El modo católico de comulgar

Sabemos que en la ‘Última Cena’ Cristo instituyó el sacerdocio y el sacramento de la Eucaristía. Por tanto, en dicha Cena hallamos al Señor acompañado solamente de sacerdotes. Los Evangelios nos precisan, por caso, las palabras de la consagración, lo que el Maestro refirió sobre el traidor de Judas. Si los Apóstoles consagrados tocaron o no el Cuerpo del Cordero, nada dice a favor de la comunión en la mano, pero sí dice mucho en contra de ella, comenzando por el hecho de que –quede bien de manifiesto- estamos delante de ‘manos consagradas’.

Mas ahora quisiera que nos adentremos en el espíritu que animó a los Apóstoles en la Última Cena, espíritu que también animó siempre al comulgante católico desde los tiempos apostólicos. 

Un espíritu que tiene mucho de Belén. Cuando nace Jesús el universo todo se inclina ante él: ángeles gozosos lo adoran y lo anuncian a los pastores; una estrella se pone en movimiento como guía de los magos; y unos magos que al ver al Niño con su Madre “prosternándose lo adoraron” (Mateo 2, 11).

Pensemos que el Precursor de Cristo, San Juan Bautista: antes de nacer saltó de gozo en el vientre de Isabel cuando fueron visitados por María, la cual llevaba al Niño en su vientre, y ya de grande, al gozo y al amor que el Profeta sentía por el Señor, se sumaban las máximas muestras de reverencia: “yo no soy digno de llevar sus sandalias” (Mateo 3, 11); o: “Viene en pos de mí el que es más poderoso que yo, delante del cual yo no soy digno ni aun de inclinarme para desatar la correa de sus sandalias” (Marcos 1, 7); en Juan 1, 27): “No soy digno de desatar la correa de sus sandalias”. Y pensar que la moderna comunión en la mano, inflada de petulancia y orgullo azufroso, reclama no ya el llevar un calzado divino, sino el sentirse digno de tomar al Dueño del calzado y desperdigar su Cuerpo bendito. Recibamos a Cristo Eucaristía con amor confiado, pero a su vez con la más exquisita de las reverencias.

Me detengo brevemente en el milagro de la multiplicación de los panes. Es muy significativo. Cristo hace sentarse a la muchedumbre que, cansada, lo seguía para oírlo, y alimenta a cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, y de lo que sobra nada se tira. La Biblia nos alecciona con toda precisión que se juntaron “doce canastas de pedazos” (9, 17). De la segunda multiplicación se nos dice que eran cuatro mil hombres sin contar mujeres y niños, y con lo que sobró se juntaron “siete canastos llenos” (Mateo 15, 37). Bellísima lección que la aplico a la Eucaristía. Dejamos de lado lo figurado y pasamos a la realidad: Jesús nos alimenta no ya sentados sino de rodillas, no ya físicamente sino espiritualmente, nada se tira, todo se cuida.

En muchas lecciones y milagros del Señor, vemos que los favorecidos y los asombrados caen a sus pies. En la pesca milagrosa lo vemos a Pedro arrojarse anonadado a los pies del Buen Pastor. Las Sagradas Escrituras expresan: “Pedro se echó a los pies de Jesús” (Lucas 5, 8). El leproso que sería curado por el Maestro “al ver a Jesús se echó rostro en tierra” (Lucas 5, 12 cf. También: Mateo 8, 2 y Marcos 1, 40). La pecadora, movida del amor y el agradecimiento, se colocó detrás del Mesías, “a sus pies, y llorando con sus lágrimas, bañaba sus pies y los enjugaba con su cabello” (Lucas 7, 38). Narra la Biblia que “Jairo se echó a los pies de Cristo” (Lucas 8, 41. En Mateo 9, 18, se lee: “un magistrado se le acercó, se prosternó y le dijo: mi hija acaba de morir”). La mujer que padecía de flujo de sangre desde hace doce años, al quedar curada por el Cordero, “vino temblorosa a echarse a sus pies” (Lucas 8, 47). Del papá del lunático se cuenta: “un hombre se aproximó a Él, y doblando la rodilla le dijo: Señor, ten piedad de mi hijo porque es lunático” (Mateo 17, 14). Y bien, si ante milagros como los referidos los favorecidos caen a los pies de Cristo, ¿cómo no caer a Sus pies, al ser favorecidos por el milagro de milagros, esto es, el tenerlo a Jesús presente en la Eucaristía para nuestro bien espiritual? La pecadora, fruto del amor, el dolor y el agradecimiento, cae y llora: la soberbia comunión en la mano se yergue, trata con indignidad y arroja.

Cristo elogia al espíritu reverente: “Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas esta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos” (Lucas 7, 44). La Iglesia nos manda recibir al Divino Redentor de rodillas y en la boca. El viene a la casa de nuestra alma: de rodillas reverenciémosle a imitación de la pecadora.

El espíritu del comulgante católico no torna mera palabrería la expresión del centurión. Pues, ¿qué dijo el centurión?: “No soy digno de que entres bajo mi techo” (Lucas 7, 6. Cf. También: Mateo 8, 8). El comulgante católico repite de rodillas: “Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum sed tantum dic verbo et sanabitur anima mea («Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una sola palabra tuya bastará para sanarme»). La comunión en la mano, en su soberbia y espíritu de presunción, al tiempo que dice “no soy digno”, al menos utiliza una exteriorización que se cree no solo digna sino superior. Un modo que es hijo de la soberbia demoníaca.

Cuando Cristo resucita, les sale al paso a las mujeres que iban rápido a avisar a los discípulos lo que el ángel les dijo en el sepulcro. El Salvador las saluda diciendo: “Salud”. Y “ellas acercándose, se asieron de sus pies y lo adoraron” (Mateo 28, 9).

Si Cristo se indignó contra quienes hacían de la casa de Dios un templo de ladrones, al punto de echarlos a latigazos: ¿alguien por ventura cree que es coherente pensar que el Redentor estaría contento con trato tan vil como el que se le prodiga con la comunión en la mano? No olvidemos que al Maestro se aplican las siguientes palabras: “El celo de tu Casa me devora” (Juan 2, 17).

Por el Evangelio de San Juan sabemos de un ciego curado por Jesús y despreciado por los fariseos. Pasado un tiempo tras el milagro, Cristo y el curado se vuelven a encontrar, y el Redentor del mundo le dice: “¿‘Crees tú en el Hijo del hombre’? Él respondió y dijo: ‘¿Quién es, Señor, para que crea en Él?’ Díjole Jesús: ‘Lo estáis viendo, es quien te habla’. Y él repuso: ‘Creo, Señor, y lo adoró’.” (9, 35-38).

Antes de que el Salvador resucite a Lázaro, nos cuentan las Escrituras que María, hermana del difunto, salió corriendo al encuentro de Cristo, y “al verlo se echó a sus pies” (Juan 11, 32).

Luego de que Jesús murió en la Cruz, sabemos que un discípulo de Él, José de Arimatea, pidió a Pilato llevarse el cuerpo. Y sabemos que Nicodemo “trajo una mixtura de mirra y aloe, como cien libras. Tomaron pues el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en fajas con las especies aromáticas, según la manera de sepultar a los judíos” (Juan 20, 38-39). Y luego de la resurrección se lee: “Llegó luego Simón Pedro (…) entró en el sepulcro y vio las fajas puestas allí, y el sudario, que había estado sobre su cabeza, puesto no con las fajas, sino en lugar aparte, enrollado” (Juan 20, 6-7). Comentado esto último, el gran exegeta, Monseñor Juan Straubinger anota: “Es de notar la reverencia especial para con la sagrada Cabeza de Jesús que demuestran los ángeles. No quiso Dios que el sudario que envolvió la Cabeza de su Hijo muy amado quedase confundido con las demás vendas”. Viendo tales tratos exquisitos, ¿cómo acaso tolerar el trato objetivamente denigrante de la moderna comunión en la mano? No son ya vendas o un sudario, es Cristo todo el que está en la Eucaristía.

Sin rodeos enseñó San Pablo que “el que comiere el pan o bebiere el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor” (I Corintios 11, 27). Saben los hombres que se dicen de iglesia que la moderna comunión en la mano es abusiva, que fue engendrada en vertientes y por simpatías lutero-calvinistas, entonces: ¿cómo creer sin que sea una burla, que dicho modo de comulgar sea algo digno? 

Si San Pablo dice en su Carta a los Filipenses que “toda rodilla en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra se doble en el nombre de Jesús, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (2, 9-11); y si así se pide para el ‘nombre’, ¿cómo acaso no se doblará toda rodilla ante Cristo presente realmente en la Eucaristía? ¡Qué las lengua lo reciban con exquisita dignidad!

San Pedro dirá cómo acercarse a Cristo: “Arrimándonos a Él, como a piedra viva, reprobada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa” (I Pedro 1, 4). De ahí que sea también San Pedro el que, dirigiéndose a los presbíteros, les diga que apacienten la grey velando “según Dios” (5, 2). Y es velar según Dios tratar a Cristo Eucarístico como piedra “escogida y preciosa”, no como algo peor que una basura a la que con indiferencia se la deja caer por ahí.

En el Apocalipsis de San Juan se lee: “los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero, teniendo cada cual una cítara y copas de oro llenas de perfumes” (5, 8). De nuevo: “los ancianos se postraron y adoraron” (5, 14). Y en otro lugar: “Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron sobre sus rostros ante el trono y adoraron a Dios” (7, 11).

Los liturgistas serios bien dicen que la moderna comunión en la mano es algo, abusivo, de origen protestante y que nada tiene que ver con lo que antiguamente pudo haber sucedido en algún momento y lugar particular. La comunión en la mano fue el gran deseo del protestante Butzer, el cual sostenía que debía ser “retomada la simplicidad de Cristo, de los apóstoles y de las antiguas iglesias, el sacramento ha de ser puesto en la mano del fiel”, así, de este modo, “las buenas gentes serán fácilmente conducidas hasta el punto de que todos recibirán los símbolos sagrados en la mano, se mantendrá la uniformidad en la recepción y se tomará precauciones contra todo abuso furtivo de los sacramentos. Pues, aunque por un tiempo puede hacerse una concesión a aquellos cuya fe es débil, dándoles los sacramentos en la boca cuando así lo deseen, si son cuidadosamente instruidos pronto se pondrán en consonancia con el resto de la Iglesia y tomarán el sacramento en la mano” (Davies, Michael, Un Privilegio de los Ordenados (Algunas precisiones sobre la comunión en la mano), Buenos Aires, 1996, págs. 9 y 10). El discípulo del Padre Pio de Pietrelcina, R.P. Dr. Luigi Villa, en una obra contra la manera de comulgar criticada, expresa: “Por esto, decimos nuevamente: es teológicamente obligatorio negar la ‘Comunión en la mano’, porque constituye ‘sacrilegio’ la dispersión y la consiguiente profanación de las Sagradas Especies, aun bajo la forma de pequeñísimos fragmentos, ¡pero que son también el Cuerpo santísimo de N. S. Jesucristo!” (¿Comunión en la mano? ¡No! ¡Es Sacrilegio!, ed. Civilta, Brescia, p. 50). También dirá: “De aquí, por tanto, nuestra seguridad para denunciar como ‘sacrílego’ este permiso de dar la ‘Comunión en la mano’, justamente porque los ‘fragmentos’, que aún contienen la ‘Persona de Cristo entero’, son arrojados inevitablemente a la basura y, en consecuencia, ¡se realiza un verdadero y propio ‘sacrilegio’!” (ob. cit. p. 51).

A nadie se le oculta que por Tradición, la prohibición de cierto modo de comulgar en la mano fue por lo abusivo, es decir, por el ultraje a la Eucaristía, a las partículas, y hoy, contrariamente a eso, a nadie se le oculta que por el Progresismo, la permisión de un moderno modo de comulgar en la mano nunca antes visto es a favor de lo abusivo, esto es, en ultraje a la Eucaristía, a las partículas. El espíritu de la Iglesia siempre buscó la reverencia y atacó la irreverencia. Hoy, en cambio, hombres que se dicen de iglesia, por doquier buscan afanosamente la irreverencia y condenan la reverencia. ¡Cuán extendida esa nefasta costumbre de obligar a los fieles a comulgar en la mano y de pie, obligando a no ponerse de rodillas!

El comulgante en la mano, consciente o inconscientemente, lleva a cabo lo que ni el mismísimo Satanás pudo conseguir. El maligno tentando al Hijo de Dios le promete la tierra, “si tú te prosternas delante de mí” (Lucas 4, 7). Satanás quería tenerlo a Cristo a sus pies. Y bien, quien comulga en la mano hace caer las partículas consagradas al suelo, donde son pisadas, ultrajadas, olvidadas. De alguna manera se logra ir más lejos que Lucifer. Y allí en el piso, el Rey de Reyes, el Redentor del mundo, el Amigo sin igual, la Caridad misma, el Cordero inmolado, vuelve a escuchar aquellas palabras burlescas de quienes herían al Pastor en la Pasión, solo que esta vez las oye por parte de indiferentes comulgantes: “adivina, quien es el que te golpea” (Lucas 22, 64).

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Tomás I. González Pondal
Tomás I. González Pondal
nació en 1979 en Capital Federal. Es abogado y se dedica a la escritura. Casi por once años dictó clases de Lógica en el Instituto San Luis Rey (Provincia de San Luis). Ha escrito más de un centenar de artículos sobre diversos temas, en diarios jurídicos y no jurídicos, como La Ley, El Derecho, Errepar, Actualidad Jurídica, Rubinzal-Culzoni, La Capital, Los Andes, Diario Uno, Todo un País. Durante algunos años fue articulista del periódico La Nueva Provincia (Bahía Blanca). Actualmente, cada tanto, aparece alguno de sus artículos en el matutino La Prensa. Algunos de sus libros son: En Defensa de los indefensos. La Adivinación: ¿Qué oculta el ocultismo? Vivir de ilusiones. Filosofía en el café. Conociendo a El Principito. La Nostalgia. Regresar al pasado. Tierras de Fantasías. La Sombra del Colibrí. Irónicas. Suma Elemental Contra Abortistas. Sobre la Moda en el Vestir. No existe el Hombre Jamón.

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