En estos días en que la muerte por inanición de una niña de doce años se pregona como gran logro social y se aspavienta por doquier, leo con un visaje de entre hastío y repeluzno las declaraciones que Isabel Allende ha vomitado, pizpireta y nihilista ella, durante la presentación de su última novela —que imagino meliflua, tolerante y preñada de buenismos modernistas, como toda la morralla vacua que ocupa el ocio de las masas—. En ellas —en las declaraciones, vamos—, supongo que bien embadurnaditas con un dejo almibarado y un tanto repugnante, la escritora lanza una suerte de pagana y vergonzante deprecación en la que ruega que la eutanasia sea plenamente legal cuando ella esté en ciernes de dar el postrer paso, no sea que la dignidad humana se le vea socavada por el dolor y por la postración que la enfermedad trae consigo. Por ilustrar la noticia, además, hacerla más visible y darle un cierto prestigio de proclama solemne, los medios que reproducen el aserto mentecato lo acompañan con una fotografía reciente de la Allende, donde podemos vislumbrar, también ahora con un visaje de repeluzno, la razón última de tales palabrejas. Pues es entonces, sin duda, al hojear la fotografía, cuando comprendemos ese afán por driblar los estragos y los alifafes de la edad, esa querencia innatural —aunque hogaño tan frecuente— por huir de la muerte y esquivar su abrazo en pos de una enloquecida inmortalidad.
Así, todavía un tanto espeluznados, vemos que la escritora luce una lozanía apócrifa o impostada, falseada por el tránsito incesante del bisturí y por el cruento claveteo de la aguja hipodérmica, que a su paso ha logrado atorar de bótox esas huellas de la dicha a las que con tanto tino se refería Mark Twain. Huérfana de expresión y hasta de dicha —si hemos de hacerle caso al conspicuo autor estadounidense—, la cara se le ha quedado como fabricada con mojama o como una suerte de máscara mortuoria, esos ornamentos ostentosos que ansiaban perpetuar una belleza ya fenecida y que, sin embargo, en su apoteosis de oros y de vanidades, no lograban más que plasmar un rostro inane y anodino, cadavérico y embalsamado, pues la belleza que se ansiaba reproducir había muerto hace ya tiempo. No ha de alborotarnos, por tanto, que la Allende se pronuncie de este modo, pues ese afán de perpetuar una belleza que por natura es pasajera evidencia, a la postre, una antropología desdeñosa de Dios y de la Eternidad que nos ha sido revelada; una antropología, en suma, que encumbra lo mundano y pretiere lo divino, que se engolosina en la carne mientras vomita, como emborrachada, el alma que da sentido a aquélla. Y, así, engolosinada en esa carne que se encumbra como nuevo diosecillo, el hecho de reclamar una muerte anticipada y ciscarse en la verdadera dignidad humana pierde relevancia o se convierte en algo lógico, pues la Eternidad no es para ella más que un trampantojo que se nos ha tendido, o, si acaso, una evanescencia que no merece el engorro de sufrir privaciones, embridar los vicios o soportar ese coñazo odioso que supone lucir una piel ajada o unas nalgas un tanto derrengadas; algo ilusorio, vamos, que ha de ser supeditado al disfrute de la carne. Por el contrario, quien sabe que tras la muerte nos aguarda una eternidad coruscante o aterradora, según lo que en justicia nos corresponda, aceptamos como natural la muerte y no endiosamos el barro que nos compone, sino que lo ponemos al servicio de Dios, para Su gloria y nuestra salvación.
No advierten, sin embargo, todas esas gentes que ansían la inmortalidad de sus cuerpos, que cuando sus bellezas se agusanen y se descompongan, se cubran de una muy guarra gavilla de bichejos y luzcan hechas trizas; cuando se les desprenda la piel y la carne se les pudra; cuando las tetas engarabitadas se les quemen en el azufre y los culos vehementes se les derritan, también el alma se les agusanará en alguno de los más hórridos recovecos del averno; y entonces, sin duda, se arrepentirán de haber abierto los belfos atirantados para reclamar, pizpiretos y nihilistas ellos, la aplicación legal de la eutanasia.
Gervasio López