Gregorio XVI y la epidemia de su tiempo

La epidemia de cólera que azotó Europa durante el siglo XIX tuvo su origen en 1817 a orillas del Ganges, en la India. El recorrido de la pestilencia fue lento pero inexorable. La pandemia se extendió hasta la China y el Japón, entró en Rusia y desde allí se extendió a Escandinavia, Inglaterra e Irlanda, desde donde llegó a Estados Unidos en los barcos de los emigrantes. En los años treinta de dicha centuria llegó a Canadá, EE.UU., México, Perú y Chile. En 1832 llegó a París, seguidamente a España y finalmente, en julio de 1835, traspasó los límites   norte  de  Italia  y azotó Niza, Génova y Turín.

El historiador Gaetano Moroni (1802-1883), en su célebre Dizionario di erudizione, habla del «azote destructivo y desolador del cólera morbo, indio o asiático», al cual califica de peste, y lo presenta en estos términos: «El nombre de peste se aplica a toda suerte de flagelo o castigo divino que infunde a todos un sano espanto y temor, instando a los pecadores pertinaces a una penitencia sincera y surtiendo un efecto admirable en ello, pues el pecado es la fuente incesante de toda adversidad» (Dizionario di erudizione storico-ecclesiastica, Tipografia Emiliana, Venecia 1840-1861, vol. 52, p. 219).

En 1831 Gregorio XVI había sido elegido al solio pontificio. En 1815 envió una comisión de médicos a París en busca de información sobre la dolencia, cuya naturaleza era desconocida. En cuanto apareció la enfermedad en Italia se desató un acalorado debate entre dos escuelas médicas, la de los contagionistas y la de los epidemistas. Se trataba  de dilucidar si se propagaba por contagio o a modo de epidemia. Los contagionistas sostenían que el mal se propagaba por contacto directo o indirecto con los enfermos, por lo cual las medidas para contenerlo debían consistir en establecer cordones sanitarios y cuarentenas. Por su parte, los epidemistas afirmaban que había que buscar la causa de la enfermedad en las deficientes condiciones higiénicas y en los miasmas que  circulaban por la atmósfera, y se oponían a las medidas de aislamiento y cuarentena al no poderse impedir la circulación del aire (Eugenia Tognotti, Il mostro asiatico. Storia del colera in Italia, Laterza, Roma-Bari 2000). En general, los gobiernos monárnicos se inclinaban por la hipótesis contagionista, mientras que los liberales y los carbonarios, que consideraban tiránica toda medida que pudiese lesionar las libertades individuales, sostenían la hipótesis epidemista, y cuando el mal llegó al Reino de las Dos Sicilias, hicieron correr el bulo de que él cólara había sido provocado por un veneno propagado por el propio gobierno borbónico.

Gregorio XVI, que había condenado el liberalismo en la encíclica Mirari Vos del 15 de agosto de 1832, se inclinaba por la hipótesis contagionista. El 12 de agosto la Congregación Sanitaria instituida por el Papa publicó un Reglamento y método para activar cordones sanitarios destinado a cortar el paso al mal en las fronteras de los Estados Pontificios, e incluso en algunas zonas del interior, a impedir la entrada y salida de personas y de todo lo que pudiese de algún modo propagar el contagio. Los cordones sanitarios formaban dos barreras sucesivas de una milla de ancho (el cordón infecto y el cordón sano) vigilados por una serie de centinelas que impedían rigurosamente el acceso a todo el mundo. Entre ambos cordones se dispuso que hubiera menos tres casas donde se pudieran recluir las personas durante los catorce días de cuarentena. Ulteriores disposiciones fueron añadidas al edicto, entre otras el uso de pasaportes sanitarios que se otorgaban a quienes, bajo supervisión, pudieran circular libremente, así como la segregación inmediata y total de de las localidades «donde para colmo de males pudiera darse la enfermedad». Se ordenaba por tanto que si a pesar de todas las precauciones llegaba la dolencia a alguna zona de la ciudad, se procedecería a levantar barricadas en las calles, proporcionándose al mismo tiempo víveres a la población. Al final se recordaba la gravedad extrema con que se castigaría el incumplimiento de tales disposiciones: las penas llegaban a castigar con cadena perpetua el paso clandestino a través de los cordones y la pena de muerte en caso de contagio culposo (Marcello Teodonio, Francesco Negro, Colera, omeopatia ed altre storie, Roma 1837, Fratelli Palombi, Roma 1988, pp. 38-39).

El cólera no había llegado todavía a Roma, pero el 20 de septiembre de 1836 el cardenal Anton Domenico Gamberini, ministro del interior de los Estados Pontificios, publicó un edicto por el cual, en nombre de Gregorio XVI, notificaba que para hacer «todo lo que aconseja la humana prudencia» y «reducir los daños que pudiera causar la invasión de la dolencia (…) en caso de que nos estuviese reservada por nuestros pecados» se instituía en Roma una Comisión Extraordinaria de  Seguridad  Pública presidida por el cardenal Giuseppe Sala e integrada por seis miembros, tres de ellos religiosos y laicos los otros tres, asistida por un consejo médico permanente. Roma se dividía en 14 zonas sanitarias, según sus respectivos distritos. Cada una estaba dotada de una comisión particular compuesta de médicos, cirujanos y enfermeros. Todas las comisiones estaban encargadas de la limpieza de las calles, la venta de comestibles y bebidas, la ayuda a los indigentes y el socorro a los enfermos de cólera. Las farmacias estaban obligadas a facilitar los medicamentos gratis a los enfermos, en tanto que los médicos debían llevar un registro diario de los casos. En su misión de supervisar todos los hospitales de la ciudad, el cardenal Sala contaba con la asistencia del padre Gioacchino Pecci, futuro León XIII, que aquel mismo año había obtenido el doctorado en teología y derecho canónico.

El 7 de enero de 1837, la comisión militar instituida por Gregorio XVI comunicó que había impuesto la cadena perpetua a seis personas culpables de haberse saltado el cordón sanitario. El 14 de enero, entre numerosas protestas, se publicó un edicto que prohibía la celebración del histórico carnaval de Roma. El Miércoles de Ceniza, el cardenal Odescalchi recordó a los romanos que debían «intentar aplacar con ayunos, oraciones y otras obras piadosas la ira del Omnipotente, desatada por graves culpas, a fin de mantener alejado el azote que los amenazaba».

En julio de 1837 se notificaron los primeros casos de cólera en Roma. La opinión pública se dividió entre los que negaban y los que admitían la realidad de la epidemia. No obstante, entre julio y septiembre el cólera se multiplicó exponencialmente. Mientras en los círculos liberales seguían haciendo correr la voz de que la enfermedad había sido propagada adrede por las autoridades pontificias, Gregorio XVI ordenó reforzar los cordones sanitarios y suspender todas las celebraciones, fiestas y reuniones. Se mobilizaron las reservas militares, se cerraron las fronteras y puertos y se ordenó a las tropas de caballería que hicieran batidas hasta en los lugares más apartados. El 6 de agosto se celebró una solemne procesión de la Virgen de San Lucas, desde la basílica de Santa María la Mayor hasta la iglesia de Jesús, y allí permaneció expuesta durante los ocho días siguientes. A la Virgen, precedida por un piquete de dragones a caballo, le rindieron homenaje a lo largo de todo el recorrido el Papa, todo el colegio cardenalicio y las autoridades romanas.

Las crónicas dan cuenta de la abnegación del clero secular y regular y de la «dedicación evangélica del Sumo Pontífice, que no vacilaba en dirigirse a los lugares más aquejados de la enfermedad para atender en persona a las necesidades espirituales y materiales de las víctimas (Paolo Dalla Torre, L’opera riformatrice ed amministrativa di Gregorio XVI, en Gregorio XVI, Pontificia Università Gregoriana, Roma 1948, vol. II, p. 70). Entre los sacerdotes que se distinguieron asistiendo heroicamente a los enfermos y socorriendo a los moribundos se encontraban San Vicente Pallotti y San Gaspar del Búfalo.

Según el contemporáneo Diario di Roma, en el espacio de los tres meses transcurridos entre el 28 y el 9 de octubre de 1837, los afectados en la Ciudad Eterna habrían sido 8090, con 4446 muertos. El 28 de diciembre también falleció San Gaspar del Búfalo, a cuya muerte asistió San Vicente Pallotti, el cual vio su alma subir al Cielo en forma de llama. Entre los afectados por el cólera de forma benigna se encontraba Prosper Guéranger, abad benedictino de Solesmes, que había ido a Roma para obtener la aprobación oficial de su fundación. Una vez recuperado y habiendo conseguido el reconocimiento de Gregorio XVI, don Guéranguer intentó regresar a Francia, pero cuenta su biógrafo que las comunicaciones entre los Estados Pontificios y el resto del mundo estaban suspendidas y el cordón sanitario tenía bloqueado el puerto de Civitavecchia y todas las carreteras. Hasta el 4 de octubre no consiguió el P. Guéranger abandonar los Estados Pontificios y, tras un interminable viaje, llegó por fin a París (Dom Guy-Marie Oury, Dom Guéranger moine au coeur de l’Eglise, Editions de Solesmes, 2000, pp. 158-160).

Entre tanto, la epidemia se iba extinguiendo lentamente, y el 15 de octubre se cantó en las tres basílicas patriarcales de San Juan, San Pedro y Santa María la Mayor, así como en todas las parroquias, un solemne Te Deum con indulgencia plenaria en acción de gracias por el fin de la epidemia.

Doce años después, en 1849, el huracán que supuso la República Romana, mucho peor que la epidemia de cólera, causó estragos en la Ciudad Eterna, constituyendo una nueva etapa del proceso revolucionario que se prolonga hasta nuestros días. Por fin en 1884 Roberto Koch aisló el vibrión del cólera y al año siguiente fue posible la obtención de la primera vacuna, por parte del médico español Jaime Ferrán.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Roberto de Mattei
Roberto de Matteihttp://www.robertodemattei.it/
Roberto de Mattei enseña Historia Moderna e Historia del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en la que dirige el área de Ciencias Históricas. Es Presidente de la “Fondazione Lepanto” (http://www.fondazionelepanto.org/); miembro de los Consejos Directivos del “Instituto Histórico Italiano para la Edad Moderna y Contemporánea” y de la “Sociedad Geográfica Italiana”. De 2003 a 2011 ha ocupado el cargo de vice-Presidente del “Consejo Nacional de Investigaciones” italiano, con delega para las áreas de Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2006 fue Consejero para los asuntos internacionales del Gobierno de Italia. Y, entre 2005 y 2011, fue también miembro del “Board of Guarantees della Italian Academy” de la Columbia University de Nueva York. Dirige las revistas “Radici Cristiane” (http://www.radicicristiane.it/) y “Nova Historia”, y la Agencia de Información “Corrispondenza Romana” (http://www.corrispondenzaromana.it/). Es autor de muchas obras traducidas a varios idiomas, entre las que recordamos las últimas:La dittatura del relativismo traducido al portugués, polaco y francés), La Turchia in Europa. Beneficio o catastrofe? (traducido al inglés, alemán y polaco), Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta (traducido al alemán, portugués y próximamente también al español) y Apologia della tradizione.

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