Elige: Ratzingeriano o Católico

1. LA HEREJÍA – LA GRAVE HEREJÍA – DEL “RATZINGERISMO”, DE LA CUAL LA CUESTIÓN DEL PARTO VIRGINAL DE CRISTO ES SÓLO UN ASPECTO, Y NI SIQUIERA EL MÁS GRAVE.

Una disputa es razonable cuando los disputantes exponen según la razón sus propios argumentos, consideran adecuadamente cada uno las razones del otro, las valoran, y después las aceptan y por consiguiente callan, reconociendo explícitamente estar en el error y agradeciendo la aclaración recibida, o demuestran con válidos contraargumentos haber efectivamente considerado adecuadamente lo expuesto por la contraparte, pero poder oponer sensatamente razones todavía más precisas, que sólo en ese caso se exteriorizan, para alabanza y gloria de la más santa verdad.

Nada de esto está sucediendo o ha sucedido en la presente disputa, llamémosla así, desencadenada por un artículo del que escribe, publicado en chiesaepostconcilio.blogspot.com el 18-10-18, pero también en finok.it y en radiospada.org, artículo extrapolado, en su núcleo, de mi reciente estudio crítico sobre la errónea y extremadamente peligrosa, y a lo largo de cincuenta años, jamás examinada por nadie, y mucho menos censurada, teología de Joseph Ratzinger, titulado Al cuore di Ratzinger. Al cuore del mondo (a partir de ahora: Al cuore; pro manuscripto, Aurea Domus, Milano 20-11-17).

El artículo tenía como tema un concepto elaborado por el muy eximio Pastor ya en 1967, planteado en primer lugar a los alumnos de su curso de Teología dogmática en la Universidad de Tubinga y más tarde en el libro que derivó de él, publicado en Alemania con el título Einführung in das Christentum: Vorlesungen über das apostolische Glaubensbekenntnis (“Introducción al cristianismo: conferencias sobre el credo apostólico”), traducido en las ediciones italianas simplemente como Introduzione al cristianesimo (a partir de ahora: Introducción).

En 2015 consideré, en efecto, oportuno escribir Al cuore para advertir al eminente Sujeto y al mismo tiempo a todos aquellos Pastores y fieles a los que podría llegar con mi publicación, de la extrema peligrosidad, repito, de las insanas doctrinas divulgadas, nunca retractadas, ante bien, directamente confirmadas por él antes del 2000 y más tarde todavía en 2016, doctrinas que se presentan como gravemente ofensivas a la majestad de Dios, tanto en su conjunto como en cada uno de los once desviados teologúmenos que he considerado poder/deber advertir en sus escritos.

Además de comprometerme con la debida cautela en el frente teológico y filosófico, en todos estos años me he esforzado para que el doble fin de mis observaciones, iniciadas con La Chiesa ribaltata (Gondolin, Verona 2014), y continuadas con Street Theology (Fede & Cultura, Verona 2016), fuese alcanzado, evidenciando con la máxima atención toda la más sentida y necesaria caritas exigida por una verdadera correctio filialis, que es el género literario que debe emprenderse en estos casos, tanto más en este supuesto, ya sea por la cada vez más veneranda edad de la Personalidad implicada in primis, ya sea por la necesaria y al mismo tiempo urgente difusión pública de la cosa, ya sea, finalmente, por el hecho de que las problemáticas elevadas no determinan simpliciter la verdad o la falsedad de una teoría, sino la vida de todos: de él, de la Iglesia, del mundo (además, obviamente, de la del que suscribe).

Todo esto no se ha hecho porque nos creamos investidos de alguna missio divina, en absoluto, sino sólo porque existe la banal pero objetiva e ineludible necesidad, fijada bien por Ez 33, 7-9 (v. § 11) ante los ojos de todo cristiano – y, cerrados o abiertos que los tenga, ella está siempre ahí –: de no incurrir, para salvar la vida, en aquella “omisión de socorro”, digámoslo así, señalada ya en la p. 353 de Al cuore y después también en el artículo Amare Ratzinger, publicado en Aurea Domus el 15-12-18.

Como en su tiempo Atanasio contra Arrio, ciertamente hoy Dios no dejará solo al profesor mons. Antonio Livi defendiendo, como inmediatamente se empeñó en hacer el muy conocido y apreciado Filósofo de Prato, mi análisis crítico sobre la teología de la eminente Personalidad eclesiástica involucrada, con importante, inmediata y viva toma de posición (y de todos modos ahora se ora y se invita a orar a todos para que el Señor conceda al Decano emérito de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Lateranense todavía mucho tiempo con nosotros, que tenemos todavía mucha necesidad de su rara finura religiosa e intelectual): habiendo leído bien mi ensayo, se expresó inmediata y netamente a su favor en el artículo L’eresia al potere publicado el 2-1-18 en el blog de Sandro Magister Settimo Cielo.

Y yo le agradezco una vez más haber estado a mi lado tan valientemente en esta delicada pero necesaria toma de posición doctrinal, y estoy seguro de que a él se unirán pronto todas aquellas personalidades católicas, eclesiásticas y laicas, que todavía reconocen en la Norma normans, como es precisamente indicado por las Sagradas Escrituras (Gál 1, 8), el único camino que se debe mantener para tener la vida, recogiendo alrededor de ella a Pastores, teólogos, obispos y cardenales, y se confía también más arriba, porque ante la que mons. Livi considera deber definir “herejía en el poder”, y que, de hecho, es una muy elaborada y herética reductio ad nihilum del Misterio de la Redención, sólo una extraordinaria y papal locutio ex cathedra puede salvar a la Iglesia.

No se pierde tampoco la esperanza de que mons. Georg Gäswein, Secretario personal del Gran Vigía, aun solicitado varias veces por quien escribe desde noviembre de 2017 para que hiciera ver aun sucintamente a su eximio Superior, de la manera más respetuosa y gentil, la realidad total y completamente herética de la doctrina enseñada por aquél desde hace cincuenta años, y habiendo recibido de él la más perentoria negativa, haga caer un obstruccionismo que, a la luz de dicho Ez 33, 7-9, para su Superior y para él mismo podría revelarse, temo, más bien nocivo, y no digo otras cosas.

¿O acaso no piensa Su Excelencia que perseverando tan mal, precisamente quien niega la existencia de ciertos lugares de castigo y quien así torpemente lo “cubre”, podrían encontrarse un día precisamente en aquellos abismos demasiado ligeramente negados?

2. UNA CUESTIÓN PRELIMINAR: EL LENGUAJE USADO POR EL PROF. RATZINGER EN SU INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO ¿ES UN LENGUAJE CATÓLICO O HERÉTICO?

Entramos ahora en el contenido de la disputa. Se nos felicita con nuestros propios críticos, in primis, por haber podido descubrir en ellos la honestidad intelectual de reconocer que la prosa usada por su Maestro en Introducción “no carece de oscuridad y tiende a ser complicada, de modo que, con la “exégesis confusa que deriva de ella, sucede que “acaba… oscureciendo incluso todo legítimo aspecto “fisico” en el nacimiento del Señor o volviéndolo poco comprensible”.

¿Y cuál es el resultado de este lenguaje que los mismos apologetas de su Autor reconocen oscuro, complicado, confuso y poco comprensible?

Es lo que merece un arte del hablar, o retórica, que Romano Amerio, v. Iota unum §§ 48-50, clavaba como un estudiado idioma hecho de un cierto léxico muy elaborado y codificado, utilizado por los neotéricos – así el célebre filósofo definía a los modernistas – para permanecer en el vago decir y no decir, quedándose al máximo en la equivocidad, en territorios donde se puede atribuir a las palabras, como sin pudor explicaba el célebre dominico holandés p. Edward Schillebeeckx, que hace cuarenta años hacía desplegarse al viento por toda la Iglesia las doctrinas más modernistas, ya sea un significado católica pero sólo vagamente correcto, ya sea un significado decididamente herético.

Se añadan a esto, en Introducción, todos aquellos recursos (ofrecidos siempre por la retórica) que pongo de manifiesto en mi estudio, al cual remito para tomar plena conciencia de ello, recursos utilizados con extrema prudencia por el fino Teólogo, y se llegará a los resultados de confusa y engañosa oscuridad, reconocida incluso por mis confutadores. Sólo a medias, es verdad, pero vamos ya por buen camino.

Pero ¿cómo pueden permitirse estos reconocer el lenguaje impropio, peligroso, no científico y, por lo tanto, últimamente inconveniente, en un trabajo que querría, sin embargo, divulgar una teología católica, o sea, que debería dar la vida, y todo esto no puede reconocerlo en cambio quien hace brotar la atroz erroneidad de los conceptos ocultos en ese mismo trabajo?

Y adviértase que quien es censurado es precisamente el único que ha señalado al eminentísimo Autor de los textos sobre los que eran dirigidas sus constataciones que la primera víctima de las impropiedades lingüístico-doctrinales era precisamente él: el Autor de dichas impropiedades.

Es un hecho que se plantea una muy extraña discriminación, por la cual algunos pueden decir lo que a otros es negado. Pero en una disputa, al menos entre católicos, es decir, en una disputa que debería plantearse según la razón, ¿los términos utilizables por unos no deberían ser indiferentemente utilizables también por los otros?

De todos modos, como está abundantemente demostrado en un libro como Al cuore, cuyo número de lectores es inversamente proporcional a la atención que debería suscitar, será arrojada luz también sobre el lenguaje absconditus de Introducción, si todavía sirven para algo los estudios gnoseológico-estéticos realizados en su tiempo por quien escribe y cuyas conclusiones nos permiten demostrar que todo pensamiento, concepto, noción, tiene un rostro completamente suyo, estudios para los cuales más tarde el profesor Livi lo quiso hospedar en sus cursos de Lógica y Gnoseología en la Lateranense, sector lingüístico-estético, y estudios cuyos orígenes teoréticos deben ser individuados estrictamente en el complejo por así decir “estético” tomístico-trinitario, y allí son incluidas, mísero Umberto Eco: con todos sus estudios, no lo había comprendido.

Una cosa es cierta: el profesor Ratzinger adscribe la filiación divina de Jesús exclusivamente a lo que él llama “un proceso sucedido… en la eternidad de Dios”, y para él el punto que debe mantenerse es precisamente este: que dicha ‘filiación divina’ “no es un hecho biológico, sino ontológico; no es un proceso sucedido en el tiempo, sino en la eternidad de Dios” (Introducción, pp. 265-6 [de la edición italiana, ndt]).

Pues bien, sería útil advertir, en el estudiadísimo lenguaje del Profesor de Dogmática en la universidad de Tubinga, una particularidad verdaderamente especial: que el Teólogo que más adelante en el libro no siente escrúpulo al albergar entre sus maestros de referencia a dos estrellas del luteranismo como Bultmann y von Harnack, defensores máximos de las heréticas categorías respectivamente del “Cristo de la fe” y del “Jesús de la historia”, en las páginas en las que ilustra las cuestiones inherentes al Misterio de la Encarnación de nuestro Señor, utiliza sola y exclusivamente el nombre ‘Jesús’, y nunca el nombre ‘Cristo’, ni jamás los dos nombres juntos.

Decisión precisa, inequívoca, limpidísima: “Yo – dice el Teólogo entre líneas, pero con claridad palmaria – estoy hablando exclusivamente de la naturaleza humana del Hijo de Dios, estoy hablando precisamente del hombre dado a luz por María, la hija de Ana y de Joaquín. No estoy hablando de ‘Cristo’, del Mesías que viene del Cielo, del Hijo de Dios y, por lo tanto, no estoy hablando en absoluto de la naturaleza divina que el nombre ‘Cristo’ significa de por sí”.

Esta particularidad lexical del Profesor neotérico de Tubinga tiene un alcance teológico notable, porque si es aproximada a aquellas frases que en un primer estudio aparecen oscuros, confusos y neblinosos, improvisamente los pone a la luz, los hace explícitos y límpidos a más no poder.

3. ¿DÓNDE TIENE SU RAÍZ PRECISAMENTE LA GRAVE HERETICALIDAD DE JOSEPH RATZINGER RESPECTO A LA PATERNIDAD DE CRISTO?

Claro, porque hay una cosa que debe ser recordada: que para el dogma católico, para el cual no existe ninguna diferencia entre ‘Cristo’ y ‘Jesús’, es decir, entre fe e historia, ya que la Persona a la que nos referimos en todos los casos, ya sea con los dos nombres juntos, ya sea con uno de los dos indiferentemente, ya sea ‘Jesús’ o ‘Cristo’, es una única Persona, es una sola, es siempre la misma, en la cual fe e historia coinciden de todos modos, ya que, v. p. ej. Jn 20, 26-9 y 21, 4-13, la historia, o sea, el acontecimiento, la realidad de los hechos, confirma los datos de la fe, con la única distinción dada por sus dos naturalezas: una naturaleza divina significada por el Mesías, por ‘Cristo’, y una naturaleza humana significada por ‘Jesús’; es decir, una naturaleza en la que el Hijo, el Verbo, es consustancial al Padre, por ser de origen divino, y una naturaleza humana que tiene su origen en Adán y que llega de éste, para el dogma, a la Virgen María, hija de Joaquín y Ana, desposada con José de Nazaret, hijo de Helí.

Y por ahora detengámonos aquí. En efecto, sobre estos términos todos estamos de acuerdo: incluso el Autor de Introducción, aunque con un lenguaje más bien personalizado – incluso quienes le apoyan reconocen p. ej. que el uso de conceptos como ‘ontología’ en vez de ‘consustancialidad’ debilita en vez de enriquecer la noción de ‘filiación divina’ –, configura el mismo estado de cosas exigido por el dogma católico: la ‘filiación divina’ de Jesucristo es para todos “un proceso… sucedido en la eternidad de Dios”, bien se refiera al Verbo, el Hijo consustancial del Altísimo Padre, coeterno por tanto y en todo igual al Padre, bien se refiera a su paso de dicha realidad y estado divinos al Hombre nacido en Belén de María de Nazaret.

Pero es aquí donde las opiniones se dividen. En efecto, la pregunta que deberemos hacernos es: ¿cómo sucede este paso de la consustancial divinidad del Verbo, del Hijo del Padre, es decir, de la consustancial divinidad que el profesor Ratzinger llama “filiación divina”, a la del “Hijo del hombre”, o sea, a la del Hijo de la Virgen María, Jesucristo nuestro Señor?

El Teólogo lo explica apoyándose en una noción que, a pesar de su centralidad, no satisface ni siquiera a sus supporters, que la reconocen incluso ellos como oscura y complicada. “La concepción de Jesús – estas son las palabras decisivas de Introducción, p. 266 – no significa que nace un nuevo Dios-Hijo, sino que Dios, en cuanto Hijo en el hombre-Jesús, atrae a sí la creatura hombre de tal modo que esél mismo hombre” (negrita del Autor, ndR).

Como dice el Ángel en Lc 1, 35 (“El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Aquel que ha de nacer será, por tanto, santo y será llamado Hijo de Dios”), está sucediendo algo, en el sagrado seno de la Virgen, que debe ser comprendido bien, porque es ahí y sólo ahí, en la sacralidad de una maternidad que más pura no existe in saecula, donde puede acaecer la concepción del Hombre-Dios, pero esto el Teólogo lo explica con una figura visiblemente inadecuada, es decir, una figura que no puede satisfacer a nadie, una simple “atracción” ejercida por Dios, o sea, por Dios Hijo, “sobre el hombre-Jesús”.

El Profesor de Tubinga no sólo no entiende los sucesos transmitidos por san Lucas, sino que no sabe reconocer al Sagrado Texto el carácter sobrenatural, intangible y sumamente veritativo que tiene: No hay duda continúa, en efecto, el texto apenas leído de Introducción, p. 266, refiriéndose a Lc 1, 35, único texto citado en dichas páginas y por dos veces –: la fórmula de la filiación divina ‘física’ de Jesús es extremadamente infeliz y ambigua”.

La grandeza, la inmensidad de lo que está sucediendo es, en cambio, puesta a la luz por san Lucas – o sea, por Dios a través de san Lucas – al máximo posible, de modo que prepara a los hombres para acoger en su más formidable plenitud la asombrosa novedad que será más tarde enunciada por san Pablo (y que veremos en breve): la novedad, en Jesucristo, de una Nueva Creación, que podemos contemplar en ocho inefables, sobrenaturales “inmensidades”:

primera inmensidad (Lc 1, 26-7: “En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen, desposada con un hombre de la casa de David, llamado José. La virgen se llamaba María”): el Mensajero es el más alto en linaje que podría haber descendido del cielo en ese momento, porque el Mediador entre Dios y los hombres será precisamente Aquel cuya concepción, ese Ángel tiene la misión de proponer a la Virgen; él es, por tanto, uno de los siete Ángeles mayores, o Arcángeles, y sus palabras, las más importantes transmitidas jamás por un Ángel en todo el Testamento, hacen estremecerse; sobre la extrema conveniencia de todo ello, v. S. Th., III, 30, 2;

el profesor Ratzinger, en su libro, no dice nada de ello;

segunda inmensidad (Lc 1, 31. 38: “‘Mira, concebirás un hijo, lo darás a luz y lo llamarás Jesús’… Entonces María dijo: ‘He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra’”): anuncia a la Virgen, es decir, a una jovencita nacida ya a su vez con un milagro explícito y anunciado, y dedicada con la más profunda, firme y pensada convicción a ser total y solamente de Dios, por tanto, a la virginidad más pura y absoluta, que Ella, aun manteniendo, como Le garantizará poco después, su propia virginidad, si acepta la petición de Aquel que quiere ser su Esposo celeste, podría concebir un hijo; es decir, Le anuncia que a discreción suya, o sea, si da su consentimiento, se realizará en Ella un milagro de la mayor grandeza, un milagro comparable no sólo al de la creación de la nada de todas las cosas, que sería ya mucho, más aún, muchísimo, sino, como se verá, todavía más grande: el más grande posible;

el profesor Ratzinger no cita ni la Inmaculada Concepción ni la disponibilidad de Dios a adecuarse y condescender a un veredicto humano, y veredicto de mujer, es decir, de una persona del sexo de quien en primer lugar, desobedeciéndole, Le había insultado en su divina bondad/autoridad;

tercera inmensidad (Lc 1, 32a: “Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo”): esta – excluida, como se verá, la octava inmensidad, en la cual se realizará el milagro apenas mencionado –, la llamaré sin duda la más grande de todas: el Ángel anuncia a la Virgen que la prole que Le nacerá “será llamado Hijo del Altísimo” (y en el versículo 35 confirma: “será llamado Hijo de Dios”); lo cual parece, sin embargo, inadecuado respecto al hecho de serlo efectivamente, Hijo de Dios, porque una cosa es decir “será el Hijo de Dios” y otra decir “será llamado Hijo de Dios”, porque se pude decir esto de alguien, o llamarle así, aun no siéndolo en absoluto, como el mismo Ratzinger señala que sucedió con Augusto (v. Introducción, pp. 211-3) y en los mitos paganos (v. idem, pp. 264-5);

pero no es lo mismo, porque las palabras del Ángel nos dicen que el hijo que nacerá de su seno será reconocido (=será llamado) Hijo de Dios, y esto, en efecto, sucederá con un triple y universal testimonio:

el más decisivo, en primer lugar, precisamente del Único que podía dar la más poderosa garantía de verdad que se podría haber pretendido para el debido reconocimiento de la verdad, o sea, del mismo Dios Padre, ya que, al ser Dios Padre la única Persona que conoce al Hijo, Dios como Él y consustancial con Él (como subraya el mismo Señor en Jn 10, 15), Él es el único que pueda dar testimonio de ello y decir si Jesús es o no su Hijo, Dios como Él, testimonio que da desde el principio hasta el fin de su vida pública: “Este – dice dos veces su voz desde el cielo – es mi Hijo amado, en el cual me complazco” (Mt 3, 17 y 17, 5);

el segundo testimonio es el que Él da de Sí mismo, y varias veces, el más importante de los cuales es el dado a Caifás en el Sanedrín al completo, que Le pregunta: “Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”, a lo que responde con el definitivo: “Tú lo dices” (Mt 26, 63-4): con este testimonio se cierra la Antigua Alianza y se abre la Nueva;

el tercer testimonio es, finalmente, el de los hombres, a lo largo de todo el Evangelio, pero sirven especialmente: el del Centurión bajo la cruz: “Verdaderamente este era el Hijo de Dios” (Mt 27, 54), y el de santo Tomás Apóstol, que reconoce en el Resucitado: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28);

el hecho de que el Ángel diga que el Concebido en el seno de la Virgen será “llamado Hijo del Altísimo” (y después “Hijo de Dios”), desde el punto de vista epifánico es lo más decisivo del Anuncio, porque primero, es el mismo Padre el que, siendo el único que puede serlo, se hace Testigo ante el mundo de que ese hombre, Jesús de Nazaret, es su Hijo consustancial, su único Hijo (y, en efecto, todos nosotros bautizados en Cristo somos hijos suyos sólo en cuanto copartícipes de aquella una y única filiación divina, pues no existen otras); segundo, es el mismo Hijo, el Verbo, la Verdad, el que da testimonio sobre Sí mismo de la más poderosa verdad testimoniable; tercero, es la Tierra entera la que da testimonio de ello, en anticipo a todos los coros de los Cielos, que pronto cantarán sobre ella lo único que se debe cantar;

el profesor Ratzinger no habla mínimamente de ello: su lectura historicista del Evangelio hace que lo aproxime a los textos de los mitos paganos o a los proféticos del Antiguo Testamento, p. ej. Is 7, 14, a los cuales, sin embargo, atribuye “trasfondos míticos” que, a su parecer, quitándoles indebidamente la inerrancia a unas Sagradas e inerrantes Escrituras, que de mítico no tienen precisamente nada, los asimila a los primeros;

cuarta inmensidad (Lc 1, 32b), el Ángel Gabriel anuncia a María que el Hijo que va a concebir de tal modo milagroso está destinado por Dios a subir a un trono: “el trono de David”, lo que significa que Él reinará sobre el trono que le es propio, el trono del Amado (la etimología de ‘David’ es ‘amado’), y Jesús, como atestado por el mismo Padre, es el Amado de Dios (además, señalaría que es errónea y semiherética la traducción que hacen universalmente, “predilecto” y no “amado”, con respecto a los dos pasos de Mateo aportados más arriba, porque el Verbo es el único Hijo de Dios Padre, el Cual no tiene más hijos que Él, y nosotros que creemos en Él, bautizados en Él, somos acogidos en su única y divina filiación sólo como hijos “adoptivos”, o sea, sólo por participación de gracia: por lo tanto, Jesucristo es “el Hijo amado” y no sólo “el más amado entre muchos amados”, los cuales, más bien, son amados solamente si son reconocidos por el Padre como “hijos en su único Hijo”);

además, Jesús, más tarde, en efecto, ha reinado y aún ahora reina, y reina para siempre: desde el principio Él reina sobre todos los males, sobre todos los diablos y sobre la muerte; después, con su resurrección y ascensión, pasando a la gloria divina, reina sobre todo: sobre los pueblos, sobre las naciones, sobre los siglos y sobre las almas en particular, como sólo Él sabe hacerlo, aunque lo rechacemos, o lo ignoremos, o lo combatamos;

el profesor Ratzinger tampoco menciona de esto ni lo más mínimo;

quinta inmensidad (Lc 1, 33a), el Ángel anuncia después a María que dicho trono, que a una persona humilde como la Virgen debía presentársele desmesurado, “reinará… sobre  a casa de Jacob”, o sea, que Jesús, como Jacob, es, por su etimología, ‘El Suplantador’,  Aquel que toma el puesto’, y verdaderamente Jesús toma el puesto del primogénito, o sea,  de Adán (= ‘El Primer creado’), porque el Hijo de Dios impone sobre la carne, sobre sus  instintos, sobre sus deseos, el reino de Dios, del espíritu y de la razón, que Adán, pecando  cediendo a las pasiones, había perdido como Esaú;

el profesor Ratzinger calla también sobre esto;

sexta inmensidad (Lc 1, 33b), además, el Ángel anuncia a la Virgen que dicho reino, al contrario que todos los reinos de la tierra, y especialmente al contrario que el reino de la carne, de la muerte, del pecado, o sea, que el reino instaurado por Adán, “no tendrá nunca fin”, y María ciertamente debe haber acogido también esta promesa como especialísima, asombrosa, maravillosa, o sea, como una propuesta ante la cual quedar humildemente impresionados, de modo que pregunta sólo, con un hilo de voz: “¿Cómo es posible [todo esto]? No conozco varón [no tengo relaciones conyugales]” (Lc 1, 34);

y aquí debe advertirse que decir con tiempo de verbo presente de indicativo “no conozco varón” debe entenderse, como se puede claramente imaginar considerando la santidad de la persona de la Virgen María, su propósito, su voto (que también santo Tomás consideraba cumplido, v. S. Th., III, 28, 4), “y no pretendo conocerlo”, o sea, “y no pretendo tener” (relaciones conyugales);

el profesor Ratzinger tampoco menciona nada de esto;

séptima inmensidad (Lc 1, 35a), y aquí viene lo bueno, más aún, lo maravilloso, porque ha llegado el momento para el Ángel de ilustrar a la Virgen de qué manera nacería en Ella tan clamoroso esplendor, que no sólo quiere respetar en todo la sacralidad de las purísimas decisiones de la Virgen, sino que quiere ser también su más magnánima, sobreabundante y amorosísima recompensa: “el Espíritu Santo descenderá sobre ti”, Le dice, o sea, Dios mismo será el Esposo necesario (como se verá en S. Th., III, 31, 5): no un hombre, no un Ángel, sino el mismo Dios creador, el ‘Espíritu Santo Creador’ que de la nada hizo todas las cosas y ahora no sólo pondrá en Ti, ya inmaculada y pura de todo pecado por su exquisita previsión, lo que habría debido poner un hombre para permitirte concebir un hijo, sino que lo pondrá como purissima et castissima Res, incontaminada del pecado original, siendo de hecho, esta Prole que te nacerá, una Creación totalmente nueva: un nuevo Adán, forjado en el seno inmaculado de la Virgen, por tanto, por lo que se refiere a la “mitad masculina” del totalmente nuevo ‘Hijo del hombre’, de la nada:

pero también sobre este eje central el profesor Ratzinger permanece mudo;

octava inmensidad (Lc 1, 35b), “el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”, y aquí el Ángel despliega a la Virgen toda la grandiosidad del evento, frente a la cual incluso la creación de la nada del principio activo masculino podría parecer como si fuera la raíz cuadrada de un milagro: ¿qué hay más inconcebible, más prodigioso, más inefable que la unión de dos naturalezas inconmensurables, como podrían ser p. ej. las del Alfarero y de un vaso suyo, en una única persona, en una única entidad inteligente y volente? Ya que la “sombra” evocada por el Ángel se refiere a Dios y precisamente a su poder: hace presente a la mente del fiel la vastedad inconmensurable del acto divino, el poder de un cetro ante el cual todo está postrado, de una corona cuya majestad sublime de cuya voluntad es una miríada de millones de veces más grande que la del más espléndido sol; y no he dicho nada;

pero el profesor Ratzinger también se abstiene absolutamente de esto: todo lo que dice al respecto del nacimiento de Cristo Hijo de Dios está focalizado en el concepto para él decisivo de que dicho nacimiento es “ontológico”, y no absolutamentísimamente “biológico”; naturalmente, también en esto se equivoca, y dentro de poco veremos por qué.

4. ¿Y SI, EN CAMBIO, TUVIERA RAZÓN EL PROFESOR RATZINGER, Y NOSOTROS HUBIÉRAMOS INCURRIDO EN UN SOLEMNE TROPIEZO?

Estas ocho “inmensidades, llamémoslas así, apenas enunciadas aquí de algún modo en lo humanamente posible, que hallamos contenidas en el Anunucio del Ángel a la Bienaventurada Virgen, son reducidas todavía más míseramente por el profesor Ratzinger a una minúscula “atracción”. Menos que nada.

En efecto, la noción ‘atracción’ significa ‘tirar hacia sí alguna cosa’ y ello no agota para nada el concepto que debe cubrir en todo lo que le es específico aquello que realiza Dios en la Encarnación, para la cual el término preferido por la Escolástica es ‘asunción’, y los motivos de ello los explica santo Tomás en el artículo en el que aclara las diferencias entre ‘asunción’ y ‘unión’, S. Th., III, 2, 8, en el que se invita a acceder vía web por ser demasiado largo para ser citado. Ciertamente, ‘unión’ no es ‘atracción’, pero aquí se invita a reflexionar sobre las razones aducidas por el Aquinate para elegir ‘asunción’, que eliminan toda pretensión no sólo a ‘unión’, sino a todo otro término, siempre absolutamente insuficiente si es confrontado a ‘asunción’.

La teología católica utiliza el concepto de ‘asunción’ y derivados, como en santo Tomás, que, además del artículo citado, dedica a dicha noción hasta cuatro cuestiones (v. S. Th., III, qq. 3-6), para un total de veinticuatro artículos, delineando así con claridad la debida perspectiva que se debe tener del altísimo Misterio.

¿Por qué utilizar una noción totalmente nueva como ‘atracción’ y no valerse de una noción tan bien plasmada por la Tradición y especialmente una noción tan apropiada?

Y decir que él mismo, el Profesor y Teólogo de Tubinga, pocas páginas antes, se había detenido con importantes puntualizaciones en el fundamental concepto de “Nueva Creación”. Y aquí me hago cargo, para permitir comprender bien la cosa, de ofrecer todo el texto en el que, ilustrando el papel de la Bienaventurada Virgen en el misterio del origen de Jesús, en las pp. 262-3, el Eximio explica:

“El origen de Jesús queda en la zona del misterio… Jesús procedía de Nazaret. ¿Pero conocemos su verdadero origen si sabemos el lugar geográfico de su nacimiento? El cuarto evangelio recalca con particular interés que el origen real de Jesús es ‘el Padre’, que de él procede totalmente y de modo distinto a cualquier otro mensajero divino.

Los llamados evangelios de la infancia, de Mateo y Lucas, nos presentan a Jesús procediendo del misterio ‘incognoscible’ de Dios.

Mateo y Lucas, pero especialmente este último, describen el comienzo de la historia de Jesús con palabras tomadas del Antiguo Testamento, para presentar lo que aquí sucede como realización de toda la historia de la alianza de Dios con los hombres.

El saludo que el ángel dirige a la virgen en el evangelio de Lucas se parece muchísimo al grito con el que el profeta Sofonías saludaba a la Jerusalén liberada del final de los tiempos (Sof 3,14) y asume las bendiciones con las que Israel celebró a sus nobles mujeres (Jue 4,24; Jdt 13, 18s).

María es el santo resto de Israel, el verdadero Sión adonde se dirigen todas las miradas de la esperanza. En los estragos de la historia la esperanza recurre a ella. Según el texto de Lucas, con ella comienza el nuevo Israel; no, no sólo comienza con ella, sino que ella es el resto de Israel, la santa ‘hija de Sión’, donde comienza por voluntad de Dios el nuevo inicio.

“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con tu sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado hijo de Dios” (Lc 1,35).

El horizonte se extiende aquí hasta la creación, superando la historia de la alianza con Israel: en el Antiguo Testamento el Espíritu de Dios es poder creador divino; él se cernía al principio sobre las aguas, él transformó el caos en cosmos (Gn 1,2); con su venida surgen los seres vivientes (Sal 104,30).

Lo que sucederá en María será nueva creación: el Dios que de la nada llamó al ser, coloca un nuevo inicio en medio de la humanidad.”

Por tanto, ¿nos encontramos también para el profesor Ratzinger ante una “Nueva Creación”? Parecería precisamente que sí. Y en efecto, como prueba, leemos también en la p. 265: La concepción de Jesús es una nueva creación,…”. Entonces nos hemos equivocado del todo: hemos incurrido en un error garrafal, en un imperdonable tropiezo.

En cambio, no es así. Porque basta seguir más allá de la coma después de “creación” y debemos inmediatamente volver a cambiar de opinión: “…no una procreación por parte de Dios, precisa el Teólogo.

En efecto, Dios – continúa – no se convierte así en el padre biológico de Jesús y tanto el Nuevo Testamento como la teología de la iglesia [siempre en minúscula en el texto, ndR] no han visto nunca sustancialmente en esta narración y en el acontecimiento narrado en él el fundamento para la verdadera divinidad de Jesús, para su ‘filiación divina’”.

¿Entonces existe o no, para Joseph Ratzinger, con la concepción de Jesús, esta “Nueva Creación”?

¡Claro que existe! Sólo que para el Historicista de Tubinga es total y solamente simbólica. De real, una vez más, no hay nada: nada de biología, nada de materialidad, es decir, nada de una prodigiosa intervención del Espíritu Santo sobre lo que en un parto no virginal, sino fruto de una natural unión conyugal entre un varón y una mujer, debería constituir la aportación masculina, sino que el Espíritu Santo, precisamente para interrumpir el flujo de corrupción y muerte que desde Adán infecta a todos los hombres de la tierra sin excepciones (salva, como sabemos, la Bienaventurada Virgen), debidamente no permite, tomando milagrosamente su puesto: en el horizonte ratzingeriano, la “Nueva Creación” es sólo simbólica, es decir, de marca hegeliano-idealista, o sea, abstracta, conceptual, y en absoluto y para nada realista, sustancial, o sea, católica.

Es sólo simbólica, para el Teólogo, porque materialmente Dios, en el Espíritu Santo, según el Profesor, no interviene en absoluto, como precisa él mismo claramente, sino que interviene espiritualmente en la unión de “atracción” de las dos naturalezas, y el Profesor deja aquí abierto el campo a toda hipótesis, como hace todo científico respetable, sin excluir nada, más bien, considerando, aun per absurdum, incluso la hipótesis más extrema, que no tendrá dificultad en exponer pocas líneas después con ese desapego casi de entomólogo útil al enunciado de sus propias tesis: “la doctrina de la divinidad de Jesús – concluye, en efecto, en la p. 265 – no quedaría afectada aunque Jesús hubiera nacido de un matrimonio humano”.

Por lo tanto, habría sido también todo correcto, lo que habíamos leído, si no fuera porque en realidad habíamos leído un texto que debía ser descodificado, como si hubiera sido escrito por un entomólogo que nos estaba explicando los comportamientos de una colonia de dípteros según los parámetros codificados a lo largo de los siglos por su ciencia, quizá con la debida confrontación con otros criterios de juicio adecuadamente actualizados, otros parámetros científicos, y otras cosas así.

Es necesario insistir en advertir que precisamente que precisamente cuando el Teólogo debe afrontar el momento decisivo en el cual se desarrollan los más santos arcanos con los que acontece la Encarnación, el momento de la concepción de nuestro Señor, he aquí que tienen razón precisamente mis opositores, los cuales opositores, precisamente en el punto del tremendum, anotan: “la prosa de R. no carece de oscuridad y tiende a ser complicada”, ya que “acaba (sin quererlo) – dicen – oscureciendo incluso todo legítimo aspecto “físico” en el nacimiento del Señor o volviéndolo poco comprensible”.

Pero no es verdad que el Teólogo use una prosa oscura etcétera “sin quererlo”, como dicen, porque su voluntad es precisamente la de cerrarse los ojos con sus propias manos, de manera que no deba ver ante sí la nada abismal hacia la que se ha dirigido, sin vacilaciones de ningún tipo, con sus pseudo-racionalistas elaboraciones realizadas siguiendo el rastro de las Escuelas más modernistas entonces en boga: una nada que lo engulle a él y a todos aquellos que por millones lo están siguiendo desde hace cincuenta años, confiados y devotos estudiantes, pero que son obispos, cardenales e incluso Papas – y me refiero precisamente al presente Pontífice, como demuestro desde hace años aunque nadie lo quiere ver –, de modo que tienen un autorizadísimo y reverendísimo Ciego que guía a otros autorizadísimos y reverendísimos ciegos. Autorizadísimo y reverendísimo Uno y autorizadísimos y reverendísimos los otros, ciertamente, pero de todos modos todos ellos ciegos, ya sean el Guía o sus seguidores.

Y de todas formas Ciego consciente, este es el hecho, así como conscientes son todos aquellos que, sean Pastores o no, fascinados y felices, lo siguen confiados hacia el abismo de la nada.

¿Y cuál es la nada de la que hablamos? Es el teilhardismo evolucionista que causaba furor en al Iglesia hace cincuenta años, que elimina todos los problemáticos saltos entre bien y mal y las duras fracturas y recomposiciones entre Dios y hombre determinadas por el dogma católico, o sea, por la Revelación entendida clásicamente, nivelando los unos y las otras en un mucho más tranquilizante y manso continuum que sube plácidamente del fango a Dios según la más lineal perspectiva teilhardiana; es una Redencioncilla de nada, pequeña, una “Redención débil”, falsa, diría “disneyana”, o, por decirlo rigurosamente, es una Redención de la cual el prof. Ratzinger elimina sus términos fundantes: 1) el pecado como ofensa a Dios; 2) el Dios que se ofende; 3) la gracia que abre el camino par lavar la ofensa; 4) el digno Cordero sacrificial; 5) el Dios al que sacrificarlo.

Es evidente y total, a partir de aquí, la ruina que, en repetidas ocasiones y copiosamente, me esfuerzo en ilustrar en Al cuore, a cuyas páginas remito, con la esperanza de que sean finalmente sopesadas como merecen.

5. HE AQUÍ CÓMO SUCEDIÓ LA “SEGUNDA CREACIÓN”, O SEA, DE QUÉ MODO DIOS VENCIÓ EL PECADO ORIGINAL.

DOMINUS REGNAVIT: CON TRECE ESTREPITOSOS MILAGROS, TODOS NEGADOS, O DISTORSIONADOS, O  NO CONSIDERADOS POR RATZINGER.

Con la negación, o al menos lo que llamaría la elusión lingüística de la realidad de una milagrosa intervención del Espíritu Santo, por tanto con la negación o la elusión de una intervención divina respecto a la concepción de la naturaleza de carne de nuestro Señor, el Autor de Introducción cree que no tiene ninguna necesidad de reconocer en Cristo al “Nuevo Adán”, lo cual constituye, sin embargo, la segunda causa de la Encarnación (la primera es la comunicación de la bondad de Dios para su mayor gloria, v. santo Tomás, S. Th., III, 1, 1), como explica san Pablo, es decir, siempre Dios, esta vez a través de san Pablo: “Como en Adán todos mueren, así en Cristo todos serán vivificados” (II Cor 15, 22), con lo cual son sintetizadas eficazmente las enseñanzas divinas tan bien desplegadas por el Apóstol en Rm 5, 12-21.

Pero la Nueva (Crística) Creación, podemos llamarla así, al contrario que la Primera, la de Adán y Eva, sucede en nueve momentos perfectamente separados y muy distintos también en sus modalidades.

A estos nueve momentos corresponden hasta trece milagros:

primer momento, primer milagro, que debe creerse de fide: el primer milagro sucede en el instante en el que, para preparar el digno trono a Dios en la tierra, un Ángel anuncia a Ana, una piadosa y anciana Betlemita de la estirpe de David, las insistentes oraciones de la cual y de su Esposo Joaquín, levita y sacerdote del Templo, fueron escuchadas y ahora concedidas: ella concebirá pronto y dará a luz “una prole – como se lee en el protoevangelio apócrifo llamado “de Santiago” – de la cual se hablará en todo el mundo”;

segundo momento, segundo y tercer milagros, que deben creerse de fide: el segundo milagro de este segundo momento es aquel por el cual, aun habiendo superado largamente la edad fértil, Ana concibe, en efecto, una niña: es la Virgen María; con semejante milagro Dios interviene sobre la biología humana restaurando la fertilidad en una mujer en la que había cesado o no había ni siquiera existido;

– el tercer milagro, que sucede en el mismo instante, es el de la concepción inmaculada del alma de la Concebida: Ella no fue contaminada por el pecado original que, sin embargo, debería haberle transmitido su padre, único portador del principio activo, como explica el Aquinate en S. Th., I-II, 81, 5: Si, pecando Eva, y no Adán, sus hijos habrían contraído el pecado original; pero una mujer, aun no transmitiendo el pecado original, lo recibe, de modo que era necesario que la Virgen fuera preservada de él, y el motivo de esto nos lo da el Angélico: “La purificación previa de la Bienaventurada Virgen no era exigida para conjurar la transmisión del pecado original [transmitido sólo por el principio activo masculino], sino porque era necesario [“oportebat”] que la Madre de Dios resplandeciera con el máximo candor. En efecto, ningún ser es digno receptáculo de Dios, si no es puro, según el Salmista: “La santidad, Señor, conviene a tu casa (Sal 92, 5)” (S. Th., I-II, 81, 5, ad 3);

– sobre el Privilegio Mariano, en tiempos del Aquinate la cuestión, que parecía insuperable, planteaba por un lado la universalidad de la Redención de Cristo y por otro la previa santificación de la Virgen, de modo que el Angélico creerá poder afirmar que “el cuerpo de la Virgen fue concebido en pecado original” (S. Th., III, 14, 3, ad 1), ya que, como se ha visto, para él “la purificación previa de la Bienaventurada Virgen no era exigida para conjurar la transmisión del pecado original” (op. cit.);

pero cuando tratará de la concepción de Cristo en su seno, tendrá más en cuenta al Damasceno y contradirá lo dicho arriba: “Esa concepción [del cuerpo de carne de Cristo] tuvo tres privilegios: ser sin pecado original; tener como objeto no un simple hombre, sino el Hombre-Dios; ser virginal. … He aquí porqué el Damasceno señala, a propósito del primero, que el Espíritu Santo “bajó a la Virgen para purificarla”, es decir, para preservarla del pecado original, para que no concibiera [a Cristo] en dicho pecado” (idem, 32, a, ad 1);

– será el papa Pío IX quien recogerá el decisivo concepto adelantado por el Damasceno (“el Espíritu Santo previno a la Virgen”, De Fide Orth., c. 4, Liber 3), y el 8-12-1854 establecerá el dogma de la Inmaculada Concepción o Privilegio Mariano en la Bula Ineffabilis Deus, Denz 2803-4, recurriendo al concepto de “Redención preventiva” o “preservativa”, que habría ayudado también al Aquinate a conservar la universalidad redentiva de Cristo sin negar a la Virgen, sin embargo, su privilegio (en el § 7 se verán las consideraciones más conclusivas);

– de tal manera la Iglesia pudo establecer que dicha especial santificación o ser inmaculado, era necesaria (oportebat) para que María misma, que habría debido constituir el trono de Dios en la tierra, quedara preservada del pecado original, y ello precisamente por el motivo señalado: Ella, que, aunque no habría transmitido a su Hijo el pecado porque, como mujer, no podía ser vehículo suyo, debía, sin embargo, en sus propias carnes ser digna de llevar tal Flor, y dicha dignidad podía recibirla todavía y sólo por los méritos de su Hijo, que en Ella habían actuado ante, de modo que las palabras de san Agustín y de santo Tomás adquieren, como bien merecen, todavía más fuerza, verdad, uniformidad y esplendor;

tercer momento, cuarto milagro, que debe creerse de fide: el cuarto milagro sucede en el momento en el que el Arcángel Gabriel – se presume lo mismo deL anuncio precedente y del siguiente – anuncia a Zacarías, sacerdote del Templo, que su mujer Isabel, también ella muy anciana y estéril, concebirá pronto un hijo; no creyendo Zacarías las palabras del Mensajero de Dios, le queda atada la lengua y pierde la palabra, v. Lc 1, 8-22 (y quizá también el oído, porque en el momento de la circuncisión de su hijo, Lc 1, 42 explica: “y le hacían señas al padre para saber cómo se llamaba”);

el milagro es singular: es uno de los rarísimos casos en los que Dios, en vez de sanar, curar y, resumidamente, aportar integridad, armonía y mesura en un cuerpo que en alguna parte suya o incluso del todo, las había perdido, realiza uno “prodigio negativo”: quita salud, quita el bien, pero lo hace porque de dicha privación hará brotar, más adelante, una mayor misericordia: la justicia de Dios, o sea, el castigo de un sacerdote del Templo que había osado, precisamente él que como sacerdote debería haberse fiado máximamente de su inmensa bondad, dudar de Él, colmará pronto, como se verá pronto, a ese mismo sacerdote de una gracia mucho mayor, hecha a él precisamente como sacerdote;

cuarto momento, quinto milagro, que debe creerse de fide: el quinto milagro sucede cuando la la anciana y estéril Isabel, vuelto Zacarías del Templo, concibe efectivamente el hijo anunciado por el Ángel a su marido poco tiempo antes;

quinto momento, sexto milagro, que debe creerse de fide:  es el momento del “Sí” de la Bienaventurada Virgen al anuncio del Ángel, o sea, de la aceptación de su altísima solicitud; también aquí los milagros realizados son dos, pero ahora hablamos del sexto milagro, la concepción carnal de Jesús, “Nuevo Adán” (el séptimo, que sucede en el mismo instante y del que hablaremos en el próximo párrafo, es el de la asunción en Él del Verbo divino);

semejante concepción es milagrosa porque sucede sin ninguna aportación masculina, como queda bien ilustrado primero por san Agustín. “Llamo ‘celestial’ a Cristo porque no fue concebido de semen humano” (Ad Orosium, Dialog. 65 quaest., q. 4) y después por santo Tomás y hasta en dos ocasiones: la primera para exaltar la omnipotencia de Dios que puede formar la carne de un hombre incluso en una virgen: “El poder divino pudo formar el cuerpo de Cristo de una virgen sin el semen viril” (S. Th., III, 28, 1, ad 4); la segunda para negar todavía más rotundamente toda aportación viril: “La carne de Cristo no fue concebida de semen humano” (idem, 31, 1, ad 3);

añado que no es inverosímil, más aún, es más que plausible, que Dios, como el rocío sobre el vellón de Gedeón (v. Jc 6, 36-8), haya creado ex nihilo, de la nada, es decir, exactamente como de la nada fue dada la “Primera Creación”, las células humanas masculinas, o gametos, en el seno de la Virgen María, en lugar de las que la Inmaculada debería haber acogido en su seno de un cónyuge terrenal si lo que le fue propuesto y fue por la Bienaventurada aceptado no hubiera sido la concepción prometida: 1) que le garantizaba su virginidad, 2) que sería llamado “Hijo de Dios”, con todas las inmensidades enumeradas arriba;

– es precisamente santo Tomás el que, habida cuenta de que “es ley natural que en la generación la mujer suministre la materia y el hombre sea en cambio el principio activo”, puede concluir con una óptima síntesis: “el carácter sobrenatural de la generación de Cristo implica que en ella el principio activo haya sido la virtud preternatural de Dios, mientras que su aspecto natural implica que la materia con la que fue concebido su cuerpo sea igual a la materia que las demás mujeres suministran para la concepción de la prole” (idem, 5);

– es exactamente en esto en lo que se realiza la “Nueva Creación”: el prodigio que la Santísima Trinidad realiza en la Bienaventurada Virgen creando ex nihilo, de la nada, las células humanas masculinas incontaminadas por el pecado original, que en cambio se habría insinuado en Ella si, como muy erróneamente repite plausible el prof. Ratzinger, “Jesús hubiera nacido de un matrimonio humano”: muy erróneamente, repito, porque la presencia del pecado original habría invalidado el divino diseño de la “Nueva Creación” puesta en Cristo, frustrando toda su prolongada, maravillosa, finísima preparación, a partir de la concepción de María en el seno estéril de Ana y todo lo demás, pero el prof. Ratzinger, entre todas las realidades de fide que rechaza (v. § 9), no cree en el pecado original, v. Al cuore, §§ 52-3;

habría frustrado el diseño divino porque el pecado original trasvasa a toda creatura humana, desde el principio de los tiempos, además de la corrupción de las potencias del alma, la corrupción de la materia, como sabe perfectamente toda la creación, que, v. Rm 8, 19-21, “espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios; ella, en efecto, fue sometida a la caducidad” precisamente por aquel pecado;

– con semejante “Segunda santa Creación” se ha roto la mortal e irrompible cadena que desde Adán arrastraba sin piedad a todos los hombres de la tierra, aparte de la Virgen, a la horrible condenación eterna; la creación ex nihilo, por virtud del Espíritu Santo, de los gametos masculinos inviolados por el pecado original, derrocado de tal manera, y para siempre, el hijo del pecado, el hijo del antiguo Adán, permite el nacimiento del Nuevo Adán en el seno inmaculado de María, anulando la deuda contraída por el hombre con Dios y al mismo tiempo anulando también sus merecidos castigos: pérdida de la integridad, expulsión del Paraíso terrenal, y el incurrir “en aquellos defectos debidos a una naturaleza destituida del don de la integridad. Y esto tanto en el cuerpo como en el alma” (S. Th., II-II, 161, 2): la naturaleza humana de Jesucristo, o sea, su cuerpo de carne, era por tanto ya de por sí la “preadamítica” decididamente necesaria al Hombre que “debía poder ver cara a cara a Dios sin morir”, configurándose en la misma Persona, o sea en una única inteligencia y voluntad, con el Logos, con el Hijo de Dios;

todavía quinto momento, séptimo milagro, que debe creerse de fide: en el mismo instante de la concepción del cuerpo de carne de Jesucristo sucede el séptimo milagro, su asunción en el Verbo, v. S. Th., III, 33, 3: es el milagro de los milagros, el corazón de toda la grandiosa y épica “lucha” entre Dios y hombre: ¿vencerá el amor de Dios o el orgulloso independentismo del hombre? Aquí se realiza, con un vínculo más estrecho y férreo imposible, el más indisoluble y poderoso lazo que pueda unir a un hombre a Dios en una única Persona (v. idem, 2, 9: Si la unión de las dos naturalezas es la mayor de las uniones): es la definitiva Alianza entre Dios y hombre, por la cual las promesas de Dios a Moisés se cumplen de la manera más estrepitosa, plena e inconcebible: la naturaleza de Dios se desposa con la naturaleza del hombre dando lugar a la única Persona de Jesucristo;

sexto momento, octavo milagro, que debe creerse de fide: el Ángel Gabriel, octavo milagro, aparece en sueños a José, esposo de María Virgen, para decirle que no tema, porque el Niño de quien su Esposa está a la espera “es obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 20); atención: a menudo se relega la aparición de un ángel en sueños a algo psíquico, subjetivo, y se rechaza reconocerlo como un milagro, pero no es así, porque Dios utiliza siempre los medios más estrictamente necesarios, nunca sobrepasando sus acciones sobrenaturales con adornos inútiles, de modo que sucede que cuando se hace necesario un diálogo entre el interlocutor celestial y el humano sucede el milagro de la aparición a la persona despierta y consciente de las propias palabras y de los propios actos; cuando en cambio es necesario que el interlocutor humano reciba sólo una noticia, se tiene el milagro de la aparición en sueños, en la cual no necesita que el interlocutor hable, pero sigue siendo un milagro;

séptimo momento, noveno y décimo milagros, que deben creerse de fide: es el momento en el que la Virgen María sube a la montaña a visitar y ayudar a su anciana prima a la espera ya de seis meses, Isabel, y a su llegada suceden en rápida sucesión dos milagros proféticos: el noveno milagro, por el cual el nascituro advierte, profetizando ya en el seno materno, la presencia ante sí de su Señor, y así, en el seno, adorándolo, se postra; él es el Precursor: Precursor al adorar en el otro Nascituro al Autor de la vida cuando ninguno de los dos ha nacido siquiera, por tanto oculto el uno al otro; Precursor al adorarlo en las aguas del Jordán inaugurando oficialmente así la Nueva Alianza de Dios con su pueblo; Precursor en el martirio de la ofrenda de la sangre en vista a la inmolación de su Señor y Dios y de su gloriosa Resurrección;

– al noveno le sigue el décimo milagro: la madre del pequeño Precursor, santa Isabel, como pone de relieve el Evangelista, “quedó llena de Espíritu Santo” (Lc 1, 41) y de Él recibe el don de la profecía que le hace exclamar: “Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno. ¿Y cómo es que me es concedido que la madre de mi Señor venga a mí?” (Idem, 42-3): a ella le es milagrosamente abierto el conocimiento – que sin el don del Espíritu Santo no habría tenido – de que Quien le estaba delante, aun oculto en el seno de su joven Madre, era su Dios, su Creador y Señor;

octavo momento, undécimo milagro, que debe creerse de fide: es el momento del undécimo milagro, aquel en el que se derrama sobre el dudoso Zacarías la piedad del Señor, que le restituye el habla (y probablemente el oído, que, como se ve, le había sido igualmente retirado); no sólo: porque el Señor es siempre generoso, de modo que, además de restituirle el don de la integridad que le había quitado por justa y correctiva, es decir, fuertemente pedagógica sanción, le da el don de la profecía, de modo que puede comprender qué nombre dar al hijo del milagro, por lo que también aquí el Evangelista anota: “Zacarías, su padre, quedo lleno de Espíritu Santo y profetizó: ‘Bendito el Señor Dios de Israel, porque – refiriéndose a Cristo, reconocido por su mujer Isabel, que ciertamente le había narrado su doblemente milagroso encuentro con la Virgen – ha visitado y redimido a su pueblo” (Idem, 67-8), salmodiando el “Benedictus” o “Cántico de Zacarías”, que toda la Iglesia eleva cada mañana a Dios como conclusión de las Laudes;

que a su hijo le fuera dado el nombre que él escribió sobre una tablilla es importante, porque la etimología de ‘Juan’ es ‘Don del Señor’, de modo que debía ser reconocido para siempre, en el hombre que lo habría llevado, a Quien él debía su misma existencia;

noveno momento, duodécimo y decimotercer milagro, que deben creerse de fide:  en el momento del parto de la Virgen se verifica después, consecuencia directa tanto de la concepción inmaculada de la Virgen, como de la milagrosa intervención de Dios en al concepción de la naturaleza humana de Cristo, por la cual el pecado original es considerado extraño, o sea, literalmente fuera de los muros de aquella mínima pero purísima Ciudadela, llamémosla así, constituida por la carne santificada de María, cuya biología es la de una Nueva Creación, y esto tanto en la Madre como en el Hijo;

la Nueva Creación da inmediatamente sus frutos, el primero de los cuales – duodécimo milagro – es la prohibición de todo dolor en el momento del santo parto, que era en cambio la pena debida, como podemos leer en santo Tomás, “El dolor del parto es consecuencia de la unión carnal con el varón. Por esto la Sagrada Escritura (en Gén 3, 16), tras haber dicho:  ‘Parirás con dolor’, añade: ‘Estarás sujeta al varón’. Pero, como advierte san Agustín, la Virgen Madre de Dios quedó exenta de esta condena, porque, ‘habiendo concebido a Cristo sin la suciedad del pecado [original] y sin el detrimento del connubio con el varón, generó sin dolor y sin violar su integridad, conservando intacto su candor virginal (in Sermone De Assumptione Beatae Virginis)” (S. Th., III, 35, 6);

– en este sagrado momento se realiza también el decimotercer y último milagro, ulterior y final consecuencia del carácter inmaculado con respecto al pecado original de Puérpera y Nascituro, por el que Ella da a luz al Nuevo Adán sin perder su virginidad, como había profetizado Isaías, del cual el Aquinate advierte: “El profeta no dice sólo: ‘Mirad, una virgen concebirá’, sino que añade: ‘Y dará a luz un hijo’ (Is 7, 14)” (S. Th., III, 28, 2): santo Tomás restituye así a las Sagradas Escrituras el valor infalible que el Profesor de Tubinga, corriendo tras sus malos maestros histórico-críticos, les había quitado colgándoles uno “misticista”.

6. PARA HACER CAMBIAR AL PROF. RATZINGER SU IDEA BLASFEMA – QUE, SI LA VIRGEN HUBIERA QUEDADO ENCINTA DE UN HOMBRE, LA DOCTRINA DE LA DIVINIDAD DE JESÚS NO QUEDARÍA AFECTADA –, ¿BASTARÁ SEÑALAR UN MILAGRO/DOGMA O SON NECESARIOS LOS TRECE?

Con estos nueve momentos tópicos, de todos modos, hemos podido casi tocar con la mano los trece milagros que como un racimo de espléndidas estrellas – adviértase: único en la historia de la salvación – abren ante nosotros el escenario de la Nueva Creación, un racimo de estrepitoso esplendor que no se repetirá nunca más y que aquí hemos recogido y contemplado en sus luces por primera vez, una a una, en su inefable e inusitada belleza, solamente a través de la cual el hombre puede: 1) aplacar a Dios de la justa indignación por la ofensa recibida; 2) ser por Él perdonado; 3) y esperar incluso poder subir a su gloria. Aquí están en síntesis:

– primer milagro: un Ángel anuncia a Ana, una piadosa y anciana mujer de Belén casada con Joaquín, sacerdote del Templo, que el Señor ha escuchado las oraciones de los dos esposos y que ella concebirá una prole “de la que hablará todo el mundo”;

– segundo milagro: Ana, aun siendo estéril, concibe efectivamente, como le había sido anunciado por el Ángel, una niña: es la Virgen María;

– tercer milagro: el alma de la Virgen concebida por Ana es sin pecado original: es la Inmaculada Concepción;

– cuarto milagro: Dios quita el habla a Zacarías, sacerdote y marido de Isabel, al haber él dudado del anuncio del Ángel, que le dice que su mujer, estéril y anciana, será madre;

– quinto milagro: Isabel, la anciana mujer de Zacarías, concibe efectivamente un hijo, como había predicho el Ángel;

– sexto milagro: la Virgen María, es desposada por José, queda encinta, pero sin relación humana: Dios mismo crea en Ella el principio biológico activo masculino necesario para su concepción;

– séptimo milagro: en el mismo instante, Dios Hijo, el Verbo divino, el Logos, asume el cuerpo de carne de Cristo, formando con él la única Persona de Jesús, el Mesías, el Hijo de María Virgen;

– octavo milagro: el Ángel Gabriel se aparece en sueños a José, desposado con la Virgen, para garantizarle que la Prole que nacerá de María “es obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 20);

– noveno milagro: María, encinta de Jesús, va a visitar a su prima Isabel y el hijo de esta adora a Jesús, aun estando en el seno de su madre y el Señor en el seno de la Virgen;

– décimo milagro: Isabel, “llena de Espíritu Santo” (Lc 1, 41), “profetiza”, o sea, reconoce sin haber tenido evidencia, que el Niño que su Prima espera es su Dios y Señor;

– undécimo milagro: habiendo finalmente Zacarías reconocido que el hijo que le ha nacido es Don de Dios (‘Juan’ significa ‘Don de Dios’), Dios restituye a su sacerdote la palabra (y el oído);

– duodécimo milagro: la Virgen María, Nueva Eva, da a luz sin dolor a Cristo, Nuevo Adán: son los dos Primogénitos de la Nueva Creación, que permitirá, en Cristo, llevar a la gloria de Dios a todos y sólo a los hombres de buena voluntad;

– decimotercer milagro: la Virgen María da a luz a Cristo permaneciendo virgen, además de en la concepción, también en el parto.

Pero, oh disputantes, ¿qué habéis leído aquí, junto a la enumeración de cada milagro? Habéis leído que debe creerse de fide, o sea, habéis leído que esos milagros no son sólo hechos, sino hechos que deben creerse, y no sólo que deben creerse, sino que deben creerse con pleno asentimiento, en virtud de la autoridad de quien pide la fe, antes aún que por la razonabilidad de las cosas que se deben creer, o sea, porque ese asenso lo pide Dios mismo, a través y como lo enseña la Iglesia, precisamente como dice santo Tomás: “como hace un discípulo con su maestro” (S. Th., II-II, 2, 3), es decir, sin la mínima vacilación: estos mojones de piedra, este racimo de milagros, que son hechos, que son verdades que deben creerse, articula con firmeza eterna el recorrido inalterable que Dios mismo ha dispuesto para nosotros para que Lo sigamos para llegar sanos y salvos a Él.

¿Cómo llamamos a estos hechos que deben creerse, esta estelas? “Doctrina católica”, así es como los llamamos. O bien Dogma.

Pues bien, el Profesor de Tubinga, precisamente con respecto a los artículos del Credo que se refieren a la Natividad afirma con inequívoca firmeza: “la doctrina de la divinidad de Jesús no quedaría afectada aunque Jesús hubiera nacido de un matrimonio humano”.

Esto es absolutamente falso: aparte del hecho de que ninguno de estos trece milagros es reconocido, en el texto del profesor Ratzinger, como milagro que es, toda la doctrina que sostienen es afectada gravemente por el Teólogo tanto  por dicho falto reconocimiento suyo, como también, como se verá, precisamente por el hecho por él hipotetizado, y nunca recusado, de un posible nacimiento de Jesús de un matrimonio meramente humano, cuya realidad, si fuera cierta, los volatilizaría a todos los trece, demostrándose uno más inútil y/o más inverosímil que el otro.

Pero con la volatilización de los trece asombrosos milagros el profesor Ratzinger volatilizaría también la misma Encarnación, la credibilidad de la Iglesia, la credibilidad de Dios, y finalmente, puesta su incredibilidad, obviamente su misma existencia. La de Dios, digo.

Que ninguno de estos trece milagros sea legitimado como tal por el Teólogo de Tubinga significa que por él no es legitimado o no es considerado verosímil ni siquiera uno de los trece artículos de fide relativos, porque, si lo fuera, ello quedaría invalidado, afectado gravemente por la hipótesis sacrílega, la que considera que Jesucristo, el Hijo de Dios, podría haber nacido también de un matrimonio humano.

La pregunta, la tremenda pregunta que nace de ello, es entonces:

Cristo, que con su cuerpo glorioso resucita invicto tras haber aplastado a la muerte, haber acabado con todas potencias de la corrupción espiritual y material y haber vencido para siempre al Infierno con todos sus demonios, ¿podría haber nacido también de un semen humano, de una unión sexual de varón y mujer, de María y José?

Digo: el Cristo Glorioso que está ahora a la derecha del Trono de Dios, ¿podría haber sido uno de nosotros? El Cristo que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, ¿podría haber sido afectado por el pecado original? ¿Es acaso este el Cristo Pantocrátor que estamos todos adorando?

7. PARA RATZINGER, LA BIENAVENTURADA VIRGEN NO ES ‘MADRE DE DIOS’ Y, PARA HABER ENGENDRADO A DIOS, NO ES NECESARIO NI SIQUIERA QUE FUERA ‘LA VIRGEN’.

Pues bien, debe advertirse, en especial, que los dos mojones más altos, entre los trece que hemos visto, puestos en el camino que lleva al hombre del pecado a la gloria de Dios, mojones o estelas que, sin embargo, son destrozados por la hipótesis que conocemos, propuesta por el Teólogo de Tubinga, se refieren uno a la maternidad de María y el otro a la filiación de Cristo. Están estrechamente correlacionados el uno con el otro y también aquí los veremos juntos.

El Doctor Angélico dedica dos artículos, distintos entre ellos, a la maternidad de María, de manera que pasa gradualmente de la justificación más fácil de su título de ‘Madre de Cristo’ (S. Th., III, 35, 3) a la más misteriosa y discutida de ‘Madre de Dios’ (Idem, 4).

Para nuestra discusión la primera de las dos cuestiones no crea problema: todos reconocen a María como ‘Madre de Cristo’.

El segundo, en cambio, tiene que ver con ello, es precisamente su corazón, porque ser ‘Madre de Dios’ se coloca directamente en oposición tanto a la perentoria y triple exclusión que hace Ratzinger de que la concepción de Jesús se realice con una intervención de Dios sobre María, como con su convicción de que, aunque hubiera sido fruto de una unión conyugal humana, no habría afectado a la doctrina de la “filiación divina” de Cristo.

Estas son las tres afirmaciones del Profesor de Tubinga Joseph Ratzinger que excluyen una intervención de Dios sobre María – una intervención “biológica”, como la llama él, o sea, el milagroso acto prefigurado por el dogma que se verá más adelante, expuesto en el Credo con las palabras “et incarnatus est de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine” –:

– la primera (tiene como sujeto los antiguos textos paganos griegos y romanos): “[En los cuales] la divinidad aparece casi siempre como una potencia fecundante, generadora, o sea, bajo un aspecto más o menos sexual y, por tanto, como ‘padre’ en sentido físico del niño redentor. Nada de esto… en el Nuevo Testamento” (Introducción, p. 265);

– la segunda: “La concepción de Jesús es una nueva creación, no una procreación por parte de Dios. Dios no se convierte así en el padre biológico de Jesús(Idem, inmediatamente después de la precedente);

– la tercera: “La filiación divina es precisamente el enérgico rechazo de una concepción biológica del origen de Jesús de Dios” (Idem, p. 268).

En la primera afirmación, el Teólogo, inmerso casi antropológicamente en el método profundamente modernista, para nada científico, confusIonario, superficial, desorientador y herético, llamado histórico-crítico, aunque de palabra lo rechaza, no distingue dos mundos entre ellos absolutamente inaccesibles: por una parte, los auténticos actos sexuales realizados en los mitos paganos a los que se refiere, a menudo actos obscenos en los que son molestados incluso animales de todo género que con toda perversidad se unen a las míseras deseadas en lascivas analogías con el acto conyugal humano, mitos y fantasías, por tanto, que no deberían ser ni siquiera considerados, y, por otra, un evento que, por su sublimidad, merecería una separación más neta imposible, es decir, la intervención totalmente espiritual, milagrosa, indecible del único y verdadero Dios, que, en el más santo respeto de la sagrada Virgen María, desarrollando todo su poder de Padre creador, con arcana operación del Espíritu crea precisamente – a mi parecer ex nihilo, pero esto no es decisivo –, el principio biológico activo que en la naturaleza es propio sólo del varón, análogamente a los modos con los que más tarde el Hombre nacido de la Virgen, Jesucristo, con el poder creador de la Santísima Trinidad, dará la vista a los ciegos de nacimiento, a los mudos la lengua y el habla, a los leprosos la salud, a los muertos la vida.

La segunda y la tercera afirmación son secas y claras: se comprenden por sí solas. Las tres eliminan toda posibilidad de reconocer a la Virgen el título de ‘Madre de Dios’, porque las tres desconocen abiertamente a Dios toda paternidad biológica, todo “poder fecundante, generador” y, por tanto, toda participación de Dios en la concepción de Jesús, el hijo de María. Pero si Dios no es el “Padre biológico” del hombre Jesús, tampoco María es ‘Madre de Dios’.

En tiempos de santo Tomás, los casos que negaban “que la Bienaventurada Virgen es Madre de Dios” eran dos: aquel por el cual “la humanidad [de Cristo] hubiera sido concebida y nacido antes de que el hombre fuera Hijo de Dios, como sostuvo Fotino; o bien en el caso de que la humanidad, como decía Nestorio, no hubiera sido asumida en la única persona o hipóstasis del Verbo de Dios”.

Pues bien, el profesor Ratzinger aporta un tercero: aquel por el cual, para hallar la verdad doctrinal de la filiación divina de Cristo no sería necesario que Él, como hombre, sea fruto de una concepción sucedida sin ninguna relación viril humana, o sea, no sería necesario el quinto milagro: la arcana intervención de Dios en el seno de la Virgen, como establece el dogma: el papa san Martín I, en el concilio Lateranense I (a. D. 649-55), fulminó con el anatema a quien pone en duda o considera superflua la virginidad de María, Madre de Dios: “Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad por madre de Dios a la santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen por obra del Espíritu Santo al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente [incorruptibiliter] le engendró, permaneciendo ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado [“condemnatus sit”]” (Condena de errores sobre la Trinidad y Cristo, Can. 3, Denz 503).

En la misma línea, la Const. Dogmática del papa Pablo IV Cum quorundam hominum, 7-8-1555, Denz 1880, que define: “[Queriendo] amonestar, a todos y a cada uno individualmente, a aquellos que hasta hoy han afirmado, enseñado o creído que… nuestro Señor… no fue concebido en el seno de la Bienaventurada y siempre Virgen María en virtud del Espíritu Santo, sino como los demás hombres del semen de José; …o que la misma Bienaventurada Virgen María… no ha persistido en la integridad de la virginidad siempre, es decir, antes del parto, en el parto y después del parto, perpetuamente; Nos pedimos y exhortamos en nombre de Dios Padre omnipotente y del Hijo y del Espíritu Santo, en fuerza de la autoridad apostólica…”, concluyendo con las fórmulas anatematizadoras rituales.

Al contrario, si se sacan las conclusiones de las tres afirmaciones de Ratzinger, y que él se guarda bien de sacar, la aportación biológica de Dios a la Bienaventurada Virgen debería haber recibido necesariamente una aportación humana, y con ello habría engendrado un ser humano como todos los demás – precisamente como dice Ratzinger –, el cual ser humano se distinguiría de los demás únicamente por ser después “atraído” a la “filiación divina” por inescrutable diseño de Dios, y precisamente de Dios Hijo.

Pero el hecho de que María es Madre de Dios debe ser vinculado fuertemente a su concepción inmaculada: el Espíritu Santo forma en María a la Nueva Eva porque Dios quiere prepararse el digno trono a su “descenso” a la tierra (en realidad una asunción) de modo que conforme el alma de la mujer que deberá dar a luz al Hijo de manera que, incontaminada por el veneno adamítico, pueda vivir total y solamente destinada a recibirlo: la Nueva Eva está no sólo limpia de pecado, sino, estando así limpia, está destinada total y solamente a Dios: María no pronuncia las santas palabras “hágase en mí según tu palabra” sólo ante el Ángel, sino que las pronuncia en cada momento de su vida, como si dijera en todo momento “Hágase en mí lo que Tú quieres”. Así, Dios prepara a la creatura y la creatura responde a Dios en perfecta conformidad a la voluntad de Dios.

Es aquí donde Ratzinger se equivoca fortiter, se equivoca como nadie podría/debería equivocarse: al hipotetizar como posible que María, para engendrar al Hijo de Dios, podría haberse unido conyugalmente de modo humano, rompe con un desgarro inaudito una tensión y una inclinación de pureza, en el perfecto encuentro de dos voluntades: la de Dios y la de María, no sólo existenciales, sino esenciales, ontológicas, de una creatura pura del más mínimo fomes, o incluso sólo de atención a la carne, que el toque humano habría ruinosamente dañado y comprometido para siempre.

Enrico Maria Radaelli
(traducido por Marianus el eremita)

(fin de la primera parte)

Al cuore di Ratzinger. Al cuore del mondo, pro manuscripto, Aurea Domus, Milano 2017, pp. 370, está disponible en las librerías Àncora (Milano y Roma), Coletti (Roma), Hoepli (Milano), Leoniana (Roma). O bien puede solicitarse al autor:

http://enricomariaradaelli.it/emr/aureadomus/aureadomus.html
SÍ SÍ NO NO
SÍ SÍ NO NOhttp://www.sisinono.org/
Mateo 5,37: "Que vuestro modo de hablar sea sí sí no no, porque todo lo demás viene del maligno". Artículos del quincenal italiano sí sí no no, publicación pionera antimodernista italiana muy conocida en círculos vaticanos. Por política editorial no se permiten comentarios y los artículos van bajo pseudónimo: "No mires quién lo dice, sino atiende a lo que dice" (Kempis, imitación de Cristo)

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