El Sínodo que se inauguró en el Vaticano el pasado día 4 ha generado bastante expectación. Pero tres días después, el 7 de octubre, el centro de la atención internacional se desvió a Oriente Próximo, repentinamente ensangrentado por el brutal ataque de Hamás a Israel. Junto con la ocupación rusa de Ucrania en febrero del año pasado, ha sido otro factor desestabilizante del frágil equilibrio mundial, confirmando la existencia de una guerra contra Occidente, que en este momento tiene su epicentro en Palestina, tierra donde derramó su Sangre el Redentor de la humanidad.
El papa Francisco ha manifestado condenado la contienda en varias ocasiones y ha pedido la liberación de los rehenes y evitar que la crisis vaya a más. Ahora bien, ¿es eso todo lo que cabía esperar del Vicario de Cristo?
Francisco habría tenido una oportunidad extraordinaria de hacer oír su voz a los poderosos del mundo junto a la de los padres sinodales congregados en Roma. ¿Puede haber una ocasión más apropiada para recordar solemnemente que la causa de la guerra, como la de todos los males, está en la acumulación de pecados públicos por parte de los hombres, así como las guerras que en este momento se libran son un castigo por que el mundo se ha alejado de Dios, y que la única solución para alcanzar la paz está en el respeto a la ley natural y la conversión al Evangelio? Pero el Vicario de Cristo también debería recordar que Palestina es una tierra que fue santificada por la vida y la muerte del Salvador y pedir la custodia de Jerusalén y los Santos Lugares, los cuales, junto con la urbe romana, sede de la Cátedra de San Pedro, constituyen el corazón del mundo.
La Iglesia siempre ha reivindicado el derecho de propiedad y custodia de los Santos Lugares, objeto de veneración y meta de peregrinaciones desde los albores del cristianismo. El culto a los santuarios cristianos de Palestina se inició cuando Constantino, tras el Concilio de Nicea del año 325, mandó a algunos obispos presentes que fueran a Jerusalén para identificar los la ubicación de los distintos momentos de la Pasión y Resurrección de Jesucristo y construir iglesias sobre ellos. Santa Elena, madre de Constantino, colaboró con ellos en la búsqueda de las preciosas reliquias. Se edificaron cinco basílicas: la primera sobre el emplazamiento del Santo Sepulcro; la segunda en Belén sobre la gruta de la Natividad; una tercera sobre el Monte de los Olivos, donde tuvo lugar la Ascensión de Nuestro Señor; la cuarta en el huerto de Getsemaní, y la última en Nazaret. A San Jerónimo y a su grupo de patricias romanas, instalados en Jerusalén a finales del siglo IV, les debemos los primeros albergues y hospitales para peregrinos. Así dio comienzo un movimiento de peregrinaciones que sería interrumpido por la dominación musulmana de Palestina y que con fases alternas habría de durar hasta 1917.
En 1071, cuando los turcos selyúcidas conquistaron Jerusalén, empezó un periodo de persecuciones contra los cristianos que suscitó la indignación de la Cristiandad. Nació entonces el grandioso movimiento de las Cruzadas, con miras a liberar el Santo Sepulcro. Después del fin de aquella epopeya, la defensa y culto de los santuarios cristianos, conservados a lo largo de siglos de innumerables vicisitudes, pasó a manos de los franciscanos. La misión de los frailes menores en Tierra Santa quedó regularizada por las bulas Gratias agimus y Nuper carissimae de Clemente VI (1342) y mediante el pacto entre el rey de Nápoles y el sultán egipcio Qalāwūn. Los derechos de los católicos fueron confirmados y ampliados a lo largo de tres siglos por los sultanes de Egipto, interesados en mantener relaciones comerciales con Europa, hasta que Palestina fue ocupada por los turcos otomanos, que reiniciaron los atropellos. Durante esa época se instalaron en Jerusalén los monjes ortodoxos griegos. Entonces se inició una larga y tenaz disputa entre el clero católico y los cismáticos orientales, que con el paso de los siglos se agravaría con las pretensiones rusas, que alegaban el derecho de proteger a la ortodoxia rusa en todo Levante.
Con el breve apostólico Nulla celebrior, Pío IX restableció en 1847 el Patriarcado Latino de Jerusalén, vacante desde el tiempo de las Cruzadas. El 11 de diciembre de 1917, mientras se desmoronaba el Imperio Otomano, el general inglés Edmund Allenby liberó Jerusalén del plurisecular dominio islamita. Por respeto a la Ciudad Santa, Allenby y sus oficiales desmontaron y entraron a pie por la puerta de Jaffa, acompañados por representantes de las órdenes militares de Italia, Francia e Inglaterra. La Cristiandad exultó, pero las esperanzas de una plena liberación de Tierra Santa no tardaron en verse nuevamente frustradas.
En los años en que nacía el estado de Israel y estallaba en Palestina la guerra entre judíos y árabes el papa Pío XII dedicó tres encíclicas a los Santos Lugares: Auspicia quaedam, del 1º de mayo de 1948, In multiplicibus, del 24 de octubre del mismo año, y Redemptoris nostri, del 15 de abril de 1949.
En la primera de ellas, el Papa recordaba que había un motivo concreto por el que se afligía y angustiaba vivamente su corazón: «Nos queremos referir a los Santos Lugares de Palestina, que desde hace mucho tiempo se ven turbados por luctuosos sucesos y casi cada día se ven devastados por nuevos estragos y ruinas. Y, sin embargo, si hay una región en el mundo que debe ser especialmente amada por todo espíritu digno y culto, esa es ciertamente Palestina, de la cual, ya desde los oscuros primeros años de la historia, ha surgido para todos los hombres tanta luz de verdad, en donde el Verbo de Dios encarnado quiso anunciar por medio de los angélicos coros la paz a los hombres de buena voluntad y donde finalmente Jesucristo, colgado en el árbol de la Cruz, procuró la salvación de todo el género humano, y extendiendo sus brazos, como invitando a todos los pueblos a un abrazo fraternal, consagró, con la efusión de su sangre, el gran precepto de la caridad.»
En la segunda, In multiplicibus, afirmaba: «Es, pues, oportuno que se conceda a Jerusalén y sus alrededores donde se conservan los venerables monumentos un régimen estatuido y consolidado por el derecho »internacional» el cual en las actuales circunstancias en forma suficiente y apta parece poder proteger esos monumentos sagrados. Por ese mismo derecho será igualmente oportuno consolidar la seguridad de visitar los Lugares Santos y de permanecer firme e inconcusa la libertad del culto divino y de conservar incólumes el carácter y las costumbres heredadas de los mayores».
Por último, en la tercera renovaba la invitación a los «gobernantes y todos aquellos de quienes depende la decisión de tan importante problema [tomen la decisión de] dar a la Ciudad Santa y a sus alrededores una situación jurídica cuya estabilidad en las circunstancias presentes solamente puede ser asegurada y garantizada por un acuerdo común de las naciones amantes de la paz, respetuosas de los derechos de los demás. Pero es también necesario proveer a la tutela de todos los Santos Lugares, que están no sólo en Jerusalén y en sus alrededores, sino también en otras ciudades y pueblos de Palestina. Y puesto que no pocos de ellos, como consecuencia de la reciente guerra, han estado expuestos a graves peligros y han sufrido daños notables, es menester que estos lugares, depositarios de tan grandes y venerables memorias, fuente y alimento de piedad para todo cristiano, queden convenientemente protegidos por un estatuto jurídico garantizado por alguna especie de acuerdo o de compromiso internacional.»
Nunca se han llegado a materializar los planes de protección internacional de Jerusalén y los Santos Lugares, y el flujo de peregrinos se ha mantenido en un contexto de conflicto latente. Ahora ha estallado la contienda en la tierra en que nació y murió Aquel fue anunciado por los profetas como Príncipe de la Paz (Is.9,6), y la guerra amenaza con propagarse a Oriente y Occidente. Pero si Cristo no es anunciado por quien debería ser su representante, llamando a la humanidad a la conversión, ¿nos vamos a extrañar de que el mundo corra el riesgo de sumirse en una guerra peor que las que la precedieron?
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)