Dominus possedit me in initio viarum suarum, antequam quidquam faceret a principio. Ab aeterno ordinata sum, et ex antiquis, antequam terra fieret. (Del Propio de la Misa de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, Proverbios VIII, 22-23: El Señor me creó como primicia de sus caminos, antes de sus obras, desde siempre. Yo fui formada desde la eternidad, desde el comienzo, antes de los orígenes de la tierra.)
La Estrella Matutina está a punto de salir en la noche que extiende sobre el mundo caído sus profundas sombras. El Este ya calienta y el glorioso Sol de Justicia envía sus rayos antes de Su venida. Esta bella Estrella lo precede en Su camino. Está lleno de Su luz y es el reflejo de Su pureza.
Oh, Lucifer – ya no eres por más tiempo el portador de la luz, sino el príncipe y gobernante de las tinieblas. Y ahora su reino es invadido por el día que amanece, y María es la portadora de la luz. El instante ha llegado para que la creatura elegida aparezca, la cual, de una hija de Eva, es hecha la Madre de Dios.
Escogida en los designios de la eternidad; asociada con el Hijo de Dios desde el comienzo del plan sagrado; revelada a los ángeles con su Hijo; atacada por el orgulloso y esperanzado Lucifer por su pequeñez, a causa de Él que levanta a los pequeños; reverenciada por las huestes angélicas como su Reina y el templo vivo de su Señor; proclamada a nuestros primeros padres como la antagonista de su destructor y destinada por su Hijo a aplastar la cabeza de la serpiente; contemplada y predicada por los profetas como la Mujer y la Virgen quien traería al mundo su añorado salvador; prefigurada por las mujeres más nobles de Israel; renombrada en la tradición de los Gentiles a través de sus sibilas y cantada por sus poetas; hija de Abraham, de Judá y de David – de un linaje que Dios había sostenido y protegido por más épocas de las que la Iglesia Cristiana incluso ha contado, y tan ilustre sólo porque está destinado a terminar en ella; cierra el Viejo Testamento y abre el Nuevo; la reparadora de la mujer y la Madre de salvación de la humanidad; exaltada a un oficio, a una dignidad, a una alianza con su Dios, el cual, al lado de su divino Hijo, la hace una e inalcanzable en excelencia; por encima de los ángeles, sí, por encima de los Serafines, por qué quién de ellos puede decir: ¿tu eres mi Hijo? – esta Madre de Dios está a punto de pasar, del designio eterno de Dios, a la vida creada.
El Padre contempla la formación de la más justa de sus hijas; – el Hijo considera las gracias que son adecuadas a su Madre; – el Espíritu Santo se prepara para santificar a la esposa escogida a la cual Su Espíritu buscará y su poder cubrirá con su sombra. Fue en el sexto día, y después de que había preparado el mundo para ser residencia del hombre, que desde los profundos designios de la Santísima Trinidad, el todo Poderoso dijo la palabra final de la creación: “Hagamos al hombre”. El formó a Adam de la inocente tierra, Él sacó a Eva de su inocente costado, Él los llenó de gracia con almas puras y santas. Por cuatro mil años sus descendientes se multiplicaron en pecado, originándose de la desobediencia de esa culpable pareja, hasta que cubrieron la tierra con una historia terrible. Y a cada germen que surge de esa amarga raíz, por virtud de su primigenio regalo y promesa, Dios le debe un alma inmortal. Pero tan pronto el alma viene a animar el nuevo brote de esa vieja estirpe de Adam, es subyugada por la contaminación que corre siempre por delante de la fuente corrompida.
Pero un capullo surge de la raíz de Jesé, y el veneno de la serpiente no lo infectará, no así sus fétidas respiraciones marchitarán su belleza. La Adorable Trinidad está a punto de pronunciar su palabra creadora: “Hagamos a la Madre de Dios”.
Arzobispo W. B. Ullathorne
[Traducido por Ramses Gaona. Artículo original]