El Vaticano II, la piedad, y un católico obediente

Liberales y modernistas de todos los tipos intentan defender su propia identidad como católicos apelando a la infalibilidad. Tal recurso no es un afán por salvaguardar la Tradición de la fe, sino más bien un esfuerzo por excusar la propia conciencia de la obediencia a los Padres de la Iglesia y al Magisterio. Tal apelación usualmente asume la siguiente forma: cuando a un católico liberal se le presenta una doctrina acerca de la usura enseñada por Benedicto XIV, o una doctrina acerca de la Iglesia y el Estado dictada por Gregorio XVI, este liberal replica con su maniobra distractiva preferida: “¿Es esa enseñanza infalible?”

Esta pregunta resulta increíblemente eficaz debido a su relevancia a los efectos de la discusión acerca de la doctrina de la Iglesia, pero también oscurece y esconde las obligaciones de los católicos con respecto a la Iglesia. Está vinculada de tal modo a la pregunta que no se puede dejar de lado, pero divierte la conversación en una dirección en la que los liberales están más cómodos -aquella en donde los liberales pueden salirse con la suya. Se trata del fenómeno del “catolicismo de cafetería” en donde una persona escoge y selecciona lo que desea creer como católico. Esto quedó tipificado en la frase del conservador católico William F. Buckley: «Mater si, Magistra no” (Madre sí; Maestra no).

Por otra parte, el católico piadoso que busca convertir a su hermano del liberalismo y del modernismo, actúa más con base en sentimientos e intuición que sobre distinciones teológicas. Sabe que se debe obedecer a la Iglesia y sabe asimismo que las doctrinas del Pian Magisterium exponen las doctrinas perennes  de la Fe, pero cuando es confrontado con la cuestión de la infalibilidad se enfrenta con una dificultad. Conoce lo suficiente como para decir que Benedicto XIV y Gregorio XVI nunca enseñaron infaliblemente, pero de algún modo siente que, a pesar de ello, se les debe todavía obedecer. Al mismo tiempo, puede estar enredado en el espíritu falso del Vaticano I, el cual extiende la cuasi infalibilidad  a cada palabra y obra de cada pontífice. Así que no le puede responder al liberal quien lo atrapa con una apelación a la infalibilidad, y, de este modo, el liberal puede alegremente descartar la enseñanza de estos papas en razón de que “Un católico no está obligado a asentir a enseñanzas que no son infalibles. Y si no son infalibles pueden, por definición, estar erradas. En consecuencia, no me obligan a dar mi asentimiento”.

Este tipo de recursos emocionales y cuasi teológicos de ambos lados parecen dominar en gran medida el discurso católico. Dicho género de parloteo cobra fuerza cada vez que hay alguna controversia en la narrativa postconciliar, bien sea del lado liberal o del lado ortodoxo. La “narrativa” en cuestión es la competencia entre las distintas partes por definir lo que el Concilio Vaticano II enseña y qué significa eso para la Iglesia. Estamos viendo surgir nuevamente este discurso a raíz de las controversias recientes con Viganò.

El liberal afirma que lo que el Pian Magisterium enseñó acerca de la sociedad y la política no era infalible; por consiguiente, debemos adherirnos al gran optimismo del Vaticano II acerca del mundo moderno. De esta manera, el liberal puede guardar obediencia a la Tradición sin otorgarle a la Tradición su asentimiento. Puede saludar a la Tradición y continuar luego con el programa.

La respuesta del católico, por otra parte, puede también fallar. Puede ser tan crítico del Vaticano II que afirma la existencia de un “sedeprivacionismo” de facto: el Magisterio fue eclipsado en 1958 y dejó de tener autoridad para enseñar la Fe debido a su adhesión al Vaticano II. Todo clérigo que, de algún modo, acate el Vaticano II es invariablemente un herético y un Modernista. Y esto se debe a que las doctrinas del Pian Magisterium son vinculantes, si no infalibles y, por lo tanto, el Vaticano II es un sínodo de ladrones.

La solución para esta confusión es reestablecer las distinciones teológicas correctas que son necesarias para discutir estos asuntos. El aspecto más importante de todo esto es el análisis de las virtudes involucradas. La virtud fundamental es la virtud de piedad que implica darle a los padres de uno y a las demás autoridades la reverencia que les es debida. Esto es lo que hace que un niño obedezca a su madre, que una esposa obedezca a su marido y que una familia obedezca a la Iglesia. La piedad es de tal modo evidente para los Padres de la Iglesia que la dan por descontado. Al hablar contra los heréticos de su tiempo, San Basilio asume la piedad con relación a la Tradición tanto escrita como no escrita:

De los dogmas y el kerygma [predicación] en la Iglesia, algunos provienen de la enseñanza escrita y otros los recibimos de la tradición de los apóstoles, que nos fue entregada en misterios [ritos sacramentales]. Con respecto a la piedad ambos tienen la misma fuerza.  Nadie contradecirá ninguno de ellos, , por lo menos,nadie moderadamente versado en asuntos eclesiásticos. En efecto, si fuésemos a tratar de rechazar costumbres no escritas como no teniendo mayor autoridad, involuntariamente estaríamos lesionando al Evangelio en sus partes vitales[.] … A modo ilustrativo, tomemos un primer ejemplo muy general: ¿quién nos enseñó, por escrito, a hacer la señal de la cruz a quienes han confiado en el nombre de nuestro Señor Jesucristo? ¿Qué escrito nos enseñó a orientarnos al Este en oración? ¿Cuál de los santos dejó por escrito las palabras del Epíclesis [oración] al momento de la consagración del pan de la Eucaristía y de la Copa de la Bendición? … ¿No proviene esto de la tradición mística y silenciosa? Y ciertamente, ¿en qué texto se enseña incluso la unción con aceite? … ¿No procede ésta de la enseñanza secreta y arcana que nuestros padres guardaban en silencio[?] … Del mismo modo, los Apóstoles y los Padres de la Iglesia quienes, al comienzo, prescribían los ritos de la Iglesia, guardaban en secreto y en silencio la dignidad de los misterios. [1]

Cuando los ritos y doctrinas de la Iglesia fueron atacados, los Padres de la Iglesia no apelaron a la infalibilidad, sino a la piedad. ¿No les debemos a los padres lo que les es debido? ¿No nos exhorta San Pablo a mantener las tradiciones (II Thess. 2:15)? La Piedad es la fuerza tras la custodia de la Tradición. Esto es lo que condujo al Séptimo Concilio Ecuménico, en una época en la que los herejes destrozaban las estatuas, a declarar este anatema:

Si alguno rechaza cualquier tradición de la Iglesia, escrita o no escrita, sea anatema. 

En consecuencia, debemos guardar celosamente la Tradición y tradiciones porque tenemos la virtud de la piedad. No nos está permitido escoger y seleccionar lo que vamos a creer, como hacen los protestantes. Estamos obligados por la piedad a salvaguardar la Tradición. El Padre Ripperger lo explica de la siguiente manera:

Como católico, en todos los asuntos de religión, uno debe supeditar el propio juicio al juicio de la Iglesia, salvo que la Iglesia no haya emitido pronunciamiento alguno sobre el tema. Sin embargo, una vez que la Iglesia emite, de algún modo, un juicio sobre algo, o en caso de haber discusión sobre ese tema en alguna parte de la Tradición, estamos obligados a investigar y a someter nuestro juicio ante aquellos que están por encima de nosotros en el orden eclesiástico [.]… Uno no es nunca libre de erigirse en principio de discernimiento. Esto se deriva del hecho de que estas cuestiones atañen al intelecto, no a la voluntad. En consecuencia, son asuntos de discernimiento, no de elección. [2]

Debido a su falta de piedad fue por lo que los católicos permitieron los abusos de las últimas generaciones. Y continúa Ripperger:

La piedad es la virtud por la cual se honra a quienes están por encima de uno, así como se cuida a quienes le son confiados a una persona. Negarse a seguir la Tradición o rechazarla, como se ha observado al ver la manera en que los monumentos de la Iglesia fueron despojados impunemente durante las últimas dos generaciones, tiene su fundamento en la impiedad. Es contrario a la piedad cambiar todo constantemente, pues con ello se está rechazando la obra de nuestros antepasados. Estos se esforzaron en construir los monumentos, en obtener mayor claridad doctrinal, y en perfeccionar la disciplina de la Iglesia, así como muchísimas cosas más. Asimismo, transmitieron la Tradición intacta que les había sido encomendada y le añadieron a la Tradición cosas que pudieran facilitar nuestra comprensión, su aceptación y su práctica. Pero al rechazar y reformar extensamente lo que les había sido transmitido, las dos últimas generaciones, en efecto, han rechazado a sus antepasados y al legado que les fue entregado. Esto pone de manifiesto la negativa de someter la propia voluntad a lo que le fue transmitido[.] … Es difícil no ver en ello una violación del Cuarto Mandamiento.[3]

Esta es la razón por la que los mismos liberales que vaciaron las iglesias enseñaron también herejías: ambas acciones nacen de la impiedad. Por consiguiente, cuando iniciamos la discusión con la piedad, vemos como el modo de actuar asumido es guardar celosamente todo lo que nuestros padres nos legaron, todo, desde el depósito de la fe hasta Palestrina. La piedad gobierna todo. Una vez que comenzamos con la piedad, entonces podemos empezar a hacer las distinciones entre las notas teológicas  y los grados de certeza, así como nuestro asentimiento a las enseñanzas que son o no infalibles. La piedad no nos permite excusarnos de nuestras obligaciones hacia nuestros padres. La pregunta por plantear, entonces, se transforma en la siguiente: ¿qué hace un católico piadoso cuando es confrontado con algo que está en la Tradición? El que es piadoso, humildemente somete su juicio a sus padres. Éste es el contexto correcto para el debate acerca del Vaticano II.

Timothy Flanders


[1] San Basilio, On the Holy Spirit, (Acerca del Espíritu Santo) cap. 27. Énfasis mío.

[2] Padre Chad Ripperger, Magisterial Authority (Autoridad magisterial)  (Sensus Traditionis: 2014), 46, 52

[3] Padre Chad Ripperger, The Binding Force of Tradition (La fuerza vinculante de la tradición) (Sensus Traditionis: 2013), 51

[Traducido por María Calvani. Artículo original]

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