La concepción cristiana de la muerte está marcada por dos ideas: la muerte es un acto del hombre; la muerte es un momento decisivo de todo el destino humano.
La Religión Cristiana considera la muerte como pena del pecado, y por tanto no desconoce la tristeza subsiguiente a ella; esta tristeza ante la muerte se encuentra también en el hombre Dios:
«Mi alma está triste, mortalmente; quedaos aquí y velad conmigo».[1]
«Y entrando en agonía, oraba sin cesar. Y su sudor fue como gotas de sangre, que caían sobre la tierra».[2]
1. La inevitable muerte
Vittorio Messori, ya en 1995 publicó un libro impresionante Apostar por la muerte. Único tema: la muerte vista desde todos los ángulos humanos y sociales.
Describe la formación de un equipo de médicos, bajo la dirección de la Dra. Elizabeth Kübler-Ross en Chicago. Su labor no es bien recibida en general, porque los mismos personajes que piden una instrucción sexual para los niños, no permiten la educación para la muerte a los jóvenes.
También han recibido la gratitud de muchos enfermos que se han preparado a bien morir, aceptando con dignidad su paso a la Eternidad, mientras que muchos que evitaron escuchar algo sobre la muerte al llegarles la hora han fallecido desesperados con el rostro hacia la pared.
El equipo de Chicago escribe así:
El miedo a hablar de la muerte, es un miedo impuesto por esta sociedad. Una vez rota la conjuración del silencio, los que están muriéndose experimentan un inmenso consuelo, más aún, a esa etapa final óptima, la de la aceptación llegan sólo los pacientes y los familiares que pueden hablar libremente de estos temas.
Todavía mejor, y de manera infalible, llegan los poquísimos que desde niños se han habituado a afrontar su propia finitud.
Si todos desde que éramos jóvenes y sanos, alcanzáramos el estadio de la aceptación de nuestra inevitable muerte, no sólo será fácil y más humano el tránsito, sino que viviríamos una vida más rica, tendríamos a mano valores más auténticos, y sabríamos verdaderamente qué es la alegría de vivir.
Claro que no todos pueden recibir a la muerte cual Francisco de Asís, como a una hermana deliciosa que venía a buscarle en nombre del Dios que le quería recompensar en ese momento todos los buenos instantes de su vida.
Exclamó: Bendita seas nuestra hermana la muerte corporal. Hay que ser un santo de su talla para recibirle con esa cortesía, pero sí se puede educar uno, a esperar recibir la muerte como una liberación de las miserias y sufrimientos de esta vida mortal.
Muchos se estremecen cuando contemplan la estampa de un santo que tiene siempre ante sus ojos una calavera humana, otros escuchan con horror las frases que los monjes cartujos repiten todos los días en una sabia preparación a la muerte corporal -mientras cavan poco a poco sus tumbas diariamente: «Hermano: Morir tenemos» Respuesta: «Ya lo sabemos».
La muerte se nos acerca a todos. Nadie puede hallar una gruta en la que esconderse de la parca.
2. Cuatro clases de muerte
Podemos encontrar dos actitudes generales ante la muerte: la de un criminal que nos quiere arrebatar todo cuanto de querido tenemos en este mundo, o, la figura de un amistoso encuentro con Dios, que dará el premio merecido a quien se ha preocupado de vivir la Palabra divina.
Claro que tienen que temer a la muerte con razón, quienes se han alejado de Dios, porque la muerte no sería para ellos sino el volquete que los arrojara al fuego eterno. Para el pagano la muerte, es «la cosa más terrible entre todas las cosas terribles».
Podemos clasificar la muerte en cuatro fundamentales: muerte natural, prematura, violenta y repentina.
El P. Royo Marín O.P., en su escrito El misterio del más allá, magistralmente explana:
¿A qué llamamos muerte natural? A la que sobreviene por mera consunción y desgaste, sin enfermedad alguna que le produzca directamente.
Pero a veces ocurre todo lo contrario. Es una muerte prematura. En la flor de la juventud, en la primavera de la vida. ¡Cuántos jóvenes se mueren! No ya por accidentes imprevistos –por un disparo casual, por un atropello de automóvil, etc.-, sino por simple enfermedad, en su cama, se mueren también los jóvenes. No con tanta frecuencia, pero se mueren también.
Otras veces sobreviene la muerte de una manera violenta. Un agente extrínseco, completamente imprevisto, nos arrebata la vida en un momento menos pensado. Y unos perecen atropellados por un camión; otros, ahogados en el mar; otros, al estrellarse un avión… No es posible enumerar todas las clases de muertes violentas que pueden arrebatarnos la existencia en el momento menos pensado.
La cuarta clase de muerte es la repentina. No es lo mismo muerte violenta que repentina. Muerte repentina es la que se sobreviene por una causa intrínseca que llevamos ya dentro de nosotros. Por ejemplo, una hemorragia cerebral, un aneurisma, un colapso cardíaco, una angina de pecho pueden producir una muerte inesperada e instantánea.
3. Preparación para la muerte
La preparación para la muerte, era hasta el Vaticano II, una parte destacada de la ascética: el ars bene moriendi dio origen a miles de libros y folletos divulgativos para el pueblo, y constituyó asimismo un tema habitual de la predicación.
Los escritores espirituales insisten sobre la dificultad del bien morir y la necesidad de prepararse. La oscuridad del espíritu que suele preceder al tránsito, junto con las ilusiones que se hace el moribundo por sí mismo y por los demás, además de la tentación de desesperación por parte del Maligno, hacen difícil ponerse conscientemente ante la muerte.[3]
Desde San Cipriano, se cuentan por centenares los ascetas como Solazar, Estella, Molina, La Puente, Nieremberg, Granada, San Alfonso María de Ligorio y otros muchos, «sin olvidar a San Ignacio de Loyola, que ha marcado con su impronta inconfundible el arranque de la conversión en los ejercicios de la primera semana, centrados sobre las verdades eternas», y San Luis María de Montfort con sus «Disposiciones para la buena muerte».
San Luis María de Montfort nos propone Disposiciones Remotas y Disposiciones Prácticas para la buena muerte.
Entre las primeras señala: Pensar todos los días en la muerte, que es 1º, cierta; 2º, cercana; 3º, engañosa; 4º, terrible; 5º, cruel; 6º, semejante a la vida.
Vivir bien, es decir, 1º, evitar el pecado mortal y el venial deliberado; 2º, combatir la pasión dominante; 3º, amar la cruz; 4º, recibir frecuentemente los sacramentos; 5º, dedicarse a la oración y a la obediencia; 6º, tener una gran devoción a la Santísima Virgen.
Entre las Disposiciones prácticas:
Sufrir pacientemente la enfermedad: 1º, porque Dios la envía; 2º, porque puede librarnos del destierro; 3º, porque nos hace expiar los propios pecados, 4º creer firmemente que ella nos llevará a la muerte.
Recibir los sacramentos de la penitencia, la eucaristía y la unción de los enfermos: 1º, oportunamente y antes de que lo insinúen los amigos y familiares; 2º, con arrepentimiento, humildad y acción de gracias; 3º, con fervor.
Señala otras muchas más disposiciones prácticas, precisas y muy útiles.
El Padre Royo Marín O. P., en su libro ya señalado, escribe:
Podemos distinguir dos clases de preparación: una remota, y otra, próxima.
Llamo yo preparación remota la de aquel que vive siempre en gracia de Dios. Al que tiene sus cuentas arregladas ante Dios, al que vive habitualmente en gracia, puede importarle muy poco cuál sean las circunstancias y la hora de su muerte, porque en cualquier forma que se produzca tiene completamente asegurada la salvación eterna de su alma.
Preparación próxima es la de aquel que tiene la dicha de recibir en los últimos momentos de su vida los Santos Sacramentos de la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por Viático. Extremaunción, e, incluso, los demás auxilios espirituales.
Combinando y barajando estas dos clases de preparación podemos encontrar hasta cuatro tipos distintos de muerte: 1º, sin preparación próxima ni remota, 2º, con preparación remota, pero no próxima; 3º, con preparación próxima, pero no remota; 4º, y con las dos preparaciones.
Aquí quisiera transcribir dos casos citados por el Padre Royo Marín, de una muerte sin preparación próxima ni remota:
Dice: Esta fue la muerte de Lutero, el tristemente célebre, el monje disoluto que se separó de la Iglesia y fundó el protestantismo… que apostató de su religión, que se entregó a una lujuria desenfrenada y se pasó la vida combatiendo a la Iglesia y arrastrando a naciones enteras al abismo, murió de una manera desastrosa, como había vivido. La muerte suele ser un reflejo de la vida, salvo rarísimas excepciones.
Esta suele ser la muerte de los perseguidores de la Iglesia. Esta fue la de Voltaire, el de las grandes carcajadas: «Ya estoy cansado de oír que a Cristo le bastaron doce hombres para fundar su Iglesia y conquistar el mundo. Voy a demostrar que basta uno solo para destruir la Iglesia de Cristo».
Declaró su médico: «Poco antes de su muerte, Mr. Voltaire, en medio de furiosas agitaciones, gritaba furibundamente: Estoy abandonado de Dios y de los hombres. Se mordía los dedos y echando mano a su vaso de noche, se lo bebió. Hubiera querido yo que todos los que han sido seducidos por sus libros hubieran sido testigos de aquella muerte. No era posible presenciar semejante espectáculo».
La Marquesa de la Villete, en cuya casa murió Voltaire y que presenció sus últimos momentos, escribe textualmente:
«Nada más verdadero que cuanto Mr. Tronchin –el médico, cuya declaración acabo de leer- afirma sobre los últimos instantes de Voltaire. Lanzaba gritos desaforados, se revolvía, se le crispaban las manos, se laceraba con las uñas. Pocos minutos antes de expirar llamó al abate Gaultier. Varias veces quiso hicieran venir un ministro de Jesucristo. Los amigos de Voltaire, que estaban en casa, se opusieron bajo el temor de que la presencia de un sacerdote que recibiera el postrer suspiro de su patriarca derrumbara la obra de su filosofía y disminuyera sus adeptos. Al acercarse el fatal momento, una redoblada desesperación se apoderó del moribundo. Gritaba diciendo que sentía una mano invisible que le arrastraba ante el tribunal de Dios. Invocaba con gritos espantosos a aquel Cristo que él había combatido durante toda su vida; maldecía a sus compañeros de impiedad; después, deprecaba o injuriaba al cielo una vez tras otra; finalmente, para calmar la ardiente sed que le devoraba, llevóse su vaso de noche a la boca. Lanzó un último grito y expiró entre la inmundicia y la sangre que le salía de la boca y la nariz».
San Alfonso María de Ligorio afirma:[4]
«¿Qué arrepentimiento se puede esperar en la muerte del que hubiere vivido amando el pecado, hasta aquel instante? Refiere San Belarmino que, asistiendo a un moribundo y habiéndole exhortado a que hiciera un acto de contrición, le respondió el enfermo que no sabía lo que era contrición. Procuró San Belarmino explicárselo, pero el enfermo dijo: «Padre, no lo entiendo, ni estoy ahora capaz de esas cosas.» Y así falleció, “dando visibles señales de su condenación”, como San Belarmino dejó escrito. Justo castigo del pecador—dice San Agustín — será que al morir se olvide de sí mismo el que en la vida se olvidó de Dios».
4. Olvido de la muerte
Pero, la doctrina católica sobre la muerte quedó anulada y diluida en la mentalidad de nuestros contemporáneos.
El Papa Pío XII en la gran encíclica Mediator Dei, avizoraba una tendencia protestantizadora en estos términos: «Así, por ejemplo, se sale del recto camino quien desea devolver al altar su forma antigua de mesa; quien desea excluir de los ornamentos litúrgicos el color negro; quien quiere eliminar de los templos las imágenes y estatuas sagradas; quien quiere hacer desaparecer en las imágenes del Redentor Crucificado los dolores acerbísimos que Él ha sufrido; quien repudia y reprueba el canto polifónico, aunque esté conforme con las normas promulgadas por la Santa Sede».[5]
La teología moderna tiende a identificar el momento de la muerte con el encuentro con Cristo Salvador, evitando hablar del Cristo Juez. Así, de los dos motivos que hacen terrible la muerte (ser consecuencia del pecado y ser el instante del juicio), el segundo resulta ser pasado por alto.
La liturgia de difuntos, antes del Vaticano II, estaba informada por la idea del juicio, que es en realidad primaria, puesto que el juicio por sí mismo no es misericordia ni castigo, sino precisamente juicio, y su carácter terrible nace de ser un juicio. Pero dentro de aquella mentalidad corría también la idea alegre de la esperanza.
Considerada la muerte un acto decisivo y difícil, no se abandonaba al hombre solitario. El admirable Ordo commendationis animae, en el cual a la ternura y a la compunción se unen las más audaces esperanzas, acompañaba al agonizante en todo momento con súplicas a Dios, con invocaciones a los ángeles y a los Santos, y con intimidaciones al Maligno.
Las exequias eran después una expresión de piedad y sufragio, y el cadáver era honrado con luces, inciensos, y aspersiones de agua bendita. Han caído en desuso los ritos con que la Iglesia manifestaba la importancia otorgada al destino eterno, a la inmortalidad y a la resurrección.[6]
El ideólogo comunista Antonio Gramsci, amonestaba a sus militantes diciéndoles que «hacerse preguntas sobre la muerte no es moderno», ya que estas eran el resultado de «residuos inorgánicos de estados de ánimo ya superados».
Constata el historiador Pierre Chaunu, un cristiano de la mejor fibra:
En Oriente como en Occidente al no poder expulsar a la muerte de nuestra vida se ha decretado que es vergonzosa, que debemos arrojar de nuestra mente. La han excomulgado porque pone en crisis todas las culturas hegemónicas de nuestro tiempo, como no han podido hacerle sitio, la han ocultado, proscrito o prohibido.
Pero que no se hagan ilusiones estos, por ahora poderosos señores del pensamiento, no es tan fácil matar a la muerte. No hay más que revisar los periódicos y las pantallas de TV, cada vez ocupan más lugar las esquelas, que son las tarjetas de visita de la muerte.
En cuanto a nosotros se refiere: cuándo moriremos, no lo sabemos. Cómo moriremos, tampoco. Pero sabemos que si morimos en pecado mortal, nos condenaremos.
En aquel definitivo momento que separa la vida terrena de la eterna nada se improvisa, cada uno muere según vivió mientras gozaba de su conciencia y de su libertad: Qualis vita, finis ita. Como fue su vida, así su muerte.
Germán Mazuelo-Leytón
[1] SAN MATEO 26, 38.
[2] SAN LUCAS 22, 44.
[3] cf. AMERIO, ROMANO, Iota unum.
[4] DE LIGORIO, San ALFONSO Mª, Preparación para la muerte o consideraciones sobre las verdades eternas.
[5] PAPA PIO XII, Encíclica Mediator Dei, nº 80.
[6] cf. AMERIO, ROMANO, Iota unum.