El Sacerdocio (I)

(10, Junio, 2015)

Introducción

Queridos hijos e hijas:

En el día de hoy se cumplen cincuenta y nueve años desde mi ordenación como sacerdote. Una buena ocasión, por lo tanto, para hablar del ministerio sacerdotal.

Comencemos reconociendo que Nuestro Señor Jesucristo, al encomendar a algunos hombres, elegidos por Él, la misión de llevar a cabo el ministerio sacerdotal, cargó sobre sus hombros una tarea extraordinariamente pesada. El oficio de evangelizar y continuar en el mundo su misma misión —Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros[1]— es tan duro y difícil como que es capaz de superar las fuerzas de cualquier hombre. A menos que esté dispuesto a obedecer por amor el mandato recibido y se disponga a recibir las gracias suficientes que le proporcionen las fuerzas necesarias para cumplirlo.

Que nadie espere que los simples fieles puedan comprender la magnitud de un problema que, para la vida de cualquier sacerdote, bien podría ser calificado de tragedia. Aunque, en realidad, tampoco estarían obligados a hacerlo. Ni siquiera los sacerdotes jóvenes pueden llegar a hacerse cargo de la terrible carga que les aguarda, y es bueno que así sea; Dios es tan bondadoso que envuelve en la suave neblina de la ilusión de los primeros tiempos los graves dolores y sufrimientos que van a suponer para ellos compartir con Jesucristo el peso de la Cruz. Algo semejante a lo que sucede con la alegría de los primeros momentos de las nupcias, en donde nadie para mientes en las cargas y duros momentos que luego va a traer consigo el matrimonio.[2]

De todos modos, es la del sacerdocio una labor de inmolación total, aceptada por amor al mismo Jesucristo y por extensión a todos los hombres, con el absoluto olvido de sí mismo por parte del sacerdote.

Quien esté dispuesto a emprender tan increíble Aventura no puede hacerlo sino impulsado por el amor. Pues no puede existir otro impulso que sirva de motivación, y aun éste es más que sobrado y suficiente. Si es cierto que bien puede decirse que el ser humano fue hecho para amar, aún lo es más que solamente puede acceder al sacerdocio quien sienta ansias por enamorarse de Jesucristo Señor. Y siempre con la confianza puesta en la ayuda de la gracia, sin la cual sería locura emprenderla e imposible llevarla a cabo.

Una de las ocasiones en las que el ser humano siente más en propia carne lo menguado de sus limitaciones, es con respecto a la descripción de las realidades sublimes. Que precisamente por sublimes son difíciles de expresar, y más aún cuando alcanzan el más allá de lo sobrenatural, que es cuando se ha tropezado con lo imposible. Queda el recurso de la Poesía, que al acudir sofocadamente en auxilio de la Prosa, sólo logra coser remiendos en el paño de una narración que no consigue disimular los arreglos. A mi manera, yo también compuse en tiempos una estrofa referente al Sacerdocio que decía así:

Hablarlo sin vivirlo es triste cosa,
vivirlo sin hablarlo es lo sublime;
Tú que velas mis sueños, ven y dime
cómo alcanzar esa existencia hermosa. 

 

Y efectivamente que es triste y fútil cosa la de intentar hablar del Ministerio Sacerdotal sin vivirlo según Cristo. Cualquier discurso que se pronuncie en ese caso se reducirá a una colección de tópicos y de palabras vacías y sin sentido.

Pero vivirlo sin hablarlo y sin alardes, calladamente y en la humildad de una vida oculta y entregada, es lo realmente sublime. Y lo que ocurre con las cosas sublimes es que son bastante difíciles de explicar. Y más todavía cuando lo sublime raya los límites de lo que parece inalcanzable, que es entonces cuando hablar de él se convierte en tarea casi imposible de realizar. Y si no obstante se hace, o al menos se intenta, es por la confianza puesta en la gracia de Dios y —como sucede en este caso— por obediencia al imperativo de predicar, que es una de las más pesadas cargas que Jesús ha puesto sobre los hombros del sacerdote.

Cuando vuelvo atrás la mirada, considerando los tiempos que precedieron a mi ordenación sacerdotal, vienen a mi mente los dulces recuerdos de la juventud. Los cuales hubieran sido, sin duda alguna, los más felices de mi vida, de no ser porque son superados con creces por los que ahora experimento en la ancianidad. Seis años en el Seminario, durante los cuales llegué a pensar que nunca verían su fin. Transcurrían pausadamente, uno tras otro, mientras a mí me consumía la impaciencia y la ilusión por llegar a una meta que cada vez me parecía más lejana. Años, meses y semanas se sucedían en un desfile cada vez más lento que yo contemplaba con ansiedad, hasta llegar a las últimas veinticuatro horas de la víspera soñada de la ordenación.

Pasó el tiempo y las cosas fueron apareciendo bajo otra perspectiva, no ya diferente, pero desde luego más completa. Al fin y al cabo es lo propio de la naturaleza humana, la cual va madurando en el individuo a medida que crece y se desarrolla hasta adquirir una mayor capacidad de juicio y de discernimiento. Lo mismo ocurrió también con Jesucristo Hombre, de quien dice el Evangelio que crecía en edad, en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres.[3] Es por eso seguramente por lo que un sacerdote joven posee una idea del Sacerdocio que es tan correcta, adecuada y justa…, como incompleta. Muy diferente de la adquirida cuando se llega a una edad tan avanzada como la mía, que ha visto transcurrir tantos años de ministerio sacerdotal: cincuenta y nueve años de trabajo pastoral bien puede decirse que son bastantes años, y hasta más que suficientes para pensar en el Sacerdocio con más profundidad.

Un sacerdote joven, recién estrenado en las tareas del ministerio, piensa acertadamente y con ilusión en su Sacerdocio. Considerando su vida futura como una serie de actividades llevadas a cabo por la salvación de las almas, y siempre con entusiasmo. Trabajando como instrumento fiel a la Iglesia, a la mayor gloria de Dios, y consiguiendo así rescatar del pecado a un sinnúmero de almas. Ilusiones todas ellas propias de la juventud…, y tan correctas como incompletas.

Pero pasan los años y llega un momento en el que se llega a comprender que el Sacerdocio es una carga mucho más pesada y difícil de lo que cualquiera podía haberse imaginado. Una tarea que sin embargo había sido encomendada por Dios al sacerdote, como continuador que es de la misma misión de Jesucristo; pero en la que cuenta para realizarla con el hecho de vivirla por Él, junto a Él y con Él. Con el transcurso del tiempo, las muchas actividades del ministerio —el culto, la predicación, el confesonario, la visita de enfermos, la catequesis y las diversas actividades pastorales y parroquiales— siguen siendo consideradas y valoradas como trabajos irremplazables que son. Aunque también se va aprendiendo a la vez que lo más importante de todo, y en realidad lo único esencial, es el amor a Dios. Y si bien es verdad que tal actitud supone un grado más elevado de madurez en la vida de cualquier cristiano, con mucha más razón puede afirmarse tal cosa de la del sacerdote: un hombre al fin y al cabo entresacado de entre los hombres (Heb 5:1) para ser otro Cristo.

Y efectivamente, porque el amor a Dios es lo único y lo más importante. Cuando, según cuenta el Evangelio, Marta se quejaba a Jesús de que su hermana María la había dejado sola con las tareas de la casa, el Maestro le contesta: Marta, Marta, andas demasiado atareada, cuando en realidad una sola cosa es necesaria, añadiendo queMaría había escogido la mejor parte.[4]

Un texto sobre el que se ha venido discutiendo durante siglos. Con respecto a la distinción entre vida contemplativa y vida activa, acerca de a cuál de ellas habría que dar la preferencia. Y como era de esperar, la Doctrina ha optado siempre por conceder prioridad a la vida contemplativa sobre la activa, teniendo en cuenta lo que se desprende del texto, pero sin dejar de reconocer al mismo tiempo la importancia y necesidad de la acción apostólica.[5] De todos modos la discusión es un tanto baladí, puesto que no tiene porqué existir incompatibilidad alguna en la existencia cristiana entre la vida de acción y la de contemplación.

Sea de ello lo que fuere, una cosa queda bien clara según las palabras del Señor, cual es la de que sólo una cosa es necesaria. En referencia clara a lo que ha de ser el amor por Jesucristo hasta la locura. Hasta que el sacerdote llega por fin a darse cuenta —a través de muchos trabajos, vicisitudes y sufrimientos soportados por amor a Dios y a las almas—, cuando tal idea ha arraigado profundamente en su corazón en grado suficiente como para determinar su vida…, de que todo lo demás viene solo. Y en definitiva descubre que la vida de la oración, de intimidad, de cariño, de amistad y de tú a tú con Jesús, es lo único esencial.

Decía Jesucristo, refiriéndose a las preocupaciones acerca de las necesidades de cada día o del mañana (comida, vestido, etc.): Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura.[6] Donde es de notar, en primer lugar, que el adverbio primero puede entenderse como lo que ocupa el prime espacio en un orden de sucesión; pero aún más propiamente como lo que es principal o esencial. Y en un segundo término, según las palabras textuales del Señor, que todo lo demás os será dado por añadidura; donde no dice podréis conseguirlo o algo semejante, sino sencillamente que os será dado.

Lo que viene a confirmar, sin que tal cosa suponga el abandono de las necesarias actividades, la evidente realidad de que un sacerdote enamorado de su Señor, enteramente fiel a sus enseñanzas, pronto recoge el fruto de sus esfuerzos. Sencillamente y sin más. Y al revés, pues las actividades realizadas sin amor al Señor, o con un amor insuficiente, resultan absolutamente infructuosas.

Y aquí la pregunta que un sacerdote anciano se hace con frecuencia: ¿Que tendría yo que haber hecho en mi vida sino amar a Jesucristo, y cada vez más y más ardientemente…? Y como por paradoja, a medida que avanza la ancianidad va entendiendo —o al menos así aparece ante su pensamiento— que su ansiedad por amar a su Maestro no consigue apagar el sentimiento de que lo ama cada vez menos. E incluso cuando el camino se va acortando para alcanzar la Meta, más inaccesible parece vislumbrarla en una angustiosa lejanía. Y con todo, prosigue incansable en su corazón la lucha por amar a Jesús, como dice el mandamiento, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente,[7] con la clara idea de que todo lo demás ha sido tiempo perdido:

En lágrimas bañado
llora mi corazón, de amor herido,
en penas angustiado
del tiempo que ya es ido
y por faltar amor ya se ha perdido. 

 

Y amar no de cualquier manera, sino como Jesús, que habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.[8] Hasta haber hecho propia la vida del Maestro y haber convertido en realidad en sí mismo las palabras de San Pablo: Porque vivo yo, pero ya no soy yo quien vive, sino Cristo en mí. Y con esto, todo habría valido la pena.

La gran desgracia del Protestantismo, que en los momentos actuales es también la de gran parte de la Pastoral de la Iglesia e incluso la de una inmensa mayoría de sacerdotes católicos, ha consistido en desconocer que el sacerdote es diferente de sus hermanos los hombres —entresacado de entre los hombres[9]—. Cosa que efectivamente constituye para la vida de un sacerdote una auténtica tragedia (Bernanos lo expresó muy bien en suDiario de un Cura Rural); pero que es a la vez la gloria que lo eleva y la desgracia que lo inmola, al sumergirlo en el dolor profundo de una existencia de Cruz que es a la vez la promesa de un fruto abundante. El sacerdote que engañado por las falacias del mundo se empeña en aparecer como igual a los demás hombres (pensando, quizá, en un apostolado más provechoso o tal vez empujado por la relajación a que da lugar el abandono de la vida interior), acaba siendo fagocitado por el entorno y en el ridículo histrión en que él mismo se empeñó en convertirse.

(Continuará)

Padre Alfonso Gálvez

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[1] Jn 20:21.

[2] De ahí que la falta de ilusión de los comienzos es un indicio, o preludio cierto, de que tampoco va a existir después el compartir la Cruz del Señor. Es una señal anticipada, por más que segura, del fracaso total de un sacerdocio.

[3] Lc 2:52.

[4] Lc 10:41–42.

[5] Una excepción a anotar aquí son las aberraciones de la teología modernista, hoy imperante en la Iglesia, que han propugnado el desprecio de la oración y especialmente de la contemplativa.

[6] Mt 6:33.

[7] Mt 22:37.

[8] Jn 13:1.

[9] Heb 5:1.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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