[Panorama Católico Internacional] En estos tiempos, hijos del Neomodernismo parasitado en la estructura de la Iglesia, se han cometido toda clase de abusos. Muchos han sido de las palabras más genuinamente católicas.
Una de ellas, profecía, ha resultado particularmente enlodada.
La profecía, ese don que tan claramente definen y caracterizan los doctores católicos a lo largo de la historia parece haberse convertido en atributo comunitario de los bautizados sin más, de cualquier modo, sin distinciones ni límites. Siquiera de confesión cristiana… Todos somos profetas…
El profeta “proclama” (dice hacia delante, con voz clamorosa), algo que Dios le revela.
Cerrada la Revelación oficial, no se cierra, sin embargo, la posibilidad de que Dios utilice a algunas personas para que proclamen sus mensajes. Son las revelaciones privadas. Estas revelaciones por su naturaleza “oficiosa”, por decirlo de un modo poco teológico, están siempre bajo la supervisión de la Iglesia, y es ella quien determina de un modo muy particular su autenticidad. Si son falsas las denuncia como tales. Si son verdaderas, afirma que no hay en ellas nada contrario a la Fe, y las promueve, permitiendo a los fieles difundir sus mensajes, estableciendo lugares de culto, abriendo los procesos canónicos correspondientes cuando los videntes han ganado fama de santidad y, por fin, elevando a la categoría de fiesta litúrgica las fechas claves de dichas apariciones o la devoción particular que han venido a robustecer. También cumpliendo con los pedidos que Dios formula a través de sus voceros.
Actualmente es muy grande la cantidad de fieles que se aficionan a las múltiples “apariciones” de las últimas décadas, muchos fuertemente inclinados a sustituir el Magisterio de la Iglesia, en especial en estos tiempos en el que Magisterio parece suspendido o incierto, por lo que “revela el cielo”. O sea, personas que están inquietas por lo que ocurre en la Iglesia “oficial”, porque claramente no es compatible muchas veces con lo que ha dicho siempre la Iglesia, y buscan un mensaje sustitutivo en el cual hallar el consuelo de la certeza pero que a la vez no los enfrente con la contradicción. Por eso hay tantas “revelaciones” en particular atribuidas a la Santísima Virgen en las últimas décadas. Y por eso tantas son “conciliaristas”.
Como si dijéramos: el Concilio me tiene inquieto y sus consecuencias mucho más. Pero el Concilio es un acto magisterial que compromete al Papa y a todos los obispos participantes. Ante este dilema aparece un camino que me aquieta la conciencia: la Virgen misma dice que todo esto que veo mal en realidad lo está, pero que el Concilio no tiene nada que ver y mucho menos los papas…
El aparicionismo como enfermedad espiritual
Siempre ha habido gente inclinada al “aparicionismo”. En épocas de crisis particularmente. Cuando no aparecen las respuestas, las almas poco profundas o poco pacientes la buscan donde sea. En las apariciones. Y nunca faltan quienes dicen haberlas recibido. Por eso, entre la gente más tradicional y mejor formada suele haber un cierto escepticismo sobre las revelaciones privadas. Escepticismo que se pasa de estación cuando niega el fenómeno de la revelación privada o lo mira con desdén, como un mero producto de mentes enfermizas.
Las dos cosas, pues: el profetismo desviado y su consecuencia complementaria, el aparicionismo por un lado; el escepticismo ante toda revelación privada y su consecuencia el negacionismo de la vigencia del don de profecía, conviven hoy entre los fieles.
La profecía como don de la Fe
Nos interesa, dado el planteo, tomar una forma particular de estos fenómenos místicos o pseudomísticos –según cada caso-. La profecía no bajo forma de aparición, locución, etc., sino como don propio de ciertas almas que tienen una particular lucidez para interpretar los tiempos en que viven y prever el futuro, en consecuencia, como producto de ese discernimiento.
Dios puede dotar a un alma de una comprensión más profunda de la realidad. La gente de Fe profunda entiende mejor la realidad cotidiana, valora más acertadamente las cosas, tiene una luz especial para ver la vida. Una tragedia puede ser fuente de desesperación o de esperanza. De abandono o de crecimiento espiritual. Todo depende de la fortaleza de la Fe, esencialmente.
La falta de Fe es, por el contrario, la raíz de la asombrosa intolerancia a la frustración que enferma a nuestra sociedad occidental: violencia brutal, drogas, suicido, adicción al sexo, patología psiquiátricas, agresividad, depresión, alto consumo de medicamentos… pero también y como causa o efecto, según el caso, divorcios, quiebres familiares, resquebrajamiento de los vínculos naturales (familia, vecindad, amigos). Para el hombre actual la vida humana, más allá de lo proclamado, no tiene mucho valor. Entre sus principales entretenimientos por mucha popularidad se destacan novelas, series, juegos, etc. en los que la brutalidad y la muerte son el centro de la acción.
Con Fe se sobrellevan las cargas, no pocas veces terribles, de este “valle de lágrimas” que es la vida presente. Porque aún cuando ninguna tragedia en particular haya herido el alma de algunas personas, el acecho de la desgracia y la certeza de la muerte son suficientes para que la angustia gane los corazones.
La Fe resuelve todo. No porque evite las tragedias, las enfermedades o la muerte, sino porque les da su correcto sentido.
Hay pues en el hombre de Fe una cierta capacidad profética: conoce el futuro de su vida, que es la vida eterna y ello ilumina toda su existencia y da a cada cosa el verdadero valor. Inclusive a las que el hombre descreído pasa por alto. Porque la creación nos anticipa, en su increíble belleza –a pesar de todo lo malo que ocurre en el mundo por obra del hombre- la inefable belleza de Dios. Y el micro o el macro cosmos son una fuente inagotable de contemplación para el alma iluminada por la Fe cuando se hace simple y deja caer el lastre de la desesperanza.
El profeta de los tiempos de iniquidad
El momento, sin embargo, depara una forma más recia de profecía que Dios asigna a algunos, no pocos, hombres de Fe. Se trata de la comprensión, no meramente la aceptación, de los tiempos en que la abominación de la desolación hollará el lugar santo. Los tiempos del “hombre de iniquidad”. Tiempos que a priori solo se pueden intuir como cercanos o en curso, aunque, sin una luz directa a modo de revelación parece difícil conocer con exactitud.
Difícil conocer con precisión, inclusive para los que han tenido revelaciones, como en el caso de los pastorcitos de Fátima, Lucía en particular, puesto que le fue dado “un tiempo” en la tierra para cumplir una misión. Y vivió más de 90 años. ¿Pudo entender en el momento de la revelación el alcance de estas palabras? No, con toda certeza. Lo fue comprendiendo. Ella así lo confirma.
Más difícil aún para los que solo por la luz de la Fe sembrada en sus pobres almas y soportada por sus pobres cuerpos, tienen la intuición de estos tiempos, pero carecen de la virtud y del consuelo particular de esas almas escogidas. Los videntes -como los de Fátima- han tenido pruebas durísimas, inclusive Lucía, a quien a primera vista juzgamos viviendo en la paz de un convento. Pero tal vez porque no pocas veces los “profetas” cuya misión es comprender y hasta donde pueden, proyectar alguna luz sobre los tiempos de iniquidad son como otros tantos profetas han sido, renuentes a lo que Dios les pide, pasan por no pocas tribulaciones con menos provecho.
De algún modo, todos los que tenemos la Fe somos profetas…
A todo los bautizados Dios nos ha dado la luz de la Fe. A algunos les pide más que a otros: profundizar por el estudio, la contemplación y la palabra para servir de iluminadores. Pueden ser religiosos o laicos. Deben discernir claramente si lo suyo es un llamado o una veleidad. Pero cuando es un llamado advierten que la responsabilidad es terrible.
Y aunque este llamado es para todos los bautizados, porque la Fe está en peligro y eso nos obliga a todos los a defenderla “¿hasta qué grado de compromiso estoy obligado?” suele ser una pregunta. Otra: ¿en qué acciones concretas? A lo primero solo se puede responder: un compromiso total. A lo segundo, cada uno lo debe descubrir. Pero todos, y al decir esto me aparto expresamente del uso abusivo que el neomodernismo hace de esta palabra, todos somos profetas, en cierto modo, en virtud del bautismo.
Algunos por vocación particular, sin que medien fenómenos místicos ni apariciones o revelaciones. La “revelación”, en tales casos es la claridad, siempre inmerecida, muchas veces precoz, con frecuencia desproporcionada con los talentos o la formación intelectual, pero ciertamente real y lúcida de los tiempos y de como vivirlos para preservar la Fe.
Y a la vez, por deber de caridad, de difundir esta claridad para que otros lo comprendan y allanen su camino al cielo. Dura vocación.
Esta forma de profecía es hoy, por lo que se vive, una vocación más difundida que en otros tiempos. También es común verla malograda por falta de docilidad y exceso de arrogancia. En algunos casos de, hasta soberbia. En sacerdotes y en seglares. No es infrecuente entre los tradicionalistas. En ambos casos. Lamentablemente.
Ejercer esta vocación “profética” produce no poco rechazo y hasta odio.
Como tantas veces se ha publicado en estas páginas, la Fe ilumina en concurso con la Caridad. Con las obras de la Caridad. Y solo mediante esas obras el don se hace pleno y conduce a la propia salvación, a la vez que es instrumento querido por Dios para la salvación de otros. También debe serlo esta misión: algo fundado en la Fe y ejercido por la Caridad.
Terrible responsabilidad ignorarlo. Terrible responsabilidad rechazarlo. Más terrible aún, malograrlo por soberbia o arrogancia