Es necesario que Él reine

Un recuerdo amargo de cuando era niño. Un caballero, que siempre hablaba en «mayúsculas» peroró en una ocasión ante mi familia más o menos así: «Estoy molesto con el párroco porque pretende, evangelio en mano, decirse cómo debo de comportarme con mi familia, con mi mujer e hijos, en mi trabajo, en política. Yo soy católico, voy a Misa el domingo, comulgo y me confieso en Navidad y Pascua. Pero, ¿qué tiene que ver Dios con mis asuntos?».

Hoy en día, la mayoría de personas ni siquiera se plantean esta cuestión. Viven como si Jesucristo no hubiera venido nunca, como si no hubiera Dios. Etsi Deus non daretur. Busquemos, entonces, entender por qué Dios tiene que ver con todo, en nuestra vida y en el mundo.

«En mí vive»

Hace poco más de dos mil años, en la tierra de Palestina, la más deprimida del imperio de Roma, ocurrió un evento impactante. El Hijo de Dios tomó carne en el seno virginal de una doncella, María Santísima, que todavía no alcanzaba los veinte años, y se ha presentado a nosotros con rostro de hombre: ¡Jesucristo!

Habló para iluminar todos los problemas de la vida humana y del mundo, el sentido de la vida, del dolor y de la muerte. Él ha cargado con  nuestras culpas, con los pecados de la humanidad desde sus orígenes hasta su fin y los ha expiado todos en la cruz. De su patíbulo vino nuestra salvación: el hombre que encuentra a Jesucristo en la fe y en los sacramentos de la Iglesia es liberado del pecado e injertado en la vida misma de Dios (= la Gracia santificante). El hombre no es solo una síntesis de cuerpo y espíritu, sino cuerpo y espíritu habitado por Jesús vivo y, con Él, por el Padre y el Espíritu Santo. Lo había prometido Jesucristo la noche antes de su pasión: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y en él haremos morada» (Jn. 14, 23).

Y es así que el cristiano puede decir con el apóstol san Pablo: «Y ya no vivo yo, sino que en mí vive Cristo» (Gal. 2, 20). O como san Agustín: «Cristo es más íntimo a mí, que yo mismo». El cristiano no es solo es aquel que profesa una doctrina y una moral altísima e indispensable. El cristiano no lleva solo una «escala de valores» sobre la que ordena su vida, esto también lo hacen a su manera los paganos y los «gnósticos» modernos, más peligrosos que los mismos ateos, pretendiendo profesar valores cristianos pero humanizados, sin Cristo.

«Y ya no vivo yo, sino que en mí vive Cristo» (Gal. 2, 20).

«Estar en Cristo»

Hay una afirmación de Georges Bernanos (1888-1948) que cito de memoria: «Antes del bautismo, el hombre está poseído por Satán; después del bautismo es el campo de batalla entre Cristo y Satán. Pero Cristo es más fuerte y Satanás acaba encadenado y vencido». Entonces sucede un hecho maravilloso: «Cristo vive en ti para dilatarse, para dilatarse allá donde tú vives, en cada ambiente, en cada realidad que encuentres».

El católico está poseído por Jesucristo cuando piensa, cuando ama, cuando habla, cuando está con su esposa y con sus hijos. Jesús viviente en ti, te transforma totalmente a ti mismo y cambia, según su estilo de verdad y amor, cada fibra de tu ser, cada pálpito de tu vivir, cada respiro de tu alma. Nada está fuera de su penetración de amor y Él, cuando te invade, comunica su Vida divina, sus energías, su gozo, como solo Él puede hacerlo. «Jesucristo transforma todo, cuando quien lo sigue y lo vive está con Él en su familia, en su trabajo, en la sociedad, en el debate civil, en la política, en todas partes, con su presencia».

El católico es aquel que es «uno en Cristo». No es el hombre dividido, fragmentado por la cultura de hoy (¡frecuentemente baja «pseudo-cultura» o porno-cultura!). No existe una «opción religiosa» en  la que Cristo animaría una espiritualidad que no cambia nada en las relaciones humanas, familiares, sociales, culturales, económicas, políticas. Existe Jesucristo que, en quien lo encuentra y escucha, unifica todas las cosas en sí mismo, en una síntesis nueva y maravillosa de vida.

Él (Cristo) –escribe San Pablo (Col 1, 15-18) es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación (…). Todas las cosas fueron creadas por medio de Él y para Él (…) Y Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia, siendo Él mismo el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo sea Él lo primero».

El hombre, la sociedad, el trabajo, la cultura, la política, todas las realidades, el mundo, el universo, todo, ha sido pensado y querido por Dios «in Christo Iesu» (en Cristo Jesús, 164 veces en San Pablo, 24 en San Juan Apóstol y Evangelista) y nada ha sido pensado y querido fuera de Él de ninguna manera.

He ahí su reinado de luz y de amor, el reinado de Jesucristo. Cualquier orden mundial, sea antiguo o nuevo («novus ordo saeclorum») no puede ser pensado ni construido por los hombres o por los poderosos de la tierra, políticos o tecnócratas, según sus gustos e intereses (¡por ejemplo según el dólar o el euro!), sino debe corresponder al designio de Dios que «desde antes de la fundación del mundo nos escogió en Cristo» (Ef. 1, 4). En el plano divino, el orden de las cosas y del mundo, el orden mundial, solo puede ser el primado de Cristo, su reinado social.

Es nuestro «ser uno en Cristo». Es comprometerse para el mundo sea «uno en Cristo». Y gastarse enteramente a sí mismo a fin de que Cristo reine, aun si esta pretensión del catolicismo a no quedarse solo en la vida privada, se enfrenta diametralmente con el laicismo dominante para el que «Dios, si existe, no se mete en nuestros asuntos, está en el cielo y la tierra es nuestra». Sin embargo, nada está más fundamentado que este primado de Cristo, que esta realeza divina, espiritual y eucarística sí, pero también social, por la que «es necesario que Él reine» (1 Cor, 15, 25).

«El verdadero espíritu religioso, el espíritu sacerdotal auténtico no es capaz de sufrir  que haya algo sin Dios y fuera de Jesucristo y gasta la vida para que todo sea establecido en Jesucristo» (Carlos de Condren, 1588-1641).

«Todo para ti, Jesús»

Cristo, como levadura divina, penetra siempre más profundamente en el presente de la vida de los hombres, difundiendo la obra de la salvación alcanzada mediante su Pasión, Muerte y Resurrección. Él envuelve en su dominio salvífico el pasado del género humano, comenzando con el primer Adán. A Él pertenece al futuro: «Jesucristo ayer, hoy y siempre» (Heb. 13,8). Por su parte, la Iglesia tiene como único objetivo continuar la obra misma de Cristo, que ha venido al mundo a dar testimonio de la Verdad, a salvar a los hombres que lo acogen en la fe y la caridad.

Por esto, ante Él, no puedo hacer más que reconocerlo y rezarle así:

«Tú debes reinar, oh Jesús. Urge que nosotros trabajemos para Tú reines en el mundo. Jesús, mi mente es para conocerte, mi corazón para amarte, mis pies para correr hacia Ti y caminar contigo hacia el Padre, las manos para tenerlas entre las tuyas y servir a mis hermanos, los brazos para abrazarte y aferrarme a Ti, el cuerpo para trabajar y sufrir contigo y por Ti. Jesús, me han sido dadas las venas para hacer entrar tu sangre y tu vida divina en mí mismo, de modo que no viva más yo que por medio tuyo. Jesús, he sido pensado, querido y mantenido en vida para Ti solo, a fin de consagrarte el mundo entero. Yo seré mío solo en cuanto sea Tuyo, oh Jesús. El mundo será solo si será tuyo. Avanza, reina y triunfa, oh Jesús».

Candidus

(Traducido por César Félix Sánchez)

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