El Papa según San Pío X, el cardenal Gasparri y Don Bosco

Primera parte: San Pío X

El Papa y los obispos son los legítimos pastores de la Iglesia

En su Catecismo mayor, el papa Sarto escribió lo siguiente: «Los legítimos pastores de la Iglesia son el Romano Pontífice, o sea el Papa, que es el pastor universal, y los obispos [pastores en sus diócesis particulares] Además, con dependencia de los obispos y del Papa, tienen parte en el oficio de pastores los otros sacerdotes, y en especial los párrocos [pastores en su parte o porción de la diócesis particulares, que se llama parroquia]Todos los que no reconocen al Romano Pontífice por cabeza […] no pertenecen a la Iglesia de Jesucristo […].

La Iglesia verdadera es, además, apostólica, porque se remonta sin interrupción hasta los Apóstoles […] y porque es guiada y gobernada por los pastores que legítimamente les suceden [los obispos] […]».

La Iglesia de Cristo es Romana

La Iglesia verdadera se llama, asimismo, romana porque los cuatro caracteres de unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad se hallan sólo en la Iglesia que reconoce por cabeza al Obispo de Roma, sucesor de San Pedro […]. El cuerpo de la Iglesia consiste en lo que tiene de visible y externo […]. Fuera de la Iglesia católica, apostólica y romana nadie puede salvarse […]. La Iglesia Católica es infalibles [en] sus definiciones […]. Componen la Iglesia Católica todos los obispos, con el Romano Pontífice a la cabeza, ya se hallen dispersos, ya congregados en Concilio […]. La autoridad de enseñar la tienen en la Iglesia el Papa y los Obispos, y con dependencia de ellos, los demás sagrados ministros […]. El Papa no puede errar, es decir, es infalible en las definiciones que atañen a la Fe y las costumbres […]. El Papa es infalible sólo cuando, en calidad de Pastor y Maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema y apostólica autoridad, define que  una doctrina acerca de la Fe o las costumbres debe ser abrazada [obligatoriamente] por la Iglesia universal […] (Primera parte, Cap. X, § 1-4, nº 153, 154, 161, 162, 165, 169, 176, 185, 197, 199).

¿Qué podemos hacer ante el caso Bergoglio?

En cualquier circunstancia (como la que actualmente vivimos) en la que el error no es propagado por herejes que se apartan oficialmente de la Iglesia, sino por infiltrados que se esconden en su seno y la dividen por dentro (arrianos, jansenistas, modernistas, etc.), circunstancias en las que no es fácil distinguir dónde reside la autoridad y dónde no, o cuándo obedecer y cuándo no, es necesario remitirse a los principios arriba indicados manteniendo firme el dogma pero sin exagerar (legalismo rigorísta) ni disminuirlo por defecto (modernismo anárquico).

El Papa es esencial en la Iglesia

Es importante hacer hacer valer el principio según el cual a) en la Iglesia tiene que haber un papa en acto, que sea su cimiento; de lo contrario la Iglesia se desmoronaría. No basta un cimiento puramente virtual o material (que si no es un no ser total es en todo caso un no ser parcial o relativo) para que subsista un edificio real y en acto.

El Papa tiene autoridad para legislar

No obstante, al mismo tiempo, es importante saber que b) la autoridad del Papa «establecido por Cristo como verdadero, absoluto, primer y supremo pastor de la Iglesia […] lo capacita para promulgar preceptos y leyes, o sea para mandar o prohibir cuanto sea necesario para el bien eterno de las almas cristianas» (J. BOSCO, Maniera facile d’imparare la Storia Sacra a uso del popolo cristiano, Turín, 1855, cap. XXVI, La Chiesa di Gesù Cristo).

La autoridad pontificia pontificia está limitada por la Ley divina

Resumiendo: la autoridad del Papa no se limita a la del episcopado o el cardenalato; también está limitada por la Revelación divina y la Ley natural y revelada, por lo que no puede disponer algo que perjudique a la a la Fe o la moral: la salus animarum es la lex suprema ecclesiae. Por tanto, el Papa no puede ordenar nada que la vulnere, y si se diere el caso de que lo hiciese (como ya ha pasado, para la moral, con la exhortación Amoris laetitiae de 2015, y para la Fe con el documento interreligioso de Abu Dabi de 2018 y la entronización de la Pachamama en la basílica de San Pedro en 2019), no se puede hacer caso de una orden ilícita y gravemente pecaminosa, ya que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5, 29), como respondieron los apóstoles Pedro y Juan al Sanedrín, que les había prohibido predicar a Jesús de Nazaret como Mesías de Israel y Salvador de toda la humanidad.

Segunda parte: Don Bosco

El Papa es cimiento de la Iglesia, que sin él se vendría abajo

San Juan Bosco escribió: «Antes de su ascensión al Cielo, Jesús fundó una sociedad de fieles que debían profesar la doctrina del Evangelio bajo la autoridad de un jefe establecido por Él, que era San Pedro junto con los papas como sucesores suyos […]. Esto quiere decir que San Pedro es a la Iglesia lo que los cimientos a una casa. ¿Y puede tenerse en pie una casa sin cimientos? No; una casa sin cimientos se viene abajo. Del mismo modo, una Iglesia que no tenga por cabeza a San Pedro y sus sucesores es una casa sin cimientos que no puede menos que derrumbarse» (Juan Bosco, Maniera facile d’imparare la Storia Sacra ad uso del popolo cristiano, Turín, 1855, cap. XXVI, La Chiesa di Gesù Cristo).

Los Apóstoles y los obispos bajo la autoridad de San Pedro y el Papa

En el capítulo XXX de Il Governo della Chiesa di Gesù Cristo, San Juan Bosco escribió: «Cuando Jesús subió al Cielo, confió a los Apóstoles el gobierno de su Iglesia. Nombró a San Pedro cabeza de ellos y Vicario suyo en la Tierra para que gobernarse la Iglesia y, como tal, fuera reconocido por los mismos Apóstoles […]. A los Apóstoles les sucedieron en su sagrado ministerio los obispos, y a San Pedro los papas. Después de los Apóstoles han gobernado y gobernarán siempre la Iglesia los pontífices y los obispos».

Una única Iglesia visible, bajo un solo Papa y extendida por todo el mundo hasta la consumación de los siglos y sin que le falten pastores

Finalmente, en el capítulo XXXI, Características que distinguen a la Iglesia de Jesucristo, especificaba: «Lo que caracteriza principalmente a la Iglesia de Jesucristo es su visibilidad, que tiene por objeto que se la reconozca a lo largo de todos los tiempos y en medio de todas las sociedades que se enorgullecen de ser cristianas […]. Jesucristo compara en el Evangelio a la Iglesia con una montaña, una casa, un campo, una elevada columna, una ciudad fortificada; siempre cosas visibilísimas […]. No puede haber más iglesias, porque Jesucristo fundó solamente una […]. La unidad de la Iglesia consiste en la unidad de los pastores, o sea la unidad de los obispos con el Papa y entre ellos […]. La Iglesia está extendida por todo el mundo y ha de durar hasta el fin de los tiempos […]. La Iglesia siempre fue gobernada por los sucesores de los Apóstoles y de San Pedro, ininterrumpidamente, y así deberá ser hasta el fin del mundo […]. Estas características distinguen únicamente a la Iglesia de Roma […]. Por último, San Jerónimo nos enseña que, del mismo modo que quienes no estaban en el Arca de Noé perecieron en el Diluvio Universal, igualmente se perderán para siempre quienes quieran vivir fuera de la Iglesia Católica».

Tercera parte: el catecismo del cardenal Pietro Gasparri

«Jesucristo ha querido que la Iglesia sea gobernada por la autoridad de los Apóstoles con San Pedro a la cabeza, y por sus respectivos legítimos sucesores» (nº 134).

El verdadero Jefe de la Iglesia Católica es Jesucristo en persona, que de forma invisible vive en ella, la dirige y lleva a sus miembros a la unidad en Él.

El Papa o Romano Pontífice es la cabeza visible de la Iglesia y el Vicario de Cristo en la Tierra, ya que una sociedad visible necesita una cabeza visible (nº 137).

El cuerpo de la Iglesia está constituido por los fieles, el gobierno externo, la enseñanza externa, la profesión externa de la fe, la administración de los sacramentos y la liturgia (nº 142).

El alma de la Iglesia está constituida por el principio invisible de la vida sobrenatural; esto es, por la asistencia continua del Espíritu Santo, el principio de autoridad, la obediencia interna a los legítimos pastores y la gracia santificante (nº 143).

La Iglesia es el medio necesario para la salvación eterna, porque en ella y por ella se nos aplican los frutos de la Redención.

La verdadera Iglesia de Cristo se distingue de las falsas observando cuál está gobernada por el sucesor de San Pedro, es decir el Romano Pontífice (nº 146). Es más, habiendo edificado Jesucristo la Iglesia sobre San Pedro, se desprende que la auténtica Iglesia de Jesucristo es solamente la que es dirigida y gobernada por el legítimo sucesor de San Pedro, que es el Romano Pontífice (nº147).

Conclusión

Basados en lo que nos enseñan Don Bosco y San Pío X, podemos concluir que ninguna iglesia fuera de la romana puede ser la que fundó Jesucristo, al carecer de las notas que distinguen a la verdadera. Por eso, todas las que están separadas de Roma son falsas y no son la auténtica fundada por Nuestro Señor.

La Iglesia de Cristo no es meramente espiritual, invisible, interior o pneumática. Ésa es la herética doctrina de los protestantes, que presentan a la Iglesia como una sociedad de puros santos formada por las almas (que por ser espirituales son invisibles), las cuales profesan la fe en Cristo por encima de toda estructura visible.

Indudablemente, la Iglesia de Cristo es un misterio sobrenatural o místico que viene de Dios y lleva al Cielo (Ef., 5, 32), pero eso no excluye que sea también visible. O sea, que es también un cuerpo (Ef., 5, 32), es decir que tiene sus componentes humanos (jefe y súbditos), sus medios (magisterio, imperio y santificación): es más, los hombres no somos ángeles. Por esa razón, la Iglesia de Cristo tiene que ser visible y no meramente espiritual. El Verbo se encarnó, la Iglesia se ha encarnado y el hombre es un alma encarnada. Dado que según la definición de San Roberto Belarmino recogida por el Magisterio, la Iglesia es la «sociedad constituida por los fieles bautizados que profesan una misma fe, participan de los mismos sacramentos y están sometidos a sus legítimos pastores, de manera especial al Romano Pontífice», es inevitable llegar a la conclusión de que la Iglesia es visible; de lo contrario habría que renunciar al concepto de Iglesia como sociedad de hombres militantes y creyentes en Cristo.

Ahora bien, a toda sociedad compuesta de hombres le faltaría su causa formal si careciese de una autoridad que mantuviera el orden en la causa material (los fieles) y le proporcionara unidad. De hecho, 1) cuando no hay autoridad, los hombres se dispersan, cosa que hoy salta a la vista. Por otra parte, 2) la sociedad está formada por muchos hombres que deciden unirse bajo una autoridad con miras a alcanzar unos fines comunes. De ahí que sin autoridad no haya sociedad.

La Iglesia es una grey, una sociedad que no sólo debe ser gobernada o dirigida, sino que también es una escuela a cuyos alumnos hay que instruir en la verdad que reveló Jesús. Ahora bien, es inconcebible una escuela sin un maestro que enseñe y unos alumnos que aprendan. El maestro no es un libro, sino un hombre que existe en acto, de carne y hueso, y que explica el libro y responde a las preguntas de los alumnos. Por eso, además de la divina Revelación (la Sagrada Escritura y la Tradición divina apostólica) es necesario un magisterio que interprete y explique la Revelación. Ese magisterio no deberá añadir nada propio; su misión consistirá en transmitir y defender hasta el fin del mundo el depósito revelado y profundizar en él. Sólo a lo largo de la cadena ininterrumpida de obispos (episcopado subordinado) y pontífices (episcopado monárquico) sucesores de los Apóstoles y San Pedro podremos mantener la conexión con Cristo y con su Iglesia.

La Iglesia, además, administra la vida espiritual y sobrenatural que nos alcanzó con sus méritos el Sacrificio de Jesucristo mediante el poder santificador o sacerdocio que otorgó Jesús, junto con el gobierno y el magisterio, a los Apóstoles guiados por San Pedro.

Sin vida sobrenatural, el magisterio y el gobierno no tendrían razón de ser, porque la finalidad de la Iglesia es la salvación de las almas: Salus animarum, suprema lex Ecclesiae. De ahí que, si la Iglesia enseña una verdad y gobierna sobre las almas, es para llevarlas al Paraíso por medio de la Gracia o vida sobrenatural, que es el principio de la gloria del Cielo.

Por lo cual, a pesar de la debilidad del elemento humano al que Jesús confió autoridad para enseñar, gobernar y santificar, por lo que se refiere a la sustancia durará para siempre en la Iglesia universal (católica en el tiempo y el espacio).

Siempre y en todo el mundo, no sólo donde se encuentren los centros de un movimiento cultural y religioso, habrá de subsistir un un poder para santificar las almas mediante los sacramentos. Si, por decir un disparate, la mayor parte de las almas de casi todo el mundo durante mucho tiempo, sin culpa alguna, no tuvieran posibilidad de santificarse por medio de los sacramentos, las puertas del Infierno habrían prevalecido sobre la Iglesia visible y jerárquica que fundó Jesús, pues los sacramentos son uno de los tres medios que, junto con el Credo y los mandamientos, garantizan la divinidad y la santidad de la Iglesia. Por eso, los frutos del Sacrificio de la Cruz han de ser aplicados por obispos y los sacerdotes de carne y hueso hasta el fin del mundo, en el mundo entero y a todas las almas bautizadas que lo deseen y no tengan impedimento para ello.

Es, además, precisamente en los sacramentos donde se constata y percibe claramente el aspecto externo y visible de la Iglesia. Materia y forma, gracia y naturaleza, lo visible y lo invisible, son cosas que están esencialmente unidas en los sacramentos. La misma composición se da en la Persona del Verbo Encarnado (verdadero Dios y verdadero hombre) y en la Iglesia (Cuerpo Místico), cosa que fue negada 1º) por los docetistas, para los cuales Jesús era sólo Dios y pareciendo hombre no lo era, y 2º) por los protestantes, para quienes la Iglesia es puramente espiritual.

«El sacramento del Orden consagra con un rito externo las cabezas y dirigentes de la Iglesia, que poseen plena potestad para santificar y gobernar. Sin ellos no tendríamos la Presencia Real de Cristo, es decir la fuente de la santificación de las almas: Dios dejaría de habitar en la Tierra. No se concibe la Iglesia sin sacerdocio, ya sea como sociedad mística de redimidos (mediante el poder para santificar), ya como sociedad jurídico-religiosa y humana (mediante el Magisterio y el gobierno). Además, tanto el sacerdocio como el Magisterio y el gobierno de la Iglesia están en manos de los sucesores de San Pedro (los papas) y los Apóstoles (los obispos). La Iglesia comienza y culmina por el sacerdocio y en el sacerdocio. Sin sacerdocio no hay Iglesia».1

La Iglesia es jerárquica; con todo, no es sólo docente, santificante y gobernante (con el Papa y los obispos), sino también discente, santificada y gobernada (sacerdotes y fieles). De hecho, una jerarquía sagrada sin fieles vendría a ser como un rey sin súbditos, como una cabeza sin cuerpo. Y por su parte, sin jerarquía los fieles serían como un cuerpo sin cerebro o un rebaño abandonado y sin pastor, de forma parecida a lo que pasa hoy, que cada oveja va donde quiere.

San Pablo enseña: «Son muchos los miembros, pero uno solo el cuerpo. Ni puede el ojo decir a la mano: no te necesito; ni tampoco la cabeza a los pies […]. Los miembros que parecen ser más débiles, son los más necesarios […]. Dios combinó el cuerpo […] para que no haya disensión en él , sino que los miembros tengan el mismo cuidado los unos por los otros. Por donde si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros; y si un miembro es honrado, se regocijan con él todos los miembros» (1 Cor., XII, 4-20).

El Papa es la cabeza, pero no es todo el cuerpo; los obispos son el corazón, pero tampoco son todo el cuerpo, ni siquiera la cabeza, que gobierna también el corazón. El Sumo Pontífice monárquico (Pedro, cabeza de la Iglesia) y el episcopado a él subordinado (los obispos sub Petro) son esenciales para la Iglesia que ha querido Jesús, pero también lo son los fieles, aunque de un modo menos noble que los pastores.

Si la Iglesia se instituyó para llevar la Redención a todos los hombres de todos los tiempos hasta el fin del mundo, no puede menos que ser visible en acto y tener una jerarquía formalmente visible, junto con pueblo de fieles visibles a todos, unos sacramentos visibles y una fe y una moral que sean visibles y cognoscibles para todos, no apenas a unos metafísicos o elegidos, y eso todos los días y hasta el fin del mundo.

Jeronimus

1 R. SPIAZZI (edición de), Enciclopedia del Cristianesimo, Roma, Paoline, 1958, vol. III, La Chiesa, p. 48.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

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