios e indiferencia» hacia el Santísimo Sacramento engendrados por la revolución del Concilio Vaticano II, y que probablemente sean los peores en toda la historia. El sacrilegio es tan común que ya no se reconoce como un sacrilegio. La necesidad de la reparación es colosal.

John Vennari

P.D: Al pensar en la propuesta de «beatificación» de Pablo VI, nos viene a la memoria que le tenemos que agradecer la aprobación de la Comunión en la mano, lo que recientemente (Noviembre de 2015) llevó al enorme sacrilegio en España:  «Roban y profanan más de 200 hostias consagradas para «muestra de arte» en España»

[Traducción Miguel Tenreiro. Artículo original]

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