Enseñanzas que puede derivar el cristiano de esta hermosa representación pictórica de la Última Cena

Jacopo Robusti, más conocido como Tintoretto (1519-1594) no será un nombre tan familiar como Rembrandt o Van Gogh pero, como pasa con otros grandes pintores, debería serlo. Y más para los creyentes que pueden regocijarse y aprender de su exquisito talento, que puso al servicio de los misterios de la Fe cristiana.

Tintoretto fue discípulo de Tiziano en Venecia, aunque no duró mucho como tal. Se cuenta que el maestro, ya anciano, no tardó en darse cuenta del talento de su discípulo y, con el espíritu competitivo típico de los talleres de pintura del Renacimiento, lo expulsó para que no aprendiera demasiados secretos y no pudiera rivalizar con él. La precaución fue en vano, porque el discípulo resultó autodidacta.

En su obra se observa cierto ambiente sombrío, una sensación lúgubre que hace de telón de fondo a una luz divina de un modo que también se nota, si bien con diferentes prioridades estéticas, en la obra de El Greco. En su superficie narrativa y compositiva, las pinturas de Tintoretto tienden a ser recargadas, incluso caóticas, y sin embargo hay una subyacentes sensación de serenidad, de gravedad sobrenatural. El designio oculto de la Divina Providencia mantiene unida la diversidad de personas, objetos y actividades ordenándolas a la manifestación de su gloria.

Lo vemos magníficamente ilustrado en su cuadro de la Última Cena, terminado en 1594, último año de la vida del pintor. La última comida de Nuestro Señor en su vida mortal ya había sido desde luego tema para innumerables pintores renacentistas anteriores, que se tomaron grandes dosis de licencia poética ambientando la escena a la luz del día, con frecuencia al aire libre, o bien en un espacio ordenadamente geométrico. Influido por el manierismo, Tintoretto lo enfoca de un modo muy diferente. Para él, la Última Cena es el claroscuro definitivo entre el bien y el mal.

Ambientada en un espacio oscuro iluminado primariamente por una lámpara de aceite más potente de lo habitual en el extremo superior izquierdo, la cena es un remolino de actividad y revelación. De pie en el centro, el Señor da su sacratísimo Cuerpo al apóstol que tiene a su derecha (al igual que en muchos cuadros de la Última Cena, Jesús pone la Eucaristía directamente en la boca de los apóstoles, implícita en la costumbre judía de mojar el pan en el vino antes de consumirlo, forma de intinción que hasta el día de hoy se practica entre los cristianos de Oriente).

El halo que rodea la cabeza de Cristo se encuentra en el centro mismo del cuadro, como dando a entender que ahí está ni más ni menos la verdadera luz del mundo, la luz que brilla en las tinieblas, luz a la que no han podido vencer por mucho que han intentado. El Señor viste una túnica roja que cubre con un manto azul, colores que los contemporáneos de Tintoretto tal vez relacionaron con el simbolismo que se les dio en La escuela de Atenas de Rafael: el rojo representa el fuego y el azul su elemento contrario, el agua, símbolos a su vez del amor de Dios y de la justicia divina.

Los apóstoles –los que están en gracia de Dios– son reconocibles en las once cabezas tenuemente iluminadas. Ya no hay aquellas torpes aureolas circulares que la perspectiva cónica de la alta Edad Media convertía en platos o bandejas; en su lugar, un delicado juego de luz sobrenatural les envuelve el semblante en vez de oscurecerlo. El apóstol situado a la izquierda del Señor contempla escena. Otros apóstoles gesticulan, se inclinan, se ponen en pie,   llenos de ansiedad por la inminente traición o están maravillados por el místico banquete. El apóstol más en primer plano hace una seña a un mendigo para que no lo moleste, porque está sucediendo algo más digno de atención. Con arreglo a las convenciones artísticas, Judas es el único discípulo sentado en el lado opuesto de la mesa, y está mejor vestido que los demás. De hecho, destaca por vestir como un cardenal, y el ademán de su mano da a entender que está haciendo un comentario inconexo y crítico, como si estuviera en medio de un sínodo teorizando sobre unas nuevas reglas para comulgar.

Mientras tanto, varios criados se ocupan en servir comida y bebida y traer platos, ajenos al parecer a la nueva y eterna alianza que se está forjando. ¡Como para conmovernos hondamente al pensar en la indiferencia y apatía de tantos en este mundo ante esta máxima manifestación de amor divino que tiene lugar a diario por todo el mundo! Dondequiera se celebran los sagrados misterios del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor crucificado y resucitado hay sin duda alguna unos albergan en su interior la actitud de los once y otros la de Judas, mientras hay muchos más afuera, sirvientes atareados en sus afanes mundanos, que están ciegos a la luz que irradia del rostro de Cristo. Es más, algunos son como el gato que aparece hacia la mitad inferior del cuadro, animal irracional que sólo piensa en la comida material. Al igual que Dante, Tintoretto nos conduce en un recorrido por el Cielo y el Infierno: vemos santidad, activa y contemplativa; vemos malicia; y vemos la tibia ausencia de ambas.

Pero quizás lo más maravilloso de esta pintura sea que Tintoretto levanta el velo que tapa el mundo invisible separándolo de lo visible y nos muestra una hueste de ángeles en derredor del Hijo de Dios rindiéndole el debido homenaje. Espíritus del reino de la luz, aportan su luminosidad a unas tinieblas que no les afectan. Son como vivas llamas de amor, plenamente conscientes del sentido de lo que está sucediendo en el Corazón y en las manos de Jesús en este banquete que es heraldo y símbolo del sangriento sacrificio del Calvario al día siguiente, el cual abrirá camino a la celestial fiesta de bodas de la que ya participan los ángeles.

El cuadro es una catequesis completa sobre la vista y la ceguera. ¿Qué es lo que vemos cuando asistimos a Misa? ¿Qué habríamos presenciado en la Última Cena, o a los pies de la Cruz? ¿Vemos con los ojos de la fe la gloria de Dios, sacrificado por nuestros pecados, resucitado para nuestra salvación, ofrecido en el altar para redención de toda nuestra vida y entregado a nosotros como alimento en nuestro peregrinar hacia la eternidad? ¿Profesamos y creemos en esa luz que brilla en las tinieblas del mundo que amenazan envolvernos, y en el claroscuro de la Iglesia militante, compuesta de santos y pecadores?

¿Dónde, en qué parte, tras qué personaje nos encontramos el lector y yo en esta bulliciosa escena de la liturgia y la vida?

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

Peter Kwasniewski
Peter Kwasniewskihttps://www.peterkwasniewski.com
El Dr. Peter Kwasniewski es teólogo tomista, especialista en liturgia y compositor de música coral, titulado por el Thomas Aquinas College de California y por la Catholic University of America de Washington, D.C. Ha impartrido clases en el International Theological Institute de Austria, los cursos de la Universidad Franciscana de Steubenville en Austria y el Wyoming Catholic College, en cuya fundación participó en 2006. Escribe habitualmente para New Liturgical Movement, OnePeterFive, Rorate Caeli y LifeSite News, y ha publicado ocho libros, el último de ellos, John Henry Newman on Worship, Reverence, and Ritual (Os Justi, 2019).

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