«Habiéndose cumplido los ocho días para su circuncisión, le pusieron por nombre Jesús, el mismo que le fue dado por el ángel antes que fuese concebido en el seno« (Lucas 2, 21).
La circuncisión era un rito judío en el que había que verter un poco de sangre. Es importante destacar que aunque la Virgen y San José conocían la naturaleza divina del Hijo, quisieron observar la ley de Israel, del mismo modo que habían cumplido la ley romana pasando muchas penalidades para ir a Belén con motivo del empadronamiento. Sabían que Jesús era el Mesías, y que siendo Hijo de Dios y Dios mismo, había venido a renovar las leyes del mundo, superiores a toda ley y toda autoridad. Pero sabían también que se debe respetar a Dios en las leyes y las autoridades que lo representan, incluso cuando dichas autoridades estén destinadas a traicionar su misión, como hicieron los judíos y los romanos cuando condenaron a muerte a Jesús.
La circuncisión era un rito de purificación, y Jesús, el Hombre-Dios, no tenía necesidad de purificarse de nada. Sin embargo, en su suprema humildad quiso velar su divinidad a los hombres, y por eso nació en un pesebre. Jesús derramó su sangre por primera vez al cumplir el rito de la circuncisión, prefigurando así la que derramaría abundantemente en el Calvario.
Y fue en el día de su circuncisión cuando el Divino Niño recibió el nombre de Jesús, «que le fue dado por el ángel antes que fuese concebido». Este Nombre no se lo pusieron sus santos padres, sino el propio Dios. Sólo Dios Padre conocía realmente el fin con que se había encarnado el Hijo, y por eso quería que se llamase Jesús, que significa Salvador, porque vino al mundo para salvarnos y ésa fue su misión. El nombre de Jesús deriva del arameo Yeshua, y significa salvación.
«No hay salvación en ningún otro, pues debajo del cielo no hay otro nombre dado a los hombres por medio del cual podemos salvarnos», leemos en los Hechos de los Apóstoles (Hechos 4,12).
Por eso, en el momento de la Anunciación, el arcángel Gabriel le dijo a María: «No temas, María, porque has hallado gracia cerca de Dios. He aquí que vas a concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado el Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reinado no tendrá fin» (Lucas 1, 30-33).
Desde entonces, la Virgen meditaba día y noche en esas palabras. Por primera vez entendió el significado que encerraba en sí el misterio de la Encarnación.
El nombre de Jesús le fue revelado más tarde a San José, con estas palabras del ángel: «José, hijo de David, no temas recibir a María tu esposa, porque su concepción es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt.1, 21-25).
Desde sus primeros tiempos, el nombre de Jesús siempre ha sido honrado y venerado en la Iglesia. En el siglo XIV empezó a rendírsele culto litúrgico. Un gran predicador y propagador de dicho culto fue San Bernardino de Siena (1380-1444), de la Orden de los Frailes Menores, que ideó y propagó la costumbre de representar el Santo Nombre de Jesús abreviado en sus tres primeras letras, JHS, que son las de Jesús en griego, ΙΗΣΟΥΣ (Iesus) enmarcado en un sol de doce rayos en campo de azur.
El trigrama de San Bernardino conoció mucho éxito, y llegó a difundirse por toda Europa. En 1530, el papa Clemente VII autorizó a la orden franciscana a recita el oficio del Santísimo Nombre de Jesús. Más tarde, la Compañía de Jesús tomó por emblema propio las tres letras del Nombre según el dibujo de San Bernardino, y dedicó los más grandes y hermosos templos que edificó por todo el mundo al Nombre de Jesús, comenzando por la iglesia del Gesù de Roma, la mayor y más hermosa de todas ellas. La celebración de la fiesta del Nombre la extendió a toda la Iglesia el papa Inocencio XIII en 1721. A comienzos del siglo XX se fijó la celebración en el 1º de enero, y en 1962 pasó al 2 del mismo mes, pero después del Concilio desapareció del calendario. Juan Pablo II reinstituyó para el 3 de enero la conmemoración facultativa del Nombre de Jesús en el calendario litúrgico romano.
Tan grande y misterioso es el nombre de Jesús que, según afirma San Pablo, nadie es capaz de entenderlo sino gracias al Espíritu Santo. «Nemo potest dicere, Dominus Jesus, nisi in Spiritu Sancto» (1 Cor., 12, 3). Es más, dice el padre La Puente que este Nombre es un compendio de todas las perfecciones propias de Jesús como Dios que es, así como de todas las gracias y virtudes presentes en él en cuanto hombre (Meditazioni, Giacinto Marietti, Torino 1835, vol. II, p. 180). Explicaba San Bernardino que mientras que la Cruz evoca la Pasión de Cristo, su Nombre recuerda todos los aspectos de su vida: la pobreza del pesebre, el modesto taller del carpintero, la penitencia en el desierto, los milagros de la caridad divina, el sufrimiento en el Calvario y el triunfo de la Resurrección y la Ascensión; La totalidad de Jesús resumida en una palabra.
Basta pronunciar el Nombre de Jesús para decirlo todo, sin necesidad de añadir nada más, porque al Nombre de Jesús doblan la rodilla todos los habitantes del Cielo, de la Tierra y del Purgatorio, y hasta del Infierno: «In nomine Jesu omne genuflectatur, Coelestium, Terrestrium et Infernorum» (Filip. 2, 10).
(Traducción Bruno de la Inmaculada)