Cuando Hesíodo en su Teogonía describe a los hombres de la “quinta generación”, no podemos dejar de vernos retratados en aquella “era de hierro”: “Nunca durante el día se verán libres de fatigas y miserias ni dejarán de consumirse durante la noche, y los dioses les procurarán ásperas inquietudes…. El padre no se parecerá a los hijos ni los hijos al padre; el anfitrión no apreciará a su huésped ni el amigo a su amigo y no se querrá el hermano como antes. Despreciarán a sus padres apenas se hagan viejos y les insultarán con duras palabras, cruelmente, sin advertir la vigilancia de los dioses- no podrán dar el sustento debido a sus padres ancianos aquellos cuya justicia es la violencia, y unos saquearán las ciudades de los otros. Ningún reconocimiento habrá para el que cumpla su palabra ni para el justo ni el honrado, sino que tendrán en más consideración al malhechor y al hombre violento. La justicia estará en la fuerza de las manos y no existirá pudor; el malvado tratará de perjudicar al varón más virtuoso con retorcidos discursos y además se valdrá del juramento. La envidia murmuradora, gustosa del mal repugnante, acompañará a todos los hombres miserables. Es entonces cuando Aidos y Némesis, cubierto su bello cuerpo con blancos mantos, irán desde la tierra de anchos caminos hasta el Olimpo para vivir entre la tribu de los Inmortales, abandonando a los hombres; a los hombres mortales sólo les quedarán amargos sufrimientos y ya no existirá remedio para el mal”.
La fuga de estas dos diosas hará imposible la misma existencia y “ya no existirá remedio para el mal” ¿Quiénes son estas dos bellas doncellas de blancos mantos? Parece ser que Aidos es La Vergüenza y Némesis la Indignación o El Horror, pero no en el sentido del temor, sino de la repugnancia frente al mal: el desprecio.
Cualquiera de nosotros que encanece sabe que viene de una edad en la que había desaparecido la virtud, y en la que el poco coraje o pudor que nos quedaba era más vergüenza que otra cosa, en realidad, el poco honor que conservábamos consistía en no soportar el bochorno de haber temblado frente a las vanidades que podemos perder o el de haber aceptado en pos de ellas el soborno de los infames. La mujer resistía por evitar la vergüenza de una mala fama más que por virtud.
Pero esta diosa, la vergüenza, se apuntala en aquella otra, el desprecio, como su contra cara. Existe la vergüenza en uno si existe en los otros la indignación y la repugnancia hacia la cobardía, hacia la venalidad o hacia la impudicia. Si a nadie conmueve ya el mal, si el pederasta, el sodomita y la barragana no producen más horror, si el ladrón y el usurero no nos causan asco, sin duda ellos no sentirán vergüenza.
Ya estas dos “virtudes”, tan humanas otrora, han abandonado a los hombres y se han ido al Olimpo; sólo los Dioses sienten el horror de nuestra conducta con la profundidad de quien puesto en el lugar del mal, concibe con temblor la vergüenza de una condición indigna. Ya ni Eva ni Adán se esconden de Dios y buscan hojas para tapar su vergüenza sino que deambulan desfachatados por un jardín sintético.
En cristiano, estas virtudes eran encarnadas por el Magisterio de la Iglesia con sus definiciones, sus sanciones y sus anatemas; que nos señalaban (cuando los Papas aún levantaban el dedo índice) aquello que debía ser despreciado y que debía producir vergüenza. El mandato general de “desprecio del mundo” allí se hacía concreto a lo despreciable de cada época.
Si al hombre se le priva de la necesaria indignación que deben provocar sus actos más infames, con el irenismo de un “¡siamo tutti pecatore!”, o el de un “¿quién soy yo para juzgar?”, se les anima para pasear sus esfínteres relajados con el orgullo propio de gárgolas de catedrales. ¡Por supuesto que todos somos pecadores! pero eso se dice con un látigo en la mano que golpea nuestra espalda o, por lo menos, mostrando con vergüenza el resultado de esos pecados. No se trata de que somos pecadores y esta es la feliz condición humana que debe exhibirse con orgullo.
Y no se trata de que echamos en cara a los otros lo que nos define a todos, pues si entre nosotros – que competimos en el mal como hienas por la carroña – ninguna escena humana, por más terrible que sea, finalmente nos escandalizará (homo sum, nihil humani a me alienum puto) es que para mantener la sensibilidad, el mismo Dios, de total Inocencia, se ha dejado destrozar en el monte Calvario en una escena llena de horror e indignante en la insolencia de nosotros sus verdugos, para que veamos en Él y no entre nos el efecto de ese pecado humano del que somos parte y así, por fin, nos llenemos de vergüenza.
En la medida que el humanismo saca del medio “a aquel que sube al madero” y nos deja “al que anduvo en la mar”, las más enormes vilezas se harán cotidianas y hasta sabrosas.
El horror se mide desde la inocencia, pero no solo está la inocencia de Cristo en el recuerdo, sino la propia inocencia de nuestro infantil ingreso en la Inocente Iglesia. ¿Somos una porquería? ¿No es que desde aquella inocente infancia – angélica por el bautismo y la gracia de Dios – no nos reclama un período de inocencia propia frente a la que nos avergonzamos y horrorizamos en nuestra madurez? ¿No es acaso la Iglesia aquel lugar donde recobramos nuestra inocencia y nuestra infancia y subimos “al altar del Dios que alegra nuestra juventud”? ¿No se lava las manos el Sacerdote para subir al altar en inocencia y no con la mano del violento o con la que está llena de sobornos?
La infancia debe ser también pervertida y olvidada. Hesíodo habla de hombres que al nacer ya son de “blancas sienes”; es decir: viejos. Ya no existe una edad de inocencia que funda el propio honor y la propia vergüenza. Ya no lloramos por el niño que fuimos con Exúpery, o con el Fabio de Guiraldes que ve partir junto a Don Segundo, contra el horizonte sangrante, su propia edad de oro. Ya no alabamos a las vírgenes prudentes porque creemos que no hay más vírgenes. Que todo es cuento.
No se debe decir que uno es pecador si a la vez no se muestran los surcos del llanto en el rostro. No se dice que uno es pecador como definición sociológica sin más, sin antes resaltar el valor antropológico (o por lo menos literario) del sentido de “pérdida” que llevamos dentro, de algo muy valioso que se atesora en el corazón del noble y que inspira la conducta. No se confiesa la condición del pecado sino como ruego avergonzado de perdón frente al horror de las consecuencias. Se dice golpeando el pecho tres veces, recordando las tres negaciones del desconsolado Pedro. Y todo en la confianza de la Redención.
El viejo Hesíodo tenía las cosas más claras que Francisco, quien, desde la Cátedra mayor ha puesto en fuga la vergüenza y el horror. Cuando la indignación frente a la felonía desaparece, cuando la Iglesia no habla más con anatemas, dando lugar a la normalización de lo miserable. Cuando el ejemplo de la inocencia de Cristo, de su Iglesia, no nos muestra el horror de la falta… Pues ya no existe remedio para el mal.