Hay muchos conceptos y tendencias del pensamiento humano que tendemos a aceptar sin examinar previamente. Ideas, que en algunas ocasiones van cargadas de “dinamita” y pueden hacer mucho daño incluso antes de explotar. Una de ellas es la tendencia actual a aceptar sin más los conceptos de “diálogo” y “ecumenismo”.
Desde que Jesucristo dijo que Él era la Verdad hasta nuestros días, la Iglesia ha tenido que sufrir muchas “tensiones” que la han intentado fragmentar. Como Jesucristo conocía muy bien al hombre nos dijo antes de marcharse: “que todos sean uno, como mi Padre celestial y yo somos uno” (Jn 17:21). A pesar de este deseo manifiesto de Jesucristo, la Iglesia tuvo que luchar desde sus comienzos contra el azote que suponían las herejías. Desde el inicio de su andadura vemos a San Pedro, San Pablo, San Juan Evangelista…, luego a San Ignacio de Antioquía, San Ireneo… luchar contra las primeras herejías y esforzarse por sacar a la luz la verdad. A pesar de tantas presiones y grupos que intentaban llevar a la Iglesia por otros derroteros, la Iglesia se mantuvo fiel y firme frente al arrianismo, pelagianismo, monofisismo, protestantismo, calvinismo…, y desde inicios del siglo XX contra el modernismo. Grandes concilios ecuménicos como: el primer concilio de Jerusalén, Nicea, Constantinopla, Letrán, Trento, Vaticano I, supieron defender la unidad de la fe y profundizar en el contenido de la verdad revelada.
Fue en el s. XVII cuando la filosofía, que siempre actuó en la Iglesia como “sirvienta de la teología”, comenzó a experimentar con Descartes un cambio tan radical que desde entonces estamos sufriendo las consecuencias del mismo. Aunque en realidad el problema había empezado antes, cuando se manipuló a Santo Tomás de Aquino, y se permitió la entrada del nominalismo y de otras desviaciones y defectuosas interpretaciones del Aquinate (Ej: Francisco Suárez). Estos cambios radicales a nivel filosófico, que prácticamente comenzaron con Descartes, se profundizaron después con Kant, Hegel, Hume, Heidegger, Sheler, Marx…
Los cambios filosóficos, como humo venenoso, fueron penetrando en la teología católica hasta tal punto, que la nueva teología comenzó a convulsionar los dogmas de siempre. La nueva filosofía “idealista” defendía, hablando en términos muy generales, que la verdad no era algo objetivo que el hombre podía llegar a conocer, sino el resultado de las propias “experiencias personales”. Esa filosofía llevó, por mera conclusión lógica, primero al relativismo y luego al escepticismo.
Cuando esta nueva forma de pensar entró en la teología y luego en las enseñanzas de la Jerarquía, toda la filosofía que la sustentaba se vino abajo. La verdad ya no era algo fijo, sino cambiante y dependiente de cada uno (relativismo), por lo que el hombre comenzó a hablar de “mi verdad”, del “yo opino que”. Cada hombre tenía “su propia verdad”; por lo que para llegar a un conocimiento “más profundo” había que abrirse al diálogo para así poder escuchar “la verdad de los demás”. La verdad pasó a ser algo subjetivo, personal y cambiante.
Esta nueva forma de pensar llevó como consecuencia a concluir que los dogmas de la Iglesia sólo eran válidos para una época y un grupo de personas; por lo que había que “actualizarlos” para así estar de acuerdo con los nuevos criterios de la filosofía, la teología; y en el fondo, de la verdad. Los dogmas, que habrían sido válidos para unas personas y en determinadas circunstancias, ya no eran válidos tal cual, para el hombre de hoy –concluían ellos.
De la nueva filosofía al ecumenismo
La frase del mismo Cristo: “Que todos sean uno” recibió una nueva interpretación: el ecumenismo. El motivo de fondo no era la búsqueda de la verdad sobrenatural revelada: “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4:5); sino el deseo de establecer un nuevo concepto de verdad. Nuevas verdades que sólo serían válidas para ellos; y además, durante un cierto tiempo, para una cultura determinada… Los nuevos hombres tendrían que definir sus “propias verdades”. Esto llevaría, como usted podrán fácilmente deducir, al escepticismo (imposibilidad de conocer la verdad).
Esta es la situación en la que la Iglesia de hoy anda sumergida. Se potencia el ecumenismo, no con la idea de que seamos uno en la fe, los sacramentos…, sino con la idea de que haya una formulación común, aunque luego cada uno la interprete según sus propios criterios.
Por ejemplo: La presencia de Jesucristo en la Eucaristía es aceptada por católicos y protestantes; ahora bien, el “modo” de esta presencia de Jesucristo es totalmente diferente. Para un católico, Jesucristo está realmente presente en la Eucaristía. Esta presencia es “hecha” por el sacerdote a resultas de la transubstanciación que ocurre cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración durante la celebración de la Santa Misa. Jesucristo está realmente presente en la Eucaristía independientemente de que el creyente tenga fe, o no. Quien hace que Cristo esté realmente presente en la Eucaristía no es mi fe, sino las palabras del sacerdote válidamente ordenado y con la intención de hacer lo que hace la Iglesia.
En cambio para un protestante (hablamos en términos generales), cuando ellos celebran su oficio litúrgico y reparten la comunión, Jesucristo no está presente realmente en la forma consagrada; primero porque no tienen ministros válidamente ordenados y segundo porque no tienen la intención de hacer lo que hace la Iglesia cuando celebra este sacramento. La ceremonia litúrgica se limita a recordarnos lo que Cristo hizo durante la última cena. A lo sumo, los protestantes aceptan una transignificación (lo que antes era pan para mí, ahora “significa” para mí, Cristo), o una transfinalización. Aunque hoy día, para la gran mayoría de los protestantes, cuando reciben la “comunión” el único sentido que tiene es el de un mero recuerdo de algo que Cristo hizo en la última cena. Esta forma de entender la Eucaristía, que anteriormente sólo aparecía entre los protestantes, se ha extendido cual enfermedad contagiosa entre los católicos, tanto entre laicos como entre miembros de la jerarquía; de tal modo que hoy día ya son pocos los católicos que realmente creen en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
Así pues, bajo pretexto de “unidad” (ecumenismo) lo único que se ha conseguido es destruir las enseñanzas de Cristo, del auténtico Magisterio de la Iglesia, y reducir todo a un puro subjetivismo personal. Cada uno se fabrica su propia fe y es juez que autentifica o rechaza lo que quiere creer o negar.
Con ello se ha producido en la Iglesia una atomización de la fe, de tal modo que la Iglesia se encuentra dividida en multitud de pequeños grupúsculos. Y en lugar de haber un Magisterio único, lo que se defiende es que “la verdad es plural y sinfónica”, de tal modo que la fe común sería un a modo de caleidoscopio multicolor donde cada uno apreciaría diferentes colores de una misma realidad. Con ello habríamos caído en el subjetivismo, en el relativismo; y al fin y al cabo en el escepticismo.
Es por ello, que ya no se puede hablar de una fe común. El Magisterio no se atreve, ni sabe, cómo reconducir tal situación de desorden; aunque en realidad cree, que es ahora cuando todo está bien, pues está siendo fiel a su filosofía de fondo: el relativismo.
Así pues, el ecumenismo, que pretendía ser el camino para unir a todos los cristianos, lo que ha conseguido es lo totalmente opuesto: dividirlos, confundirlos…, y en general, conducir a la gran mayoría a negar todo aquello que sea sobrenatural; dicho con otras palabras al ateísmo y al abandono de la fe.
¿Es posible un diálogo ecuménico?
Se define diálogo como una conversación entre dos o más individuos, que exponen sus ideas o afectos de modo alternativo para intercambiar posturas con el propósito de lograr un acuerdo.
El diálogo tiene sentido cuando, por la exposición de los diferentes puntos de vista, se intenta conseguir un bien mayor. Pero el diálogo, desde este punto de vista, no tiene sentido cuando una de las partes ya tiene posesión de la verdad. Lo único que se puede esperar es que la otra parte acepte sus razonamientos; pero en ningún modo se puede pretender descubrir una “verdad intermedia” capaz de ser aceptada por ambas partes al mismo tiempo.
Por eso podemos decir que tiene sentido hablar de un diálogo político, científico o social; pero no tiene sentido hablar de un diálogo entre diferentes religiones para buscar una verdad que pueda ser aceptada por todas las partes.
El diálogo ecuménico defiende que se puede encontrar una verdad intermedia que pueda ser aceptada por unos y otros; y eso es metafísicamente imposible. Quizá sea ahora conveniente recordar el principio de no contradicción, el cual dice: “Es imposible que algo sea y no sea al mismo tiempo y en el mismo sentido”.
Sólo si se parte de un concepto de verdad subjetivo es cuando se puede hablar de un diálogo ecuménico; pero si se parte del concepto de verdad objetivo (según la filosofía tomista) ese diálogo carece de sentido. Se podrán dialogar temas que no sean dogmáticos o esenciales; pero las cuestiones dogmáticas ya están definidas y como consecuencia no pueden cambiar.
El ecumenismo ha llevado a la teología al relativismo; y en un segundo paso al escepticismo. Que traducido al lenguaje común del hombre de la calle diríamos que el ecumenismo ha llevado a pensar que todas las religiones son capaces de salvarnos por igual; y por lo tanto, todas son válidas. A lo sumo aceptan que unas son más verdaderas que otras; pero todas, capaces de brindarnos la salvación.
El ecumenismo pues, ha conducido al hombre de hoy, primero al relativismo, y luego al escepticismo; pues decir que “todo es verdad” es lo mismo que decir que “todo es mentira”. La verdad nunca puede ser “ecuménica”, por la sencilla razón de que la verdad es Cristo (“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”; Jn 14:6). Todo aquél que rechace a Cristo no puede estar en la verdad.
Cristo es la Verdad; sus palabras son palabras de verdad y en Él no hay engaño (Jn 8:45). Por el contrario, el demonio es el padre de la mentira (Jn 8:44). Quien sigue al demonio nunca encontrará la Verdad; en cambio “quien me sigue no anda en tinieblas” (Jn 8:12).
Conclusión
Así pues, abandonemos la filosofía idealista y la teología inmanentista, que tienen como padre al demonio; y volvamos a la filosofía tomista – la auténtica -, no la manipulada por Francisco Suárez, Duns Escoto o Guillermo de Ockam. Volvamos a la teología de los concilios de Nicea, Constantinopla, ….,Letrán, Trento, Vaticano I. Y utilizando estos medios, profundicemos en el conocimiento de la verdad revelada siguiendo siempre la guía que nos ha de dar el Magisterio de la Iglesia.
De ese modo, profundizando en la verdad conoceremos mejor a Cristo, al tiempo que evitaremos el relativismo y el escepticismo; o dicho de otro modo, la confusión y la pérdida de la fe. Y en cuanto al Vaticano II, si la Jerarquía enmienda sus pasos, llegará un momento en el que, o algunos de sus documentos tendrán que ser eliminados o muchas de las enseñanzas que en ellos aparecen tendrán que ser corregidas y puestas según los principios del Magisterio de siempre (si tal cosa fuera posible).
El ecumenismo actual no es sino un nuevo intento del hombre por determinar la verdad al margen de Dios. Ahora, a través del diálogo y del entendimiento humano mutuos; medios más conformes con la ideología masónica que con los principios cristianos.
El hombre no quiere aceptar que la verdad es anterior a él. Al hombre sólo le queda conocerla, aceptarla y amarla. No olvidemos que la verdad es Dios. Da la impresión que el ecumenismo actual no es sino el Babel de los tiempos finales profetizado por el mismo Jesucristo: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18:8)
Padre Lucas Prados