En un debate televisivo (Stasera Italia, 14 de octubre de 2020), el sociólogo progresista Marco Revelli ha denunciado con alarma el creciente clima de angustia colectiva que se propaga por Italia y por Occidente al compás de la danza macabra del coronavirus. «La muerte se mueve por Occidente», ha dicho evocando este espectro.
Ahora bien, la muerte jamás ha dejado de moverse. Se muere y se sigue muriendo todos los días de mil maneras. La muerte es una de las pocas certezas, tal vez la primera, de nuestra vida. Vivimos, pero nuestra vida corporal tiene fijado un plazo inexorable.
La sociedad moderna ha intentado conjurar el pensamiento de la muerte, que vulnera las leyes del placer y del bienestar de las masas. La muerte es la consecuencia del pecado original, y la sociedad moderna niega el pecado original. Niega todo pecado, y cree que es posible vencer a la enfermedad y la muerte.
Tal presunción es un sueño diabólico, porque está inspirada porque está inspirado por aquel que inspiró el primer pecado: el Príncipe de las Tinieblas, que siegue repitiendo a los hombres «seréis como dioses», y les propone alcanzar ese objetivo por medio de la ciencia, en particular la manipulación genética.
La prohibición de hablar de la muerte se expresa siempre en la indignación suscitada contra los sacerdotes que invitaban en su predicación a lo que en otros tiempos se conocía como ejercicios para la buena muerte: la preparación para el momento fatal que a todos nos espera. San Alfonso María de Ligorio, que escribió un libro bellísimo titulado Preparación para la muerte, nos recuerda en sus Máximas eternas que la muerte es un momento del que depende la eternidad; una eternidad dichosa o para siempre desgraciada, de alegría o de anhelo, de todo bien o todo mal; una eternidad de Paraíso o de Infierno.
Pero si un católico habla de la muerte lo tildan de querer sembrar el terror y la angustia y lo condenan como profeta de desgracias, como si hablar de la muerte fuera lo mismo que desear o acelerar la llegada de ese momento. La consigna hasta ahora dominante era el silencio sobre la muerte.
Todo ha cambiado en pocos meses. Se ha impuesto a la sociedad el espectro de su muerte, guadaña en mano, y lo invocan los mismos científicos que deberían haber derrotado las enfermedades y la muerte pero se ven impotentes ante la pandemia del coronavirus.
Para quienes creen que la muerte no es el fin sino el comienzo de otra vida, ésta sería una oportunidad de llevar a cabo el apostolado de la buena muerte. Pero los pastores callan, y quienes hablan de la muerte son sociólogos como Revelli, o científicos como Massimo Galli, que se declaran públicamente ateos y por tanto incapaces de ver más allá de la muerte.
No es es de extrañar que la sociedad contemporánea, incapaz de encontrar un sentido a la vida, caiga en la angustia ante la enfermedad y la muerte. Lo que sí sorprende es el silencio de quienes deberían disponer de todo el arsenal para vencer, no digo a la muerte sino a la angustia que la envuelve: los ministros de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, custodios de toda la verdad referente a la vida y la muerte de los hombres y su destino de ultratumba, y la única que tiene palabras de vida eterna (Jn.6,88).
Nuestra súplica es humilde pero ardiente. Pastores: en esta hora trágica y confusa de nuestra historia, no nos hablen de esta vida terrena, sino de la otra; la vida eterna, la verdadera, en la cual ciframos todas nuestras esperanzas.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)