El silencio cómplice de los obispos italianos o, mejor dicho, de una confusa y poca clara Conferencia Episcopal Italiana, sobre el tema de las iglesias cerradas y los sacramentos prohibidos ha provocado, y continúa provocando, el escándalo de los fieles, incluso de los más ingenuos y menos fervorosos.
Entonces es útil repasar los desafortunados principios de la colegialidad, que, a partir del Vaticano II, han experimentado una escalada de la que ahora todos constatamos los trágicos resultados. El teólogo dominico, P. Roger Thomas Calmel, después de la última asamblea conciliar, había previsto la desgracia que se abatiría sobre la Iglesia en nombre de la colegialidad. En su Breve apología de la Iglesia de siempre, escribe: «El Señor ha querido autoridad personal en su Iglesia y la instituyó personal. En cambio, después del Concilio (Vaticano II, nota del editor), asistimos a un gigantesco intento de despersonalizar la autoridad: personal como lo es por derecho divino y la vemos parlamentarizarse, colegializarse, se podría decir sovietizarse.». Las Conferencias Episcopales en cada país no son sino la consecuencia de este proceso de sovietización, que subvierte desde los mismos cimientos la estructura de la Iglesia deseada por el Señor. «Él, continúa el P. Calmel, ha dotado a esta Iglesia de poderes particulares con vistas a la santidad. Esos poderes son jerárquicos, avalados, personales; […], estos poderes están en manos de determinada persona (vulgar o noble, santo o mediocre); en cualquier caso una persona personalmente responsable; estos poderes no pueden ser transferidos a ninguna de esa múltiple variedad de organizaciones de tipo rousseauiano y masónico». Esto se debe a que el régimen de la asamblea democrática «es ajeno al Reino de Dios». Con este régimen «aquellos que de hecho ejercen la autoridad normalmente tienen los medios para eclipsarse a sí mismos. Los poseedores oficiales del poder, de hecho, son hipócritamente despojados del poder efectivo. El poder real se transfiere a autoridades paralelas, irresponsables y evasivas. Es por eso que la democracia de Rousseau es un régimen de mentiras y es intolerable en la Santa Iglesia, en el Reino de toda verdad, incluso más que en los reinos de este mundo«.
De hecho, ¿qué sucede cuando actúa una asamblea? Pero antes que nada ¿qué es la asamblea? «La asamblea significa todos y nadie», responde el P. Calmel. «En cada asamblea plenaria colegiada, la demolición de la doctrina, la moral y la liturgia progresó considerablemente. ¿Pero quién es el demoledor? Todos los obispos o casi todos, si consideramos el mecanismo de la mayoría de los sufragios, pero un pequeño número difícil de identificar, si se tiene en cuenta la determinación personal, deliberada, ponderada y calculada. Y es precisamente en esto que el sistema colegiado es hipócrita y antinatural: exime a cada uno de su propia responsabilidad individual y del remordimiento que quema de forma intolerable, pero al mismo tiempo y en virtud del mismo mecanismo, hace que todos cooperen con las peores fechorías, a la instalación de una falsa religión cristiana bajo una máscara cristiana». A pesar de ello, todo Obispo debe ser consciente de que «es él quien es elegido, honrado con este signo, investido con esta misión divina: él, y no un grupo anónimo».
Por lo tanto, el Obispo, lo quiera o no, sea consciente o no, es y sigue siendo el único pastor de su diócesis, evidentemente bajo la autoridad del Papa, de quien deriva su autoridad.:El segundo domingo después de Pascua, el Evangelio nos presentó la figura noble y fuerte del Buen Pastor «que da la vida por sus ovejas» (Jn. 10,11), contrapuesta a la del mercenario, que «viendo venir al lobo abandona las ovejas y huye» (Jn. 10,12). Este pasaje del cuarto Evangelio fue comentado con mano despiadada por el gran Obispo de Hipona, el cual se pregunta: «¿Quién es el mercenario que ve venir al lobo y huye? Quien busca sus propios intereses, no de los de Jesucristo, y no tiene la valentía de reprender públicamente a aquel que ha pecado (cfr. 1 Tim 5, 20). Por ejemplo, uno ha pecado, ha pecado gravemente; merece ser reprendido y tal vez excomulgado; pero excomulgado, se convertirá en un enemigo, causará problemas y, si puede hará el mal. Ahora, quien busca sus propios intereses y no de los Jesucristo, para no perder aquello que guarda en el corazón, para no perder las ventajas de la amistad de los hombres y para no incurrir en el acoso de su enemistad, no interviene» (Comentario al Evangelio de San Juan, Homilía 46, 8). He aquí pues descrito el rostro del mercenario: es el pastor que cuida de sus propios intereses y pro bono pacis calla. Veámoslo en acción: «Sí– escribe San Agustín – el diablo agarró a la oveja por el cuello, el diablo empujó al fiel al adulterio (o cualquier otro pecado grave ndr) tú cállate, no levantes la voz. Mercenario que eres has visto venir al lobo y escapaste. Tal vez él dirá aquí estoy, no me escapé. No, huiste, porque has callado; y has callado porque has tenido miedo. El miedo es la fuga del alma. Con el cuerpo te has quedado, pero con el espíritu has huido». Callar por miedo, según San Agustín, equivale a huir, y quien huye (aunque sea solo con el alma no el cuerpo) es un mercenario, porque «no tiene interés en las ovejas» (Jn.10,13).
En esta pandemia, el silencio mendaz parece ser la característica más perturbadora de nuestros obispos, salvo pocas excepciones, demasiado tímidas y demasiado tardías. Pero este silencio es solo un «escape del alma», que convierte a los pastores en mercenarios.
Tal hallazgo asustó al Cardenal Biffi, quien como párroco, por lo tanto mucho antes de recibir el birrete episcopal y luego el cardenalicio, describió la figura del Obispo con su pluma ingeniosa y afilada en estos términos irónicos pero terriblemente verdaderos: «La conducta del obispo rara vez tiene la marca del genio en evidencia: con frecuencia aparece sin lógica interna, sin ímpetu, sin iluminación. […] A veces hay que seguir a un obispo que no va a ninguna parte y, más que caminar, simplemente se mantiene de pie. Sin decir que si el obispo, como más a menudo ocurre, no sabe que hacer, siento que es simpático y verdaderamente hermano, pero no veo por qué debería dirigirme en lugar de ser dirigido» (Quando ridono i cherubini -Cuando se ríen los querubines, Bolonia 2006, p. 87). El retrato no puede ser más realista aunque inclemente. A quien se quejaba de no tener más que un burro como Obispo, el párroco Biffi, que ahora se convirtió en Obispo y Cardenal, invitó con su inconfundible ironía a no detenerse en la burricie de los Obispos, sino a admirar el sabio diseño de ¡Dios, quien en Su omnipotencia logra hacer Obispos incluso a los burros!
Y esto por una razón muy elemental: necesitamos Obispos. La Iglesia es la Inmaculada Esposa del Cordero, pero en la tierra es visible y tiene una estructura organizada. «No se está obligado a amar las estructuras», dijo. «Es como el sistema óseo de nuestro cuerpo: nadie se enamora del esqueleto de una mujer, pero nadie se enamoraría de una mujer si no lo tuviera.» (p. 88). Necesitamos Obispos, porque necesitamos la visibilidad de la Iglesia. Por supuesto, el escenario que tenemos ante nosotros no es muy consolador: las Conferencias Episcopales pasivamente inclinadas ante los poderosos de la tierra. Individualmente, los Obispos se parecen más a los mercenarios que a los pastores o se han convertido ellos mismos en los lobos de su rebaño … Entonces, ¿estamos ante una Iglesia en crisis? De nuevo, el Cardenal Biffi respondió: «La Iglesia se funda en el evento de Cristo, la encarnación de la muerte y la resurrección. Un hecho no entra en crisis».
Así es, nuestra fe teológica se basa en un hecho sucedido, indeleble y destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo. Ningún Obispo, y ni siquiera una Conferencia Episcopal completa, aunque haya apostatado de la verdadera fe, puede menoscabar este evento supremo, ni siquiera ligeramente. Entonces, si nos encontramos con Obispos burros, contemplaremos con el Cardenal Biffi el designio misterioso y abarcador del Padre, que se dignó elevar al Episcopado también a estos graciosas criaturas. Si son mercenarios, no los seguiremos, pero los incluiremos en nuestra oración fraterna y misericordiosa, conscientes de que el juicio de Dios que pende sobre ellos es muy severo. Si lamentablemente se convierten en lobos, les agradeceremos bendiciendo al Señor, como los mártires dieron gracias a los propios verdugos, porque nadie como ellos tiene el poder de hacer de nosotros nuevos mártires. Aunque tengamos que alejarnos de ellos, nuestra más profunda gratitud se dirige hacia ellos, por ser herramientas inconscientes pero muy efectivas de nuestra gloria eterna.
Finalmente, nuestra fe debe ir más allá del mundo visible y, como escribió una vez el P. Calmel, vivir con la certeza de que «el Señor nunca permitirá que prevalezcan la colegialidad y la democratización. No lo permitirá porque siempre concederá a su Iglesia, para seguir siendo santa, es decir, para administrar los sacramentos y santificar las almas, la cantidad indispensable de poder jerárquico y poder sacerdotal ordinario (aunque mínimo, ndr). La Virgen elevada al cielo, y quien nunca deja de interceder por la Iglesia de su Hijo, siempre está segura de ser escuchada. Se nos permite dirigirnos a Ella diciendo: Regina pastorum, omnium ora pro nobis, Reina de todos los pastores, ruega por nosotros».
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