Hacia la reconquista de la santidad, en familia

He terminado agotada con el ajetreo del verano. Si ya es difícil durante el invierno lidiar con cinco niños sujetos a estrictos horarios, no les digo nada de lo que supone en verano… Un día levantas a todo el campamento para abordar una ruta de doce kilómetros y al siguiente te quedas en casa para jugar al «Hombre rico, hombre pobre» porque las agujetas de la tropa (al completo) impiden dar un solo paso. Con un descontrol tan caótico como ese, la palabra «descanso» ha sido la única que se ha tomado vacaciones en esta familia.

Sin embargo, a pesar de lo anterior, puedo asegurar que ha sido uno de los mejores veranos que recordamos. La «culpa» de todo esto la tiene mi marido, claro. Hace tres años decidió que las vacaciones no estaban para descansar, sino para hacer familia, y esa inocente afirmación puso nuestros veranos patas arriba. Desde entonces, los días de agosto están dedicados a incidir en aquellas facetas familiares que necesitan refuerzo, a dar ejemplo a nuestros hijos (¡qué difícil resulta esto último!), y a «crear recuerdos» sobre los que un día, esperamos se apoyen para tomar decisiones vitales. Por supuesto que, todo ello, sin olvidar lo más importante: que las vacaciones están para divertirse.

Con este planteamiento, lo primero que instauró mi esposo fue la misa diaria y el rezo del rosario. Es curioso, pero mientras que a mis amigos se les descompone el rostro cuando confieso esta circunstancia, a mis hijos lo mucho que se les ocurría preguntar era: «¿Cual toca hoy, mamá, la larga o la corta?». (Los lectores habrán captado que se referían a si tocaba la misa ordinaria de diario o la tridentina dominical). Y, aunque me encantaría decir que mis hijos iban deseosos a misa (con edades comprendidas entre los veinte meses y los nueve años, esto sería milagroso), sí que puedo asegurar que aceptaban el hecho como algo completamente natural. Es lógico, pues si en vacaciones es cuando tenemos más tiempo libre, también es cuando más tiempo tenemos para dedicar a Dios.

Otra singularidad de nuestro verano, merced de mi esposo, han sido las clases magistrales que han recibido mis retoños sobre la Reconquista de España (de acuerdo, lo confieso: yo también). Mi marido ha revelado una faceta escondida de su carácter y ha resultado ser un gran docente, a la vez que un hábil narrador. Y si el año pasado, en los picos del Pirineo aragonés, nos ilustró sobre la vida de los Reyes Católicos, este año, en Asturias, no podía dejar pasar la oportunidad de hacernos comer las uñas gracias a las batallas de don Pelayo, Alfonso I y demás reyes astures. Naturalmente, esto exigía un gran esfuerzo por su parte: se pasaba los pocos ratos libres que rascaba junto al libro de Asturias de José Javier Esparza, tomando notas y apuntes, para al día siguiente, aprovechando los viajes en coche, desgranarnos las hazañas de la Reconquista. No pocas noches lo he tenido que despertar del sofá con el libro entre manos, y muchas más me he reído cuando lo veía entrar en el aseo con él durante el día porque era el único sitio donde no le interrumpían los críos.

Memorable fue el día en que, GPS en mano y lidiando con las traicioneras curvas asturianas, mi estómago no soportó más la tarea de apuntadora de fechas, batallas y de impronunciables personajes, y cerré el libro completamente mareada. Ante tal circunstancia, mi marido, muy solemne (y no sin cierta dosis de picardía), les anunció a mis hijos que sin fechas no se puede narrar la Historia… Los gritos de queja llegaron hasta mi tierra natal, y aunque no lo dijeron, sé que pensaban en esos momentos que esa era la razón por la que la Reconquista no contenía nombre de mujeres.

¿Y qué decir de las grandes rutas que hemos abordado? «Hay que educar en virtudes», insiste mi marido, “si queremos que nuestros hijos crezcan fuertes en la Fe, necesitamos que adquieran las virtudes de constancia, esfuerzo, valor…”. ¡Dicho y hecho! Después de misa… ¡mochilas a la espalda y al abordaje de una ruta asturiana!

Ni que decir que doce kilómetros de marcha dan tiempo para mucho: conversaciones, canciones, quejas (muchas quejas), chistes (¿cuántos chistes malos puede contener el castellano?)… Era todo un espectáculo ver a nuestra familia en medio del bosque asturiano: mi marido con nuestro pequeño de veinte meses cargado a la espalda (el muy bribón, al verse ahí encerrado, se quejó amargamente el primer día, pero cuando vio lo largo que se hacía el camino cambió los llantos por caricias agradecidas), los cuatro restantes abriendo paso y nosotros detrás animando a la tropa. «¡Aquí nadie abandona!», interpelaba mi esposo. Hubieron momentos de ánimo, desánimo, «yo te llevo la mochila», «ahora me la llevas tú», «¿cuánto falta?» (esto último demasiado a menudo)… Pero al final, tras pasar la meta, lo celebrábamos a lo grande con unos espléndidos huevos fritos con patatas fritas que sabían a gloria. Y para nosotros, la cara de satisfacción de mis retoños al saber que habían coronado otra hazaña, era lo mejor de la jornada.

Ha sido un verano espléndido. Hemos disfrutado de Dios, de los hijos y de los amigos. Asturias es bella y nosotros supimos aprovecharla. Quizá por eso, el día de vuelta, mis hijos lloraban desconsolados en el coche porque no querían volver. «¡Ha sido el mejor verano de todos, papá!», aseguraba mi hijo mayor.

Y es verdad… Ahora que hemos vuelto al trabajo, mi marido no puede estar tan pendiente de mis hijos (por su ajetreado horario laboral), así que me toca de nuevo a mí tomar las riendas. Confieso que me gusta pasar a un segundo plano durante el verano y sobre todo, me gusta ver a mi marido en acción.

He estado sin cobertura mediática prácticamente todo el mes, así que Dios me ha concedido la gracia de permanecer ajena a todo lo que se cuece en la Iglesia estos días. Al abrir el portal de Adelante la Fe, mi piel se ha erizado al ver los tejemanejes del Sínodo, la reforma del proceso de nulidad matrimonial y los ataques a la doctrina. En realidad, cuando lo leo y pienso en nuestro verano, no hago sino pensar que los jerarcas de la Iglesia han perdido la fe en Dios primero y luego, en el hombre. La Iglesia ya no cree que el hombre puede llegar a hacer heroicidades por Dios, y por eso, devalúa la doctrina. Lo que se dice que es a favor del hombre, en realidad no está sino condenándolo a una vida infeliz y mediocre. Si me permiten cierto paralelismo, es igual que la ESO española. Como nuestros legisladores no creen en los alumnos, reforman la educación para que todo estudiante mediocre pueda aprobar… Ahora, como es lógico, sigue habiendo mediocres, lo que ya no quedan son alumnos con ganas de superación. Al final, en la Iglesia ocurrirá lo mismo, como muy bien nos ilustra Christopher Fleming en su artículo sobre la devaluación del matrimonio.

Por nuestra parte, aún creemos en que el hombre puede amar heroicamente a Dios. Por eso, intentamos educar a nuestros hijos así. Por lo pronto, Dios (que sabe de mis quejas por no encontrar un Sagrario en una iglesia abierta a una hora razonable para madres trabajadoras), me ha otorgado dos mañanas libres que aprovecharé para ir a misa y hacer oración ante el Sagrario. Además, por si eso era poco, nos ha regalado las llaves de una pequeña iglesia de pueblo para ir a rezar en familia los fines de semana.

Creo que nuestro año escolar empieza así bien. Ahora, a preparar la batalla del sínodo con oración y ayuno. Se han acabado las vacaciones, es hora de volver a trabajar.

Mónica C. Ars

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Mónica C. Ars
Mónica C. Ars
Madre de cinco hijos, ocupada en la lucha diaria por llevar a sus hijos a la santidad. Se decidió a escribir como terapia para mantener la cordura en medio de un mundo enloquecido y, desde entonces, va plasmando sus experiencias en los escritos. Católica, esposa, madre y mujer trabajadora, da gracias a Dios por las enormes gracias concedidas en su vida.

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