Tradicionalmente se ha utilizado a la mostaza como una sustancia que alivia trastornos respiratorios. Tiene también un beneficio especial sumamente provechoso del que daremos cuenta en este escrito.
Hay una sentencia pronunciada por Nuestro Señor Jesucristo que me resulta muy significativa, y es aquella en la que compara la fe al grano de mostaza: “Si fuera vuestra fe como un grano de mostaza” (Mateo 17, 20). De alguna manera encuentro en ella una prueba de la divinidad de Cristo.
Pienso que ni un simple hombre y mucho menos un loco podría jamás haber dicho esa expresión. Si bien se advierte, Cristo se presenta como un hombre capaz de poder dar medidas exactas sobre las cuestiones espirituales, y para poder hacer eso necesario es ser más que un hombre, vale decir, ser también Dios. Un hombre común viendo la exteriorización de alguien puede, partiendo de eso, hacer comparaciones figurativas, de modo que si veo a un hombre levantar un pesado tronco como si levantase una pluma puedo decir que tiene la fuerza de un oso, o si veo que tiene una inteligencia prodigiosa puedo afirmar que tiene el vuelo del águila. Pero nadie puede hacer una aseveración directa sobre el fondo espiritual de los hombres, y eso fue lo que hizo Cristo al indicar una medida sobre una cuestión del alma, interna, como es la fe: “si fuere como un grano de mostaza.” No le hizo falta ninguna exteriorización de nadie. Él mismo establece una relación sobre algo que se da en el fuero íntimo de los hombres, mucho antes de tener que ver algo. Repito. Cualquier ser humano viendo algo exterior puede lanzar una comparación, como cuando decimos que fulana tiene la boca del tamaño de una empanada, o como cuando decimos que el odio de mengano es grande como el Aconcagua, o que el amor de la hermana Catalina es gigante como el cielo. Pero nadie, excepto Cristo, puede establecer una medida comparativa partiendo exclusivamente desde el interior.
Notemos esto otro. ¿Qué pasó entre Jesús y el Centurión?: “No estaba lejos de la casa cuando el centurión mandó unos amigos a decirle: —Señor, no te tomes tanta molestia, pues no merezco que entres bajo mi techo. Por eso ni siquiera me atreví a presentarme ante ti. Pero, con una sola palabra que digas, quedará sano mi siervo. Yo mismo obedezco órdenes superiores y, además, tengo soldados bajo mi autoridad. Le digo a uno: ‘Ve’, y va, y al otro: ‘Ven’, y viene. Le digo a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace. Al oírlo, Jesús se asombró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, comentó: —Les digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande. Al regresar a casa, los enviados encontraron sano al siervo.” (Lucas 7, 6-9). Es verdad que aquí contamos con una exteriorización, esto es, las palabras del Centurión. Pero aquí también Cristo afirma su divinidad al presentarse como alguien capaz de medir en los fueros internos del alma humana, pues, ¿quién si no alguien que conoce todos los interiores sería capaz de aseverar de otro que su fe supera a la de Israel? Solo Cristo, hombre y Dios verdadero, segunda persona de la Santísima Trinidad, conoce las medidas internas de las cuestiones espirituales sin siquiera necesidad de exteriorizaciones por parte de los hombres, yendo por las ciudadelas interiores desde el diminuto grano de mostaza hasta la cantidad que supone los espíritus de Israel.
Ese estrictísimo dominio interior solo perteneciente al Hombre Dios nos lleva a esto otro: a que en prueba de lo dicho Él se reserva el juicio interno de los espíritus: “No juzguéis… (Mateo 7, 1). Quien puede juzgar las almas en lo más recóndito de las mismas se reserva la exclusividad de juicio. Como diciendo: “Solo Yo puedo penetrar en ese ámbito, por tanto a vosotros no corresponde inmiscuirnos allí y venir a hacer juicios”. Por ejemplo, nadie puede decir “el hombre que murió los otros días está en el infierno”. Monseñor Satraubinger comentando el pasaje bíblico de San Mateo enseña que lo que se prohíbe son “los juicios temerarios”, por eso “San Agustín observa al respecto: ‘Juzguemos de lo que está de manifiesto, pero dejemos a Dios el juicio sobre las cosas ocultas”. Lo que acabo de decir sobre el “no juzguéis” algunos lo mal interpretan y lo usan para decir cada dos por tres a todo el mundo “no juzguéis, no juzguéis”, transformando a la inteligencia humana en una suerte de idiota incapaz de discernimiento, al comportamiento en una suerte de buenismo tonto, a la voluntad en una seguidora de una sensiblería mojigata, cosas que, si bien se aprecian, ni siquiera se dan cuenta que al estar diciendo “no juzguéis” ya están juzgando al que se dirigen. Con las debidas condiciones estamos llamados a discernir sobre las cosas exteriores que se nos presentan, que vemos; podemos juzgarlas. De ahí que San Pablo exhorte a los de tesalónica ordenándoles que “amonesten a los desordenados” (1 Tesalonicenses 5, 14), agregando “examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Tesalonicenses 5, 21); y en su carta a Tito enseña llanamente que “hay muchos rebeldes, vanos habladores y embaucadores (…). Por tanto repréndelos severamente, a fin de que sean sanos en la fe y no den oídos a fábulas judaicas” (Tito 1, 10-14). Por tanto, vemos que no se podría amonestar ni examinar ni reprender severamente, sin antes haber hecho un juicio sobre lo que se vio.
Cuando se contempla la vida pública de Jesús advertimos que Él tiene un especial interés en probar su dominio sobre el mundo invisible, sobre las almas, cosa que escapa por completo a todo hombre. En pugna con los fariseos les dice: “¡Y bien! Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra potestad de perdonar pecados –dijo al paralítico-: ‘a ti te digo, levántate, toma tu camilla y ve a tu casa’ (Lucas 5, 24). Es realmente hermosísimo enterarse que, según comenta Monseñor Straubinger, en el texto bíblico aludido, “la primera vez que manifiesta Jesús su divinidad es para perdonar”. Cristo prueba su potestad sobre las almas, y, por tanto, su divinidad, haciendo el milagro al paralítico. Y como es Hombre y Dios concederá a sus discípulos la potestad para confesar mediante el sacramento de la confesión: “Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonéis los pecados les quedarán perdonados, y a quienes se los retuviereis, quedan retenidos” (Juan 20, 22). Algo extraordinario del sacramento de la confesión es que se sigue repitiendo ese dominio del Señor sobre las almas bajo una doble invisibilidad, ambas completamente reales: una, la que es Cristo el que perdona por medio del sacerdote; dos, la del perdón mismo que reconcilia el alma pecadora con Dios. Cuando escucho eso de “yo no me confieso con un hombre, me confieso directamente con Dios”, respondo sencillamente que quien eso dice “no se confiesa con Dios”, pues Dios para confesar quiso expresamente valerse de la intermediación del hombre. No se puede estar diciéndole a Dios cómo debe ser la confesión; es Él el que nos dijo a nosotros cómo debe ser. La rebelión a las palabras de Jesús solo prueba un desprecio a la fe, un desprecio a la doble invisibilidad referida, un acto de soberbia.
El enorme beneficio de la mostaza consiste en que uno la tenga siempre presente para pedirle a Dios que al menos nos conceda una fe que se asemeje al grano. De esa manera no solo podríamos decirle a una “montaña pásate de aquí, allá, y se pasaría” (Mateo 17, 20), sino que, lo que es aún mucho más difícil, podríamos decir a nuestro océano profundo “transfórmate en un jardín de rosas y se transformaría”.