Homilía de Viganò en la festividad de la Cátedra de San Pedro

Deus, qui beato Petro Apostolo tuo, collatis clavibus regni cælestis, ligandi atque solvendi pontificium tradidisti: concede; ut, intercessionis ejus auxilio, a peccatorum nostrorum nexibus liberemur.

Alabado sea Jesucristo

La Iglesia de Roma celebra hoy la festividad de la Cátedra de San Pedro. La autoridad que confirió Nuestro Señor al Príncipe de los Apóstoles tiene en dicha cátedra su símbolo y su expresión eclesial. Hay indicios de esta celebración a partir del siglo III, pero debido a la herejía luterana, Paulo IV decretó en 1588 que la fiesta de cathedra qua primum Romae sedit Petrus se conmemorase el 18 de enero en respuesta a la negación por parte de los protestantes de que el Apóstol hubiera estado en la Urbe. La otra festividad, la de la cátedra de la primera diócesis que fundó San Pedro, Antioquía, la celebra la Iglesia Universal el 22 de febrero.

Permítaseme señalar un aspecto importante: así como el cuerpo humano desarrolla anticuerpos en respuesta a una enfermedad a fin de vencerla cuando es contagiado, del mismo el cuerpo de la Iglesia se defiende del contagio del error en cuanto éste se presenta, afirmando con mayor vigor los aspectos del dogma amenazados por la herejía. Por eso, haciendo uso de gran sabiduría, la Iglesia ha proclamado las Verdades de Fe en unos momentos determinados y no antes, ya que hasta entonces esas verdades habían sido creídas por los fieles de forma menos explícita y elocuente y no había todavía necesidad de precisarlas. A la negación arriana de la naturaleza divina de Nuestro Señor respondieron los sagrados cánones del Concilio Ecuménico de Nicea, y los espléndidos  textos litúrgicos antiguos se hacen eco de ello; a la negación del valor propiciatorio de la Misa, de la Transustanciación, de los sufragios y de las indulgencias respondieron los sagrados cánones de Trento, y con ellos los sublimes textos de la liturgia. A la negación en clave antipontificia de la fundación de la diócesis de Roma por el apóstol San Pedro responde la fiesta de hoy, instituida por voluntad de Paulo IV para recalcar la verdad histórica impugnada por los protestantes y consolidar así la doctrina que de ello deriva.

Los herejes y sus epígonos neomodernistas que infestan la Iglesia desde hace sesenta años actúan de modo contrario. Cuando no niegan descaradamente el Magisterio católico, intentan debilitarlo callándolo, omitiéndolo o formulándolo de un modo que resulte equívoco y por tanto aceptable hasta para quienes lo niegan. Así hacían los heresiarcas de otros tiempos; así hicieron los novadores del Concilio; y así hacen hoy aquellos que, para que no se les acuse de herejía formal, intentan eliminar esas defensas inmunitarias que tenía la Iglesia, a fin de que los fieles caigan en el error y se contagien de la epidemia de la herejía. Casi todo lo que, al crecer de modo armónico como un niño que se hace adulto y se fortalece de cuerpo y espíritu, el Cuerpo Místico había desarrollado también a lo largo de los siglos –sobre todo durante el segundo milenio de la Era Cristiana– ha sido ocultado y censurado adrede con la engañosa excusa de volver a la sencillez original de la antigüedad cristiana y el inconfesable objetivo de adulterar la fe católica para complacer a los enemigos de la Iglesia. Si miramos el Misal de Montini, no encontraremos herejías explícitas; pero si lo cotejamos con el Misal tradicional, nos daremos cuenta de que omitir numerosas oraciones redactadas en defensa de la verdad revelada hizo la Misa reformada más que aceptable para los propios luteranos, como ellos mismos reconocieron tras la promulgación de tan funesto y equívoco rito. Prueba de ello es que las conmemoraciones de las cátedras de San Pedro en Roma y Antioquía se han unificado en nombre de esa cultura de la cancelación que ha adoptado la secta modernista en el terreno eclesiástico, mucho antes de que el fenómeno se produjese en el ámbito civil.

Celebramos hoy las glorias del papado, símbolo de la cual es precisamente la cátedra apostólica que con tanto arte talló el genio de Bernini en el altar del ábside de la basílica vaticana, bajo la vidriera de alabastro en la que está representado el Espíritu Santo, y sustentada por cuatro doctores de la Iglesia: San Agustín y San Ambrosio en representación de la Iglesia latina, y San Atanasio y San Juan Crisóstomo por la Iglesia griega. En la obra original, que permaneció intacto durante siglos, la cátedra se alzaba sobre un altar que arrasó la furia de los novadores, los cuales la trasladaron situándola entre el ábside y el baldaquino de la Confesión. A pesar de ello, en la unidad arquitectónica de altar y cátedra, hoy borrada a propósito, encontramos el fundamento de la doctrina del Primado de San Pedro, cimentado en Cristo, lapis angularis, como también es de piedra el altar del sacrificio, símbolo igualmente de Cristo.

Celebramos el Papado en una fase histórica de grave apostasía, la cual ha llegado al Solio que primero ocupó San Pedro. Y mientras se nos desgarra el corazón observando las ruinas y la devastación causadas por los novadores en detrimento de innumerables almas y de la gloria de la Divina Majestad; mientras imploramos al Cielo que nos ilumine para que entendamos cómo podemos conjugar el non prevalebunt con la incesante sucesión de herejías y escándalos propagados por aquel que la Providencia nos ha endilgado permitiéndolo como cabeza del cuerpo de la Iglesia en castigo por los pecados cometidos por la Jerarquía en las últimas décadas; mientras vemos como se extiende la división entre los que se engañaban pensando que todavía tenían un papa, retirado en un monasterio… y el cisma en las diócesis del norte de Europa con su desgraciado camino sinodal ardientemente deseado por Bergoglio, nos salta a la vista la profecía de León XIII, de tan grato recuerdo, el cual quiso insertar en la oración exorcística contra Satanás y los ángeles apóstatas aquellas tremendas palabras que en su tiempo debieron de resultar poco menos que escandalosas, pero que hoy entendemos en su sentido sobrenatural:

Ecclesiam, Agni immaculati sponsam, faverrimi hostes repleverunt amaritudinibus, inebriarunt absinthio; ad omnia desiderabilia ejus impias miserunt manus. Ubi sedes beatissimi Petri et Cathedra veritatis ad lucem gentium constituta est, ibi thronum posuerunt abominationis et impietatis suæ; ut percusso Pastore, et gregem disperdere valeant.

Terribles enemigos han inundado de pesar la Iglesia, Esposa del Cordero inmaculado; la han envenenado con ajenjo; han puesto sus impías manos en todo lo que es deseable. Allí donde está la silla del bienaventurado San Pedro y se instituyó la cátedra de la verdad para iluminara a las gentes, han instalado el trono de la abominación y la impiedad, para que al herir al pastor pudiesen dispersar las ovejas. Estas palabras no fueron redactadas al azar; se escribieron después de que León XIII mientras terminaba de decir Misa tuviera una visión en la que el Señor concedía a Satanás un plazo de unos cien años para poner al clero a prueba. En estas palabras resuena el eco del mensaje de la Santísima Virgen en La Salette cincuenta años antes: «Roma perderá la fe y se convertirá en la sede del Anticristo», y se anticipan en poco más de una década a la tercera parte del Secreto de Fátima, en las que, con toda verosimilitud, la Virgen predijo la apostasía de la Jerarquía con el Concilio Vaticano II y la reforma litúrgica.

A lo largo de los siglos, cualquier fiel miraba a Roma y sabía que tenía allí un faro de verdad. Ningún pontífice, ni siquiera los más polémicos de la historia, como Alejandro VI, tuvo jamás la osadía de abusar de su autoridad apostólica para demoler la Iglesia, adulterar el Magisterio, corromper la moral y banalizar la liturgia. En las más agitadas tempestades, la Cátedra de San Pedro se mantuvo firme, y a pesar de las persecuciones, no dejó jamás de cumplir la misión que le confió Cristo: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn. 21, 15-19). En la actualidad, desde hace ya una década, apacentar los corderos y las ovejas de la grey del Señor está considerado por el que ocupa el trono de San Pedro «una solemne estupidez», y el mandato del Señor a los Apóstoles «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado»(Mt. 28, 19-20) es considerado un deplorable proselitismo, como si la misión que Dios encomendó a la Iglesia fuera comparable a la propaganda herética de las sectas. Lo ha dicho el 1º de octubre de 2013; el 6 de enero de 2014; el 24 de septiembre de 2016; el 3 de mayo de 2018; el 30 de septiembre del mismo año; el 6 de junio de 2019; el 25 de abril y el 20 de diciembre del mismo año; el 25 de abril de 2020; y una vez más el pasado 11 de enero. Con ello se viene abajo lo último que quedaba en pie de lo que fue el Concilio, que hizo de la misionalidad su palabra de orden, sin darse cuenta de que para anunciar a Cristo a un mundo paganizado es necesario ante todo creer en la Verdad sobrenatural que Él enseñó a los Apóstoles y que la Iglesia tiene el deber de custodiar fielmente. Aguar la doctrina católica, callarla o traicionarla para agradar a la mentalidad secular no es obra de la Fe, porque esta virtud tiene su base en Dios, suma Verdad; no es obra de la Esperanza, porque no se puede esperar salvación ni ayuda de un Dios cuya autoridad reveladora y amor salvífico se niegan; y no es obra de la Caridad, porque es imposible amar a Aquel cuya existencia se niega.

¿Qué vulnus [herida, golpe] ha sufrido el cuerpo de la Iglesia, que ha hecho posible esta apostasía en el mismo vértice de la Jerarquía, hasta el punto de provocar el escándalo, no sólo entre los católicos sino entre otras personas del mundo? El abuso de la autoridad. Creer que el poder que conlleva la autoridad se puede ejercer con un fin contrario al que legitima la propia autoridad. Es suplantar a Dios, usurpando la suprema potestad para decidir qué está bien y qué no, qué se le puede decir todavía a la gente y qué se puede considerar desfasado o pasado de moda, todo en nombre del progreso y de la evolución. Es servirse del poder de las Santas Llaves para desatar lo que debe estar atado y atar lo que se debe desatar. Es no entender que la autoridad corresponde a Dios y a nadie más, y que tanto los gobernantes de las naciones como los prelados de la Iglesia están todos sometidos jerárquicamente a Cristo Rey y Pontífice. En resumidas cuentas: es separar la Cátedra del altar, la autoridad del Vicario y Regente de Aquel que la hace sagrada, ratificada desde lo alto, porque posee su plenitud y tiene origen divino.

Entre los títulos del Romano Pontífice, junto al de Chisti Vicarius está el de Servus servorum Dei. Si el primero ha sido desdeñosamente rechazado por Bergoglio, su decisión de mantener el segundo parece una provocación, como demuestra con sus palabras y sus actos. Llegará un día en el que se pedirá a los prelados de la Iglesia que aclaren las intrigas y conspiraciones que llevaron al solio pontificio a quien se conduce como siervo de los siervos de Satanás, y por qué motivo se quedaron impasibles ante sus excesos o se hicieron cómplices de este orgulloso tirano hereje. Tiemblen los que saben y callan por falsa prudencia: con su silencio no defienden el honor de la Santa Iglesia ni protegen de escándalos a los sencillos. Todo lo contrario: hunden aún más a la Esposa del Cordero en la ignominia y la humillación, y alejan a los fieles del Arca de Salvación precisamente en el momento del diluvio.

Roguemos al Señor que se digne concedernos un papa santo y santos gobernantes. Implorémosle que ponga fin a este largo periodo de prueba, gracias al cual –como con todo lo que Él permite– nos damos cuenta de lo fundamental que es instaurare omnia in Christo, restaurarlo todo en Él. Y lo infernal –nunca mejor dicho– que es el mundo que rechaza el señorío de Cristo, y cuánto más infernal es una religión que se despoja despreciativamente de sus vestiduras reales teñidas con la Sangre del Cordero para hacerse sierva de los poderosos, del Nuevo Orden Mundial, de la secta mundialista. Tempora bona veniant. Pax Christi veniat. Regnum Christi veniat.

Así sea.

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

18 de enero de enero 2023

Cathedra sancti Petri Apostoli, qua primum Romae sedit

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Mons. Carlo Maria Viganò
Mons. Carlo Maria Viganò
Monseñor Carlo Maria Viganò nació en Varese (Italia) el 16 de enero de 1941. Se ordenó sacerdote el 24 de marzo de 1968 en la diócesis de Pavía. Es doctor utroque iure. Desempeñó servicios en el Cuerpo Diplomático de la Santa Sede como agregado en Irak y Kwait en 1973. Después fue destinado a la Nunciatura Apostólica en el Reino Unido. Entre 1978 y 1989 trabajó en la Secretaría de Estado, y fue nombrado enviado especial con funciones de observador permanente ante el Consejo de Europa en Estrasburgo. Consagrado obispo titular de Ulpiana por Juan Pablo II el de abril de 1992, fue nombrado pro nuncio apostólico en Nigeria, y en 1998 delegado para la representación pontificia en la Secretaría de Estado. De 2009 a 2011 ejerció como secretario general del Gobernador del  Estado de la Ciudad del Vaticano, hasta que en 2011 Benedicto XVI lo nombró nuncio apostólico para los Estados Unidos de América. Se jubiló en mayo de 2016 al haber alcanzado el límite de edad.

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