Hiperpapolatría y mutación litúrgica: argumentos contra el Novus Ordo

Texto íntegro de la Conferencia  Lepanto, por el Dr. Kwasniewski

Rorate tiene el honor de publicar el texto íntegro de la  ponencia  pronunciada el pasado 16 de febrero por el Dr. Kwasniewski en la Conferencia Lepanto . Hemos hecho algunas adaptaciones al texto para su publicación.

Hiperpapolatría   y mutación litúrgica: argumentos contra el Novus Ordo

Peter A. Kwasniewski

Hace poco más de cincuenta años tuvo lugar uno de sucesos más trascendentales y funestos en la historia de la Iglesia Católica: la promulgación del nuevo orden de la Misa, el Novus Ordo Missae, por Paulo VI en su constitución apostólica MIssale Romanum el 3 de abril de 1969. Medio siglo más tarde, es bastante frecuente encontrar sacerdotes conservadores que hacen afirmaciones del siguiente tenor: «No fue la reforma litúrgica lo que desencadenó la crisis postconciliar en la Iglesia; lo que trajo el caos litúrgico fue el relativismo doctrinal y moral. La liturgia está hecha un desastre  porque la doctrina y la moral  ya lo estaban .  Dicho de un modo más jocoso: la culpa no es del automóvil sino del conductor, que estaba borracho. La Misa Novus Ordo,  los ritos reformados de todos los sacramentos, las bendiciones, los exorcismos, la Liturgia de las Horas… todo eso en sí está muy bien, y si lo encaramos con la actitud debida y lo hacemos  de la mejor manera posible, tendremos una vida litúrgica auténticamente católica sin las barbaridades doctrinales y morales que todos aborrecemos. Es decir, que podemos estar en misa y repicando, nunca mejor dicho, celebrando con el Novus Ordo a la manera del Vetus.»

A mí me parece de una ingenuidad extrema. Es conocida la observación de Joseph Ratzinger de que la crisis que vivimos hoy en día en la Iglesia se debe en buena parte a la desintegración de la liturgia. [1] Y esta última crisis tiene sus raíces directas en varias características problemáticas de la reforma litúrgica en sí y de sus consecuencias.

El precio de los cambios grandes y repentinos

Lo cierto es que, simplemente, al cabo de más de un milenio de estabilidad litúrgica, de repente se efectuaron transformaciones drásticas en todo aspecto de la liturgia que transmitía un mensaje. «Aun lo más importante del catolicismo –lo permanente e inmutable– puede cambiar de un momento a otro en tanto que sea voluntad del Papa».

En efecto, la liturgia siempre se ha desarrollado de modo gradual y en los detalles, pero jamás en la historia de la Cristiandad, sea oriental u occidental, se ha visto nada que se parezca remotamente a la cantidad y la calidad de las alteraciones observadas en el decenio que va de 1963 a 1973. Con independencia total de que ciertas novedades fueran buenas o malas, tuvo de por sí un efecto catastróficamente desestabilizador en la mentalidad de los católicos. Hubo quienes abandonaron definitivamente la Iglesia escandalizados, desilusionados o desmoralizados.  Otros pusieron al mal tiempo buena cara y aguantaron numerosas tonterías. Hubo también quienes, por así decirlo, superaron el hábito y abrazaron alegremente y sin reservas los experimentos litúrgicos, el pluralismo y el relativismo. Todos los católicos sin excepción quedaron profundamente afectados con un daño acumulativo y duradero. Es como heridas profundas que afectan a una familia durante generaciones, como defectos genéticos que se trasmiten a la prole. Dado el gran alcance y magnitud de los cambios, la reforma litúrgica desencadenó el caos, la confusión y la anarquía. El Cuerpo Místico sufrió una fractura o una herida que no solamente no ha cicatrizado, sino que ha ido empeorando con el paso de las décadas.

Mirando a través de los lentes de la filosofía, la psicología y la sociología, la facultad de la razón nos dice que una transformación de tan formidables proporciones en el culto católico no podía significar sino una sola cosa: que lo que hacíamos hasta ahora era defectuoso, incorrecto, insaluble, e incluso que desagradaba a Dios. Tal es, sin ninguna duda, la postura de quienes se oponen a la liturgia latina tradicional: la consideran un rito inherentemente malo y no tienen reparos en decirlo. Yo diría que los que amamos el rito clásico romano les debemos la cortesía de reconocer con diáfana transparencia e igual franqueza que nosotros consideramos el Novus Ordo un culto inherentemente trastornado.

He oído decir a más de uno: «Ya no estamos en la edad del pavo, y al cabo de varias décadas, hemos dado con el equilibro perfecto. La mayoría de los católicos han aceptado el Novus Ordo, éste no es una moda pasajera, y los males que trajo el caótico postconcilio han sido superados por sacerdotes jóvenes mejor preparados y formados teológicamente.»

Es una tremenda ingenuidad. Absolutamente nada puede funcionar bien en el Cuerpo de Cristo en tanto que la liturgia de la Iglesia occidental se mantenga en una situación de ruptura con la tradición latina tal como ésta se desarrolló a lo largo de los dos primeros milenios de la Cristiandad; una ruptura arqueologística, ideológica y trufada de novedades. No se trata de encontrar el equilibrio perfecto, como diría Newton, sino de la diferencia entre un organismo y un mecanismo. No es sólo que se ha producido una ruptura; vivimos en estado de ruptura. Es algo así como la diferencia entre la Revolución Francesa de hace tantos años y el liberalismo laicista, que desde entonces nos acosa y perjudica.

Podría objetarse que si en 2019 volviéramos al rito romano católico tradicional seríamos tal vez culpables de lo mismo, ya que impondríamos repentinamente una considerable alteración al pueblo de Dios.  ¿Acaso no tendría el mismo efecto de casos, confusión y anarquía? Respondo que ambos casos son muy diferentes. No niego que la grandeza del legado católico que hemos heredado en la Iglesia Católica estaba en muchos casos oscurecida o marginada antes del Concilio, ni que el Movimiento Litúrgico original hizo algunas propuestas legítimas para restablecer dicha grandeza, como por ejemplo priorizar la Misa cantada sobre la rezada y fomentar que los fieles cantaran en las antífonas de la Misa. Con todo, la violencia que infligieron a la liturgia las reformas de Pío XII y sobre Paulo VI supusieron el paso de la salud a la enfermedad, de la abundancia a la miseria. A medida que redescubrimos y reinstauramos la auténtica liturgia romana pasamos de la enfermedad a la salud y de la penuria a la riqueza. Ambas transiciones no pueden menos que calificarse de tremendas alteraciones. Pero una de ellas fue causa de fracturas y heridas, mientras que la otra trae la cura y sana. A imitación de Cristo, el movimiento tradicional desea «buscar y salvar lo que estaba perdido». Por molesto y dificultoso que les resulte a algunos, recuperar la Tradición católica es saludable,  inevitable y necesario para la tranquilidad de la Iglesia, y yo añadiría que incluso para su supervivencia.

Se preguntarán en qué me fundo para hacer tales afirmaciones. Como el tiempo del que dispongo es limitado y estos temas son de mucha envergadura, hoy centraré la crítica en tres aspectos problemáticos: los males de la arbitrariedad, el contenido aguado y de bajo nivel,  y de los peligros de una atroz papolatría, y seguidamente hablaré de cómo podemos curar las heridas del cuerpo.

Los  males   de la arbitrariedad

Todas las tradiciones litúrgicas sin excepción, conforme iban desarrollándose mediante la influencia del Espíritu Santo, fueron fijando el lenguaje y el rito. Por evidentes razones teológicas y pastorales, toda improvisación que pudiese haber caracterizado la primitiva liturgia cristiana, fue sustituida por formas concretas expresadas en un lenguaje  elevado, y transmitidas  y veneradas por encarnar la sabiduría apostólica y patrística. Observando la historia de todos los ritos litúrgicos descubriremos que no hay excepción a esta regla.

Por tanto, la decisión de reintroducir una amplia gama de opciones en la liturgia neorromana constituyó un golpe directo al concepto y la práctica tradicionales de la liturgia; un golpe a la oración formal, pública, objetiva y eclesial de la Iglesia , así como una confirmación del voluntarismo y liberalismo modernistas. [3] Dicho de otro modo: no se enfrentó a la soberbia del hombre moderno, sino que cedió a sus inclinaciones. Es algo más que una liturgia pensada para el hombre moderno, entendido como una especie de objeto exótico de evangelización y que poco tiene en común con sus predecesores; es también una liturgia hecha a partir de la modernidad y empapada de los principios modernistas que fueron condenados por San Pío X en Pascendi Dominici gregis. Entre dichos principios están que la religión es ante todo cuestión de sentimientos individuales, una intuición del corazón,  una irrupción inmanente de la necesidad de lo divino; que cada época tiene que descubrir el sentido de la religión que le corresponde y que reflejará la evolución de la conciencia humana; que la idea de doctrinas,  reglas de comportamiento y liturgias fijas y determinadas es incompatible con el avance de las ciencias y la filosofía; que hay que desprenderse de lo milagroso y lo sobrenatural, o al menos no poner tanto el acento en ello; que el objeto de las Escrituras es suscitar en nosotros nuevas experiencias en nuestra relación con Dios, y que la finalidad de los sacramentos es que tengamos siempre presente un sentido ético de la vida y hacernos conscientes de nuestro valor como personas. Estos principios no sólo difieren de los del catolicismo, sino que se oponen a ellos.

¿Cómo se desenvuelve  en la práctica el voluntarismo litúrgico? El lunes podríamos rezar la oración eucarística II, porque es un día de mucho ajetreo; el martes, podríamos pasar a la III, para mencionar de forma audible a un par de santos cuya conmemoración es optativa; el miércoles, ¿nos la jugamos con la oración eucarística IV?; y, si se nos antoja, el jueves se podría volver al Canon Romano tradicional, con su peculiar encanto. De esa manera, la liturgia reformada eleva la arbitrariedad y los sentimientos  personales del celebrante a la categoría de principio en el culto público. Digo arbitrariedad en un sentido estricto: independientemente de lo buenos o malos que sean los motivos por los que elige tal o cual opción, es algo que depende de él, y en dicha medida contribuye a socavar la liturgia como obra de Dios y de la Iglesia, cuyo humilde ministro tiene el sacerdote la misión de ser. Se da así la paradoja de una lex orandi que obliga al celebrante a no estar sujeto a una ley que le dicte cuanto ha de hacer y decir; que exige que no esté obligado a comportarse o hablar de una manera determinada; que impone una libertad impropia en un terreno en el que obviamente alma y cuerpo deben sujetarse a su Maestro celestial. [4]

En la cristiandad oriental, los días en que se recitan las distintas anáforas son intocables; no hay forma de elegir. Y lo mismo se hacía en Occidente: con independencia de las variantes regionales que empleara la liturgia latina, siempre había una forma común de culto que todos los creyentes, tanto el clero como los laicos, reverenciaban como tradición recibida. Así se reflejaba la doctrina de la Fe, recibida de Cristo, los Apóstoles y la Iglesia, no inventada ni modificada para adaptarse a las conveniencias, caprichos o teorías de ninguna persona, lugar o época.

De eso modo, al igual que aceptamos de Nuestro Señor la enseñanza de que tomar otra pareja mientras vive tu cónyuge es adulterio, y de San Pablo que los adúlteros no pueden recibir el Santísimo Sacramento sin pecar y que tampoco heredarán el Reino de los Cielos, aceptamos también que el Sacrificio de la Cruz se nos transmitió en el misterio de la Sagrada Eucaristía, así como que los Apóstoles fueron los primeros sacerdotes, ordenados para perpetuar dicho misterio. No tenemos más motivo para reverenciar el sacramento o el regalo de la vida humana que para reverenciar la Eucaristía o la Misa, de la cual constituye el elemento central. Cuando se expresa de modo inverso, quien piense que liturgia es una creación humana que se puede experimentar en el laboratorio terminará tarde o temprano por entender la moral como un  constructo social manipulable a voluntad. La  encíclica  Amoris laetitia del papa Francisco es plenamente coherente con el Misal Romano de Paulo VI, y la abolición de la pena de muerte    concuerda con la de los exorcismos en el rito del Bautismo.

Para quien tenga ojos para ver y oídos para oír,  en el último medio siglo la Divina Providencia nos ha dado la prueba más contundente  de la verdad del axioma lex orandi, lex credendi, lex vivendi  que se haya dado jamás en la historia de la Iglesia. La deriva de nuestras oraciones afecta irremediablemente nuestra doctrina, y el rumbo que siga nuestra doctrina se manifestará por fuerza en nuestra conducta. Por algo los profetas de Israel comparaban la idolatría y los sacrilegios del culto en el templo con la fornicación y el adulterio. Una alteración masiva de la lex orandi anunció al mundo la posibilidad, y ciertamente la probabilidad, de una alteración masiva de la lex credendi, la cual sería seguida por una alteración masiva de la lex vivendi.

Un  contenido  aguado y de bajo nivel

Aparte de lo anterior, es sabido que buena parte del contenido del nuevo misal no se puede calificar sino de doctrina, música y ceremonias  aguadas, y que, en comparación con el de antes, es poco nutritivo,  como el limitado menú de un restaurante vegetariano.

Lauren Pristas ha demostrado con bochornoso lujo de detalles que las colectas del misal fueron sistemáticamente redactadas para  restar importancia o incluso eliminar elementos dogmáticos, morales y ascéticos considerados de mal gusto para el hombre moderno e inculcar principios nuevos, más acordes con nuestros tiempos. Por consiguiente, las menciones del ayuno, disciplina corporal y menosprecio del mundo, tan importantes durante la Cuaresma, fueron expurgadas y sustituidas por generalizaciones inofensivas. Da la impresión de que los reformadores, tal vez cansados del cada vez mayor distanciamiento entre la Tradición y la modernidad, hubiesen querido sustituir el ayuno y abstinencia literales por un ayuno metafórico del banquete del ceremonial católico y la abstinencia de la sustanciosa carne de las oraciones tradicionales.

Fijémonos por un momento en esta asombrosa estadística: de las 1182 oraciones que contiene el Misal Romano tradicional, apenas el 36% se han mantenido en el nuevo, la mitad de ellas con alteraciones. A consecuencia de ello, sólo el 17% de las oraciones del Misal de 1962 se han mantenido intactas en el de 1969. [5] No me cabe en la cabeza que la conciencia de cualquier católico lo considere aceptable.

Lo que mostró el profesor Pristas en relación con las colectas de los propios dominicales se puede demostrar y se ha demostrado en todos los demás aspectos de la liturgia. Podría echarse un vistazo a todos los evangelios del  usus antiquor, sobre los que tenemos homilías de San Gregorio Magno y otros del primer milenio, testigos de su gran antigüedad y universalidad. Los reformistas retiraron el ciclo para sustituirlo por otro de su propia cosecha. El Prefacio de los Apóstoles pasó de ser un texto  imprecatorio a uno declarativo: mientras que antes la Iglesia imploraba al Señor por la intercesión de los Apóstoles que no abandonase a su Iglesia, ahora se da arrogantemente por sentado que no lo hará, por muy mal que se comporten sus pastores. El rito del Bautismo, y de hecho los de todos los sacramentos, se modificaron hasta volverlos irreconocibles. Y podríamos poner muchos ejemplos más. Se mire por donde se mire, se ve que se ha eliminado la Tradición, se ha rechazado su desarrollo y se ha buscado frívolamente lo novedoso. ¿Es posible que ante este Himalaya de pruebas haya quienes  afirmen que no ha habido ruptura?

Vivimos en un mundo obsesionado con comida light y baja en calorías. Al parecer, Paulo VI se adelantó al espíritu de esta época y nos proporcionó una dieta litúrgica baja en grasas y calorías. Casi todas las modificaciones importantes en la liturgia tendieron a simplificar, eliminar, abreviar y mutilar. Pero Dios Todopoderoso tiene un concepto muy diferente del culto que le debemos a Él y de la clase de alimento que nos quiere dar. En el libro de Ezequiel nos dice: «Los sacerdotes levitas (…) se acercarán a Mí para servirme, y estarán en mi presencia para presentarme la grosura y la sangre» (Ez. 44,15). En el Levítico es más sucinto: Omnis adeps, Domini erit (Lv.3,16) «toda la grasa pertenece a Yahvé». Deo optimo máximo: «para Dios, el mejor y más grande». A Dios no se le debe ofrecer sino lo mejor de lo mejor. Dice el salmista: «Acuérdese de todas tus ofrendas, y encuentre suculento tu holocausto holocaustum tuum pingüe fiat (Sal.19,4). Y también en el libro de Daniel: «Como el holocausto de los carneros y toros, y los millares de gordos corderos, así sea hoy nuestro sacrificio delante de Ti, para que te sea acepto» (Dan.3,40). Cuando ofrecemos al Señor lo mejor del sacrificio, Él nos alimenta a su vez con lo mejor de Sí mismo: «Yo le daría a comer la flor del trigo y lo saciaría con miel de la peña» (Sal.80,17). Este versículo nos da el Introito de la Misa de Corpus Christi: Cibavit eos ex ádipe frumenti. Uno de los grandes salmos que se cantan en Laudes lo expresa de modo inmejorable: Sicut adipe et pinguedine repleatur anima mea, et labiis exsultationis laudabit os meum: «Mi alma quedará saciada como de médula y gordura, y mi boca te celebrará con labios de exultación» (Sal.62,6).

Lo más sustancioso del sacrificio no sólo es Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María, el mejor y más grande regalo de Dios; también lo son nuestros esfuerzos inspirados por Dios y unidos a Cristo, la plenitud de nuestras oraciones y alabanzas, las bellas artes y las artes   imitativas, nuestros actos físicos y elevaciones espirituales. El desarrollo de los ritos litúrgicos tradicionales de Oriente y Occidente es el más valioso legado que la Divina Providencia ha dejado a la Iglesia, porque el Señor merece y exige las mayores riquezas que podamos ofrecerle los hombres, y se deleita en ellas, y por lo tanto nos proporciona el sacrificio: no sólo en las especies esenciales del pan y el vino, sino en el simbólicamente denso acto de culto, con sus fastuosas vestiduras y ornamentos propios de la realeza que ha hecho aparecer en su templo por medio de una larga historia de concentración y refinamiento cultural. Esta es ni más ni menos que la víctima del sacrificio en su totalidad. Nuestros ritos litúrgicos son indudablemente como «millares de gordos corderos». [6]

Si observamos con atención y piedad, descubriremos que por muchos expertos que metamos en comité y mucha  influencia  papal que pongamos, lo que nos ha dado la Tradición es mucho mejor que todo lo que se nos pudiera haber ocurrido por nuestra cuenta. El Oficio Divino –por ejemplo, Laudes o Vísperas– nos brinda un ejemplo irrefutable de la magnificencia sobrehumana de una manera de entonar elevadas alabanzas a Dios que ha madurado lentamente a lo largo del tiempo. Los versículos de los Salmos, con su alternancia de tonos altos y bajos y cantados en los ocho tonos del gregoriano con sus sutiles terminaciones variadas, las hermosas antífonas que los enmarcan, la gradual introducción a un capítulo, un himno o un versículo, las antífonas del Benedictus o el Magnificat, el Evangelio cantado, las oraciones finales… Nada que pudiéramos inventar en una comisión se podría comparar con la cautivadora musicalidad, la coherencia estructural, lo apropiado del contenido, la saturación escriturística e integración con la Misa. Obsérvese además que ni hemos llegado a hablar de la indescriptible riqueza que constituyen los innumerables arreglos polifónicos del Oficio, la Misa y la gran variedad textos de los oficios. Ni de la sublime arquitectura de los templos edificados para albergar los ritos mencionados y reverberar con la música; ni de los frescos, las tallas y las vitrales que llenan los templos como silenciosos textos  y relatos sin palabras; de las innumerables vestiduras, vasos sagrados y ornamentos creados para el sacrificio del altar, donde el Rey y  Foco de atención de todos los corazones impera victorioso desde la Cruz.

La liturgia latina absorbió y asimiló las riquezas artísticas que encontró en su avance triunfal por el mundo, dominando todas las culturas con su  gravitas particular. En cambio, la reforma litúrgica, en aras de la accesibilidad y la adaptación a las diversas culturas, ya fueran indonesias, polinesias, de California o de Nebraska, despojó a la liturgia de la indumentaria, ornamentos y símbolos de autoridad que la distinguían, con lo que la convirtieron en la esclava desnuda de cualquier  proyecto al que se le antojase servirse de ella. Con toda exactitud podemos llamarlo un ejercicio de exculturación, ya que la consecuencia no ha sido un enriquecimiento ni una renovación, sino un empobrecimiento y un vaciamiento. El profeta Jeremías lo expresó así:  «¿Se olvida acaso una doncella de sus atavíos o una novia de su ceñidor? pero mi pueblo se ha olvidado de Mí desde días sin cuento» (Jer.2,32). Independientemente de los problemas que hubiese antes del Concilio, cuando el lugar de culto público se barrió y ordenó quedó infestado con siete demonios peores que el primero (cf.Mt.12,43-45).

Lo que esas maniobras suponen es nada menos que un ataque directo a la verdad de la Tradición cristiana, digna de confianza para los hombres de toda época y condición. Otra cosa habría sido que el Misal se hubiera simplemente aumentado con propios para nuevos santos o con lecturas de ferias para Adviento. Pero los reformadores desmontaron y reconfiguraron en su totalidad el Misal, el Breviario, los ritos y el pontifical, y retuvieron, reescribieron o desecharon textos a su antojo con arreglo a sus opiniones teológicas particulares. Embrollar al máximo los textos o reconfigurarlos para crear nuevas oraciones se convirtió en un deporte extremo al que se entregaron en cuerpo y alma los reformadores.

Hay tanta disparidad entre el rito clásico y el moderno que es posible celebrar la nueva Misa con sus nuevas lecturas y antífonas, emplear una oración eucarística que no esté en el Canon Romano y cosas así, de manera que no quede más de un 10% que coincida con el rito de antes. ¿Se imaginan a un cristiano de rito bizantino pensando que ha dado el culto debido a Dios si ha utilizado una liturgia que apenas contiene el 10% de las fórmulas heredadas de la   Divina Liturgia? ¡Imposible!

Vamos a hacer un experimento. Digamos que tomamos como punto de partida la Divina Liturgia de San Juan Cristóstomo. Eliminemos la mayor parte de las letanías, pongamos en su lugar una anáfora recién compuesta en la que sólo se mantengan las palabras de la consagración, cambiemos los kontakos, los prokeimena, los troparios y las lecturas. Reduzcamos drásticamente la cantidad de oraciones que reza el sacerdote, el uso del incienso y los gestos reverentes. Y ya puestos, les damos  a los laicos una copita y una cuchara para que se atiborren como personas crecidas que son.

¿Alguien que esté en su sano juicio puede afirmar que eso sigue siendo la Divina Liturgia del rito bizantino hablando con toda propiedad? Desde luego podría ser válida, pero sería un rito muy diferente; sería otra liturgia. Y por si fuera poco, suprimamos también el iconostasio, pongamos al sacerdote de cara a los fieles, quitémosle algunas de las vestiduras sustituyéndolas por prendas feas y reemplacemos los tonos de los cantos ordinarios con melodías nuevas que recuerden a la música de los espectáculos de Broadway y las canciones folk que se oponían a la guerra del Vietnam. No sólo tendríamos un rito diferente, sino una experiencia en todo diferente. No sería el mismo fenómeno; ni tampoco la misma idea (en el sentido que dio Newman a la palabra idea); no sería expresión de una misma cosmovisión, y por supuesto, no sería la misma religión, ya que la religión es la virtud por la cual honramos a Dios mediante palabras, gestos y signos externos.

Peligros de la hiperpapolatría

Tan extraña situación, que hasta donde yo sé nunca ha tenido lugar en Oriente [7], es por desgracia lo que ni más ni menos estamos enfrentando en Occidente. Es totalmente insostenible que el Misal de Paulo VI sea una forma del Rito Romano. Se trata de un rito novedoso y muy diferente que tiene algunos puntos de contacto con el Rito Romano. Por eso Klaus Gamber lo calificó de rito pontificio moderno.

¿Debería esto ser motivo de preocupación? ¡Por supuesto! Naturalmente, si la liturgia consiste simplemente en un culto que varios hombres se han sacado de la manga y posteriormente validado por la firma de un papa, no debería preocuparnos, porque desde esa perspectiva la liturgia es algo artificial, una mera creación artística que depende por entero de nuestras teorías y caprichos, en tanto que se mantengan íntegras las palabras intocables de la consagración. [8] Según las   evocadoras   palabras de Charles de Kornick sobre la manía constructivista de la filosofía contemporánea, «todos los originales pasibles de imitación habrían de alzarse ante el genio del hombre y quedar reducidos a la condición de materia transformable».

Ese nunca ha sido ni puede ser el parecer de los cristianos ortodoxos. Es la expresión de un positivismo hiperpapólatra, neoultramontano y legalista que convierte al Sumo Pontífice en creador de una tradición ex nihilo en vez de ser el custodio de la continuidad cristiana de la paradosis o transmisión de lo heredado, tal como lo hemos recibido realmente, no como habría o podría haber existido en un pasado remoto o como debería de ser o podría ser en un lejano futuro. La postura hiperpapólatra, que goza de popularidad desde el Concilio Vaticano I, metamorfosea al Papa transformándolo en «una combinación del oráculo de Delfos, una gran figura mediática que recorre el mundo, un motor de desarrollo de la doctrina y el patrón de medida de la ortodoxia»[10] cuyos pensamientos y voluntad  por su propia esencia siempre están acertados y son santos, ciertos y encomiables. Este concepto del Papado no sólo contradice al propio Concilio Vaticano I, sino que los propios pecados, faltas y negligencias de los pontífices postconciliares lo niegan, y más a las claras todavía. Bastará con citar uno pocos nombres propios para corroborarlo: Ostpolitik, Bugnini, Asís, el Corán, Kasper, Maciel o McCarrick.[11]

El concepto de liturgia que resulta de la hiperpapolatría –que la forma y el contenido de la liturgia dependen enteramente de la voluntad del Papa– es igual de erróneo. Del mismo modo que la doctrina católica la recibimos de nuestros antepasados, también recibimos de ellos el culto; y mientras que podemos realzar o acrecentar ese culto de la misma manera que explicamos la doctrina católica en sermones, catecismos y tratados diversos, no podemos alterarla tanto que la volvamos irreconocible. Como diría San Vicente Lerins, podemos tener profectus (crecimiento) pero no permutatio (mutación). La tradición eclesiástica es acumulativa: a medida que se va desarrollando el culto, su sentido queda más claramente expresado y manifestado. El verdadero desarrollo litúrgico en la era del Espíritu Santo –es decir, entre Pentecostés y la Parusía– es teleológico: supone una expresión más plena, llamativa y completa de los misterios.

En resumidas cuentas, la liturgia se perfecciona con el tiempo, y a menos que queramos decir que Nuestro Señor mintió cuando prometió que siempre estaría con su Iglesia hasta el fin del mundo,  o a menos queramos decir que el Espíritu Santo no ha llevado a la Iglesia a la plenitud de la verdad, sino que ha permitido que durante siglos se pierda y embrolle gravemente, no osaremos suprimir ni alterar de forma radical la liturgia. Una abolición o alteración tan tajante contradiría el sentido que la Iglesia ha llegado a entender y expresa en dichos ritos, con todas sus particularidades.[12] Dicho de otra manera: la expresión litúrgica de la fe no es una especie de juego de construcción que permite infinidad de combinaciones según las ideas y preferencias de quien juegue. Al igual que el Credo que recitamos, es fijo e inmutable, y aunque el Credo se puede ampliar (como el de Nicea expandió el Constatinopolitano), no podemos abreviarlo ni suprimirlo.

Diez años después del motu proprio Ecclesia Dei, el cardenal Ratzinger hizo la siguiente observación en unas palabras que dirigió a los obispos de Chile:

Conviene recordar ahora lo que señaló el cardenal Newman: que a lo largo de la historia, la Iglesia jamás ha derogado ni prohibido las formas litúrgicas ortodoxas, cosa que sería bastante ajena al espíritu de la Iglesia. Una liturgia ortodoxa, es decir, que exprese la verdadera fe, no consiste jamás en una compilación realizada conforme a los criterios pragmáticos de ceremonias diversas, celebrada de manera positivista y arbitraria, hoy así y mañana asá. Las formas ortodoxas de un rito son realidades vivas nacidas del amoroso diálogo entre la Iglesia y el Señor. Son expresiones de la vida de la Iglesia en las que se sintetizan la fe, la oración y la vida misma de generaciones enteras, y que encarnan de maneras concretas la acción de Dios y la respuesta del hombre.

¿Nos permitirán las leyes de la lógica o la metafísica invertir estos dictámenes de Newman y de Ratzinger? ¿Podemos afirmar que, si una forma ortodoxa es abrogada o prohibida, quien lo ha hecho no ha sido la Iglesia sino eclesiásticos que han abusado de su autoridad? ¿Podemos afirmar que una liturgia que es «una compilación realizada conforme a criterios pragmáticos (…) celebrada de manera positivista y arbitraria» es, por ese mismo motivo, una liturgia que carece de ortodoxia? ¿Podemos decir que toda liturgia que no haya nacido del amoroso diálogo entre la Iglesia y el Señor, sino que ha sido compuesta por intelectuales y por obispos de vanguardia en varias comisiones de estudio dirigidas por un secretario, todos ellos con una postura resueltamente antitradicional no es una realidad viva ni una expresión de la vida de la Iglesia que sintetice la fe, la oración y la vida misma de generaciones enteras?[14] ¿Podemos decir, finalmente, que tal forma de culto o lo que sea, dista mucho de ser encarnación de la acción de Dios y la respuesta del hombre?

En efecto, podemos decir todo eso. Pero ello sólo demuestra la magnitud del problema. No se puede crear un todo vivo a partir de innumerables fragmentos eruditos artificialmente encolados. Es imposible improvisar de buenas a primeras una historia compleja y ricamente matizada durante siglos de formación sólo porque a uno se le antoja, como tampoco es posible crear mágicamente un país llamado Esperanza donde viva una raza de esperantistas que tengan desde  hace siglos el esperanto por lengua materna. El Novus Ordo es como el esperanto: una serie organizada de funciones lingüísticas perfectamente racionales que nadie tiene como lengua materna y carece de historia y trasfondo cultural aparte el conjunto internacional de especialistas en dicha lengua. Mientras tanto, la verdaderamente hermosa, irregular y rica lengua latina fue dejada de lado junto con su incomparable canto gregoriano. Nunca ha quedado mejor demostrado que los especialistas son como pozos: profundos, pero estrechos y oscuros, mientras que la Tradición, patria del hombre de la calle, es como el mar: de una profundidad inigualable, temibles, sublimes, rebosantes de fertilidad y alimento y convocan a viajes interminables.

En su alocución al parlamento alemán en Berlín el 22 de septiembre de 2011, S.S. Benedicto XVI estableció una distinción entre el mero éxito, que se puede lograr mediante una preparación técnica, y la sabiduría, que únicamente se adquiere asimilando la Tradición. El pontífice cita a San Agustín cuando califica al gobierno injusto de banda muy bien organizada de ladrones que se rige por la ley del más fuerte prescindiendo de la justicia. Igual juicio se puede hacer de Bugnini y el Consilium: reunieron una gran cantidad de conocimientos técnicos, y el resultado final fue impuesto a la fuerza por el papa entonces reinante, pero les faltó –en realidad la repudiaron– la sabiduría de la Tradición, y dejaron por tanto de estar legalmente capacitados para hacerse cargo de la sagrada liturgia. Al final, el Consilium resultó ser una banda de ladrones muy bien organizada.

La curación del cuerpo herido

Como ha expresado con gran elocuencia monseñor Schneider, el Cuerpo Místico de Cristo en la Tierra padece heridas autoinfligidas. ¿Cómo podemos restañar esas heridas? ¿Es posible sanarlas? La única manera de hacerlo es encarar la enfermedad subyacente. Se pueden vendar las heridas, pero no sanarán hasta que el cuerpo vuelva a estar saludable. Teniendo en cuenta que la vida misma del Cuerpo Místico se expresa y edifica en la liturgia, será imposible recuperar la salud hasta que la propia liturgia esté sana, y según la medida en que lo esté: cuando el Santo Sacrificio de la Misa, las preces del Oficio Divino y el resto de los sacramentales y ritos sean como Dios manda. ¿Cómo manda Dios que sean? Como se practicaban antes de que a los eclesiásticos del siglo XX les entrara la manía de trastocarlo todo.

En su libro de 1958 El espíritu de la liturgia, Romano Guardini habla de la importancia de recibir de la Iglesia una liturgia objetiva, impersonal y estable. Cuando lo escribió, podría dar por descontado que todos sus lectores entenderían a qué se refería: cuando se asiste a la Misa o a cualquier otro acto litúrgico, invariablemente se ve a los clérigos ejecutando los ritos que la Iglesia les ha confiado y prescrito. En cambio, si nos fijamos en el Novus Ordo, observaremos que lo que nos dio Paulo VI ya no es objetivo, impersonal y estable, sino una mezcolanza artificial de elementos objetivos y subjetivos, una especie de forcejeo entre lo impersonal y lo personalizado, una liturgia que no puede ser estable por ser esclava de una preceptiva opcionitis y una inculturación invasiva.[15]

No se puede ni debe identificar a ningún papa con la Iglesia. Paulo VI no es la Iglesia, y ciertamente ni  S. Pío V ni S. Pío X son la Iglesia. El argumento de Guardini, que equipara las realidades de la teología católica y la historia, sólo tiene sentido si por la Iglesia se entiende el Cuerpo de Cristo al que se le ha concedido el Depósito de la Fe y la plenitud del Espíritu Santo, y que mantiene con amor la Tradición y la transmite con autoridad. Es evidente que el Papa tiene sus  competencias,  pero no puede  extenderlas  a los miembros y órganos del cuerpo litúrgico plenamente desarrollados. Si llegamos a tocar esas partes del organismo, si amputamos, realizamos cirugía plástica o implantamos miembros biónicos en sustitución de los originales, el resultadoofenderá a Dios y a los hombres  y estará condenada al fracaso.[16]

Una vez más, todo lo que se diga es poco para recalcar que el método reformista adoptado después del Concilio, con sus suposiciones y sus resultados, tiene su origen en la praxis teológica modernista descrita por S. Pío X en la encíclica Pascendi. Ese modernismo moderado empapa la liturgia reformada e inculca además un menosprecio inconsciente de la Tradición por parte de los fieles que rezan conforme a ella.  Del mismo modo que quien bebe agua contaminada o ingiere partículas de amianto o pintura a base de plomo paga las consecuencias, sea o no consciente de ello, el católico que recibe una lex orandi mutilada adolece de desnutrición y del efecto que le producen sustancias químicas extrañas.

Así pues, aunque la mayoría de los católicos actuales se hallan en estado de ignorancia invencible por lo que se refiere a la reforma litúrgica, apoyan pasivamente los actos vandálicos cometidos contra la Tradición al rezar con ritos que no la han transmitido correctamente. Por eso, cuando Dios le concede a un católico la gracia de despertar y caer en la cuenta de los problemas que ha acarreado la reforma litúrgica y la gracia para padecer sus consecuencias, pide al mismo tiempo a ese católico que se reconcilie con la Tradición comprometiéndose y empeñándose en la recuperación y  empleon de la liturgia tradicional. El católico que rechaza esa amable invitación deja de apoyar pasivamente la incoherencia y colapso de la Iglesia Católica y se convierte en contribuyente activo de los mismos. Ese compromiso con el usus antiquor no significa que jamás pueda rezar por los ritos reformados y tenga que hacerlo siempre según los de antes del Concilio. Lo que sí significa es que, si pudiendo hacerlo no se acomoda a la liturgia tradicional en la medida de lo posible y la promueve, pone en peligro su alma y perjudica a la Iglesia.

La reforma no necesita reforma; necesita arrepentirse y rechazarla. No basta con dejar de lado los abusos ni reintroducir de cualquier manera elementos tradicionales (un poco de incienso por aquí, una casulla de guitarra por allá, hoy leemos tal introito, y mañana decimos la Misa ad orientem). Eso equivaldría a amontonar tiras de esparadrapo sobre una herida gangrenada o a tratar un cáncer con un complejo vitamínico. Al contrario, hace falta algo más radical.

La historia del becerro de oro que nos cuenta el libro del Éxodo concluye con un versículo muy peculiar, frecuentemente parafraseado en su traducción, que dice literalmente: «Así hirió Yahvé al pueblo por haber hecho el becerro por manos de Aarón» (Éx.32,35). Este versículo hace patente algo muy cierto sobre la complicidad: aunque el responsable de forjar el becerro de oro fuera Aarón, el pueblo lo consintió y fue por tanto partícipe de su culpa. Del mismo modo, los laicos que se adhieren al Novus Ordo obra de Montini dan en mayor o menor medida su sello de aprobación a las deficiencias de dicho rito. Claro está que la inmensa mayoría no es consciente de que hay otra opción, pero tampoco lo son quienes nunca han oído hablar de Cristo, y no por ello dejan de pagar las consecuencias de perderse las gracias que obtendrían si fuesen miembros del Cuerpo Místico. De la misma manera, la mayoría de los católicos se pierden muchos beneficios y realidades importantes de los que los ha privado la reforma litúrgica. Cuando un seglar se da cuenta de todas esas cosas buenas tiene el deber de indagarlas, así como el incrédulo tiene la obligación de  procurar integrarse a la Iglesia. Pues desde luego la propia Iglesia tiene su más sintetizada expresión en la liturgia.

Desde hace cincuenta años, y más, se alzan voces clamando en el desierto sobre las desviaciones y defectos de la reforma. Las personas instruidas no tienen muchos motivos para alegar ignorancia. Hoy en día, sin embargo, nos encontramos en una nueva fase de lo que Louis Bouyer denominó «la descomposición del catolicismo», es decir, el pontificado de Francisco, que ha tenido el mismo efecto que las sirenas que aullaban advirtiendo de los bombardeos alemanes sobre Londres en la II Guerra Mundial para que todos los ciudadanos corrieran a los refugios. Muchos de la propia jerarquía están bombardeando la Iglesia, y nosotros también nos vemos obligados a huir a un refugio seguro: la doctrina, moral y liturgia tradicionales de la Iglesia Católica, las cuales nadie, ni siquiera un papa, tiene derecho a arrebatarnos. Por esa razón, el presente pontificado es verdaderamente una oportunidad de gracia, una oportunidad de despertar, de reconocer lo que hemos hecho con el legado que recibimos, arrepentirnos de nuestra necedad y tomar las medidas pertinentes.

Conclusión

El error fundamental del hombre contemporáneo está en considerarse tan diferente de lo que el hombre ha sido en otras épocas de la historia que se cree incapaz de someterse humildemente a la Tradición. Al suscribir dicho error, el católico contemporáneo se otorga a sí mismo un salvoconducto para apartarse del legado común de la Iglesia y crear sus propias estructuras personales, las cuales siempre halagan a su amor propio y satisfacen sus pasiones. El carácter distintivo de que hace gala, que en el fondo no es otra cosa que falta de conocerse a sí mismo apuntalada por un andamiaje de eslóganes, se convierte a la larga en un estado de alienación y aislamiento por haberse entregarse asiduamente a una concupiscencia desordenada. Convencerse de nuestra inmutable naturaleza humana, caída pero redimida, exige un esfuerzo constante de autodominio, meditación en silencio y entrega a la oración ritual. Dicho de otro modo: ni más ni menos lo que brinda sobradamente la liturgia latina tradicional. Nos vemos así ante la inevitable paradoja de que el Novus Ordo, a pesar de haberse creado para el hombre de hoy, no lo exhorta contra su vanidad y su soberbia, mientras que la liturgia de siempre, sin duda tan remota en cuanto a origen y desarrollo, es un acicate que estimula al hombre moderno a ponerse constantemente ante Dios y ante sí mismo mediante un disciplinado régimen de oración, gestos, cantos y símbolos. Su misma densidad, opacidad y solemne imparcialidad suscitan una reacción en los que están hastiados de diversiones y estudios.[17]

La juventud actual estará confundida en cuanto a muchas cosas, pero hay algo que tienen claro quienes desean tomarse en serio su catolicismo: que no tiene porvenir una religión futurista que ya se muestra caduca y tediosa. Por eso a los jóvenes les atrae la liturgia antigua, hermosa y llena de sentido de la Iglesia. En un mundo de incertidumbres, esa liturgia es una peña firme, una verdadera montaña con un templo en la cima sobre la que edificar la propia vida espiritual, social y familiar. Una roca en medio del desierto de la que mana sin cesar agua fresca espiritual.

Desde una perspectiva histórica y teológica, el llamado rito ordinario de la Misa es una forma indultada , una excepción a la que se ha permitido ocupar un terreno que legalmente pertenece a otro. Y el llamado Rito extraordinario es en realidad la costumbre ininterrumpida que ha sido ni podrá ser abrogada. El primero es un recién llegado sin mucho asidero en cuanto a su condición jurídica; el otro, un rito que procede de tiempos inmemoriales, con argumentos irrefutables a su favor. Qué bendición tan grande es ésta, que una Providencia    inescrutable  nos haya llevado a conocer y amar tan inestimable tesoro, sin que ningún mérito de nuestra parte nos haya hecho acreedores a ello, sino únicamente «para alabanza de su gloria» (Ef.1,12). «A Él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las generaciones de la edad de las edades. Amén » (Ef.3,21).

Gracias por su atención

NOTAS:


[1]
 «Ich bin überzeugt, daß die Kirchenkrise, die wir heute erleben, weitgehend auf dem Zerfall der Liturgie beruht». Milestones, Memoirs 1927–1977(San Francisco, Ignatius Press, 1998), 148.

[2] Mi crítica es de corte más fundamental que la cuestión de los abusos litúrgicos, pero la verdad es que tales abusos siguen dándose en gran medida y están muy extendidos por todo el orbe católico. En el artículo de John «The ‘Other’ Abuse Crisis in the Catholic Church that No One is Talking About», publicado en el portal Medium el 21 de febrero de 2019, se habla de numerosos abusos recientemente documentados.

[3] Por un lado, este carácter opcional se ajusta perfectamente al pluralismo religioso defendido en Abu Dabi, según el cual resulta que desde el principio quiso Dios que hubiese muchas religiones, y, por otro lado, al movimiento homosexual/transexual, que convierte la actividad sexual en una cuestión de preferencia personal e inclinación subjetiva. La reforma litúrgica abonó el terreno par que triunfaran, nada menos que entre los católicos, estas ideologías irracionales y antinaturales.

[4] Para que nadie me acuse de exagerar el problema, se puede leer un artículo del National Catholic Register tituladoSt. Paul VI’s ‘Missale Romanum’ Turns 50, que expresa a la perfección la mentalidad que es objeto de mi crítica: «Las partes ampliadas de la Misa que se mencionan en el Misal Romano permiten también más libertad pastoral en la celebración de la liturgia. El padre Samuel Martin (…) declaró al Register que las variantes de la anáfora le permiten adaptar la liturgia conforme a las necesidades de sus feligreses. «Por ejemplo –dijo–, entre semana leo la oración eucarística nº 2, la nº 3 en las bodas y funerales, y la nº1, el Canon Romano, los fines de semana» (…) A pesar de la variedad, afirma el padre Martin, es diáfana la continuidad entre la Misa y el rico patrimonio de fe y Tradición de la Iglesia, sobre todo cuando reza la primera oración eucarística, la del Canon. «A algunos les gusta mucho el Canon –dijo–. Les agrada oír los nombres de los santos y mártires de los primeros cristianos. Ése es uno de los momentos en que conservamos la continuidad; esas oraciones se rezan desde hace siglos, y en la parroquia de San Juan o en la de Cristo Rey hay siempre alguien que la reza en el presbiterio desde de algunos siglos». Fíjese en que he dicho: «Les gusta mucho (…),  ése es uno de los momentos en que conservamos la continuidad», al contrario de las otras veces que no lo hacemos. Estas cosas no se inventan tan fácilmente. Diríase que hoy en día tenemos un catolicismo propio de tira cómica.

[5] Ver P. Zuhlsdorf, http://wdtprs.com/blog/2019/01/wdtprs-2nd-sunday-after-epiphany-liturgical-unicorn/: «Aunque los padres del Concilio Vaticano II declararon que en la reforma litúrgica que impusieron no se debía cambiar nada que no tuviera realmente por objeto el bien de los fieles, y que las novedades debían de proceder orgánicamente de lo anterior (SC 23), las alteraciones, reorganizaciones, transformaciones e inventiva generalizada de las nuevas oraciones fue de proporciones cataclísmicas. El Misal Romano Tradicional contiene 1182 oracones, el 36% de las cuales pasó al Nuevo Misal, la mitad de ellas alteradas. Solo el 17% de las oraciones se mantuvieron  inalteradas. Es más, muchas se trasladaron a otros momentos del año.» ¿Quiere esto decir que el 83% de las oraciones estaban mal o era necesario actualizarlas? Una persona verdaderamente religiosa no piensa así; son los típicos procesos mentales de un descreído.


[6]
 Un aspecto moral de esta cuestión es el uso que hacemos de nuestros recursos personales. Observando el principio nihil operi Dei praeponatur, debemos ofrecer lo mejor de nosotros mismos y de la jornada al Señor en la liturgia, como hacían antes los sacerdotes y los religiosos (y siguen haciendo quienes se adhieren a los ritos tradicionales). Por el contrario, el hombre postconciliar sigue reservándose para sí el tiempo, trabajo y energías en una frenético antropocentrismo o, francamente, una pereza e indolencia que priva a Dios del sacrificio que por derecho divino le debemos.


[7]
 Con excepción de los maronitas, que absurdamente voltearon la posición de sus altares y sacerdotes.


[8]
 En realidad, esas palabras ni siquiera las respetó Paulo VI, que eliminó la expresión mysterium fidei de oración del celebrante sobre el cáliz, transformándola en un fragmento aislado al que los fieles hacen una supuesta aclamación conmemorativa,  en una invención de sabor protestante.


[9]
 Charles de Koninck, On the Primacy of the Common Good; V. p. 79 de esta versión en línea del texto.

[10] When will Catholics wake up and see the ‘mess’ Pope Francis has made?

[11] Fr. Hunwicke ha comentado estas cuestiones con maestría.


[12]
 La eliminación por parte de San Pío V de secuencias que hasta hace muy poco no han entrado en la liturgia romana está a un nivel muy distinto de las transformaciones radicales que se introdujeron en los años sesenta y setenta.

[13]  Joseph Ratzinger, discurso con motivo de los diez años del motu proprio Ecclesia Dei, pronunciado el 24 de octubre de 1988 en el hotel Ergife Palace de Roma. A continuación, Ratzinger dijo:  «Esos ritos podrían desaparecer con la eventual desaparición de quienes se han servido de ellos en una época concreta, o en el caso de que cambiase la situación de dichas personas. La Iglesia tiene autoridad para definir y limitar el empleo de dichos ritos en diferentes situaciones históricas, ¡pero nunca los prohíbe así como así! Por eso, el Concilio encargó una reforma de los textos litúrgicos, pero no prohibió los libros anteriores». A propósito, sigo preguntándome por qué este discurso tan importante de 1998, que contiene numerosas reflexiones sobre la liturgia, no se incluyó en el volumen XI de las obras completas de Ratzinger editadas por el cardenal Müller y publicadas en inglés por Ignatius Press. No deja de ser curiosa la omisión, como cualquiera puede comprobar estudiando el texto, al que se puede acceder en línea. Llama la atención, por otra parte, el hincapié que hace Ratzinger en el «diálogo amoroso entre la Iglesia y el Señor». Utiliza un lenguaje conyugal, no homosexual. El vicio sodomítico invierte y pervierte la eclesiología desde abajo. Por consiguiente, no puede evitar invertir y pervertir la liturgia, que es eclesiología en marcha, verbo encarnado.

[14] «En los confusos tiempos en que vivimos, me parece vital la competencia en ciencia teológica y el buen criterio de aquel a quien corresponda tomar la decisión definitiva. A mí me parece, por ejemplo, que la reforma litúrgica podría haber seguido otro derrotero si los expertos no hubieran tenido la última palabra, sino que, además de ellos, hubiera emitido su veredicto alguien competente para reconocer los límites de un simple erudito». Palabras de Benedicto XVI al cardenal Müller, https://rorate-caeli.blogspot.com/2018/01/for-record-benedict-xvis-letter-to.html#more.

[15] Tal vez el origen más innegable de la naturaleza más atomizadora y desestabilizadora de los nuevos ritos esté en la multiplicación de versiones en centenares de lenguas modernas. Eso de por sí asestó un golpe mortal al Rito Romano como tal, a pesar de la quimera de la hermenéutica de la continuidad de Liturgiam Authenticam. Independientemente de lo que haya pasado con los ritos orientales, la sagrada liturgia de Occidente es latina, y al cabo de 1600 años su latinidad no es un accidente, sino una propiedad que la caracteriza. No puede haber Rito Romano en lengua vernácula, como tampoco puede haber rito bizantino sin letanías, pan leudado y la proclamación de «¡las puertas, las puertas!»

[16] Podríamos adaptar la propaganda de Southwest Airlines: «La liturgia sin corazón es una máquina».

[17] Como expliqué en mi libro Noble Beauty, Transcendent Holinesssobre todo en el capítulo 1.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Peter Kwasniewski
Peter Kwasniewskihttps://www.peterkwasniewski.com
El Dr. Peter Kwasniewski es teólogo tomista, especialista en liturgia y compositor de música coral, titulado por el Thomas Aquinas College de California y por la Catholic University of America de Washington, D.C. Ha impartrido clases en el International Theological Institute de Austria, los cursos de la Universidad Franciscana de Steubenville en Austria y el Wyoming Catholic College, en cuya fundación participó en 2006. Escribe habitualmente para New Liturgical Movement, OnePeterFive, Rorate Caeli y LifeSite News, y ha publicado ocho libros, el último de ellos, John Henry Newman on Worship, Reverence, and Ritual (Os Justi, 2019).

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