El dilema de la hospitalidad y la proliferación del caos

El 13 de febrero de 2019 el prof. Renato Cristin dictó una conferencia en la sede de la Fundación Lepanto en Roma bajo el título El nuevo desorden internacional: teoría y práctica. Otra conferencia suya tuvo lugar el 3 de abril de 2019 en Milán, en el Centro Cultural Milanés en colaboración con la Fundación Lepanto, bajo el título La geopolítica del caos. ¿La civilización europea está en el crepúsculo? Proponemos una reelaboración de esta última.

La idea de que Europa pueda caer en el caos nos hace pensar en el desencadenamiento de un evento bélico, de una guerra no muy diferente de aquellas que la han incendiado durante siglos y que en solo treinta años (1914 -1945) causaron –las estimaciones son aproximadas– cerca de setenta millones de muertos.

Una guerra en suelo europeo es hoy altamente improbable, y muy poco probable también en los próximos decenios, y sin embargo el caos es hoy mucho más que un riesgo: es una realidad que, incluso sin el rostro cruento de la guerra, está haciendo desaparecer nuestra civilización.

El caos al que me refiero es la actual situación de una Europa herida en su conciencia histórico-religiosa y oprimida por fuerzas tendencialmente totalitarias como, por una parte, el burocratismo que conquistó las instituciones y, por otra, lo políticamente correcto que controla dichas instituciones, guiando la opinión pública y estableciendo los criterios de juicio y las formas de expresión.

Se trata por lo tanto de un caos político, porque cuando los que están institucionalmente llamados a guiarla son incapaces de trazar el rumbo correcto, toda la estructura termina por deambular en vano; se trata de un caos cultural y espiritual, porque los pilares de la civilización europea están basados en el perímetro de la tradición religiosa, cuyo debilitamiento o peor aún su desaparición implica la deriva de todo el continente; y se trata también de un caos mental, de una desorientación de la conciencia y de la inteligencia, de un extravío individual que se propaga hasta convertirse en confusión colectiva.

Uno de los elementos que contribuyen a la difusión de este caos es la falaz autocomprensión actual de los europeos, y el consecuente error en su comprensión del otro. El primero es generado por una antigua enfermedad que ha retomado fuerza en la segunda mitad del siglo XIX y que consiste en el desprecio de sí, en una aversión contra sí mismos, considerados culpables de abusos con respecto a otros pueblos (la colonización sería el ejemplo más llamativo de este espíritu dominador), con la consecuente auto-culpabilización y deseo de punición (autoflagelación o incluso punición por parte de otro); la segunda se apoya en una patología complementaria a la primera y que se manifiesta en la preferencia concedida al otro, a su cultura y a su mera existencia, y ambas estas comprensiones son hoy determinadas por el paradigma de lo políticamente correcto.

Estas dos formas de la conciencia europea actual encuentran en la presión migratoria africana y asiática, que está fluyendo en particular sobre algunas áreas pero que afecta en medida variable a todo el continente, un punto temático central según el cual es posible evaluar el riesgo de colapso de nuestra civilización.

En este sentido, la inmigración es facilitada por el caos y, al mismo tiempo, es un factor de multiplicación del caos, que se presenta por lo tanto como resultado de la impotencia de las instituciones y de la decadencia de la cultura; el indicio más dramático de la crisis de la civilización europea.

La inmigración nos coloca ante un dilema: ¿acoger o rechazar? ¿Apoyar aquello que constituye uno de los principios de nuestra cultura y de nuestra religión, según el cual debemos acoger al otro, aun poniendo en riesgo nuestro orden social, o preservar nuestra identidad, salvaguardando su composición etno-cultural, y por lo tanto rechazar a los inmigrantes (con excepción de los prófugos de guerra)?

Aun considerando un mínimo margen de mediación, este dilema no deja margen para terceras soluciones, porque expresa un umbral histórico decisivo: por una parte el deslizamiento hacia el desorden y la pérdida de la identidad, por otra el restablecimiento de las condiciones mínimas para el mantenimiento del orden y la conservación de la identidad.

Examinado a fondo, el problema muestra entonces un perfil que nos permite orientarnos, resolverlo, tomar una decisión. Expresada en forma hiperbólica, la realidad nos dice que acoger a los inmigrantes significa expulsar a los italianos, a los europeos. Acoger, de hecho, en el sentido político y cultural del término, significa integrar y asimilar, pero si quienes son acogidos no pueden ser integrados porque no quieren serlo, y mucho menos quieren ser asimilados, sino que desean permanecer ajenos y con vistas a dominar a los autóctonos en el plano cultural y religioso, y si su número llega a ser tan grande y creciente como para no poder ser manejado, y existe una correlación entre ese número y el aumento de la criminalidad, entonces la hospitalidad implica una erosión y una consunción de los europeos, su propia expulsión precisamente del centro de su existencia histórica. Frente a la realidad, el dilema se disuelve, la duda se desvanece: más allá de cierto límite la hospitalidad se vuelve imposible, se vuelve autolesión.

De hecho, si no es detenido a tiempo, el gigantesco fenómeno migratorio tendrá como contragolpe el progresivo asentamiento en Europa de grandes masas provenientes de las áreas afro-asiáticas y trae aparejado el riesgo de lo que Renaud Camus definió como «la gran substitución», aquel cambio étnico, cultural y religioso que Camus considera como la realización del principio de «intercambiabilidad universal de los seres vivos y de la materia, e incluso del uno con el otro».

Pero el copyright de este concepto le corresponde a la ONU, y precisamente a la «División de Población» del Departamento de asuntos sociales y económicos, que ya en el año 2001, con un significado diametralmente opuesto, lo concebía como posibilidad positiva para reemplazar la caída demográfica europea con una «inmigración substitutiva» (replacement migration), un proyecto elaborado en el máximo nivel institucional, acompañado de análisis detallados y, sobre todo, vinculado a un plan estratégico de transformación demo-cultural de los pueblos europeos, del cual el Global Compact es el instrumento más eficaz.

El concepto de substitución ha sido recientemente embestido –indirectamente pero de un modo grave– por un hecho que se insertó con violencia en este tema y en el debate correspondiente. Se trata del atentado contra la mezquita en Nueva Zelanda, que el terrorista australiano acompañó con delirantes declaraciones y con referencias a la teoría de la «gran substitución».

Condenar el atentado en la misma medida con la cual hemos condenado los atentados islámicos en nuestra propia casa es indispensable y obvio, pero en este caso la condena debe ser doble, porque con el atentado el desquiciado terrorista no solo asesinó decenas de inocentes, sino que también dañó a todos aquellos que, de modo pacífico y racional, denuncian y enfrentan el riesgo concreto de una substitución de los pueblos europeos, de su cultura, de su identidad, y que de toda violencia son exclusivamente víctimas.

Las tesis a favor de la hospitalidad son bien conocidas, acuciantes y difundidas a manos llenas por los medios de comunicación. Un ejemplo: en el último mes de enero, el Arzobispo de Milán sostuvo que se debe aceptar el desafío de los flujos migratorios porque (cito lo reportado por las agencias de noticias) ellas «interrogan y desafían tanto a la Iglesia como a la sociedad». Se trata, agregó, de un fenómeno destinado «por su naturaleza a marcar nuestras relaciones y el nexo entre la cultura y el pueblo, introduciendo cambios inéditos de los cuales ya no es posible prescindir».

Desde este punto de vista, la conclusión es obvia: es necesario acoger esos flujos, aprender a vivirlos, «a regenerarnos y a crear nuevos sujetos a través del encuentro y la contaminación con nuevas experiencias y nuevas visiones del mundo». Aquí está la Iglesia del Papa Bergoglio, es decir aquella parte de la Iglesia que sigue la línea teológico-política del actual Pontífice, que sustenta y promueve el mestizaje de etnias y culturas.

Pero los italianos (y los europeos) rechazan la inmigración con argumentos de razón y no con hostilidad impulsiva, no con «rencor», como sostuvieron algunos exponentes de medios políticamente correctos, sino con dolor. El rencor de hecho es un concepto elaborado para denigrar a aquellos que denuncian el profundo malestar que impregna a la sociedad europea, el dolor por la pérdida de sentido, por el desvanecerse de la tradición, de la religión y de la cultura europea, por la identidad amenazada, por una pérdida que sólo puede ser comprendida mediante categorías del espíritu, no de la economía.

Un dolor que no puede ser aceptado pasivamente sino que requiere una respuesta, racional y orientada al bien común. Y es precisamente esa respuesta la que lo políticamente correcto quiere impedir y por eso ataca preventivamente acusándola de rencor, de cerrazón, de tradicionalismo, de xenofobia. Sobre el tema de la migración se acumulan mentiras, hipocresías, difamaciones, una suerte de leyenda negra urdida por las recelosas mentes de lo políticamente correcto.

Este es el esquema que debemos denunciar, para no caer por enésima vez en la trampa de la izquierda, para no ser objeto una vez más de la intimidación de una ideología que no tiene más nada positivo que decir pero que paradójicamente sigue dictando cátedra en la opinión pública.

De hecho, cuando el esquema de lo políticamente correcto se injerta en el de lo éticamente corrupto, se produce un cortocircuito de la verdad y, paralelamente, una denigración del adversario. De esta clase de denigración está siendo objeto hoy el Ministro del Interior Matteo Salvini, acusado de sembrar odio y convertido así en blanco de ataques cada vez más duros, que aumentan en forma directamente proporcional al crecimiento de la conciencia identitaria italiana, en una paradoja de inversión de la verdad: quien denuncia los males de la inmigración incontrolada y del crecimiento de la inseguridad es acusado de crearlos o de agigantarlos.

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