Recientemente ha finalizado en el Vaticano la «XV Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos», que tenía como tema de reflexión: «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional».
Tristemente, como el sínodo en cuestión, muchas de las instancias eclesiásticas, asambleas y reuniones, que deberían estar en función de la salvación de las almas, se han convertido en el anzuelo para insuflar ad intra, ideologías y posturas contrarias a la Fe, ambigüedades que se promueven desde éstas para corromper la doctrina, adaptándola a la realidad.[1]
Hay mucho aficionado a practicar la acrobacia de espíritu: contentándose con una religiosidad natural o sentimentalismo religioso, como sustituto de una fe auténtica sin convertir el corazón y la conducta; sirviendo a Dios y al dinero simultáneamente; proclamando la opción por los pobres, sin dar prueba efectiva alguna de pobreza, desprendimiento, participación y compromiso con los pobres; apuntándose incondicionalmente a la novedad como progresismo de bien parecer, sin ahondar en los valores evangélicos fundamentales y perennes; tranquilizándose con planes, proyectos y organigramas pastorales sobre el papel, sin renunciar de hecho a la cómoda rutina; manipulando la fe y la práctica religiosa en provecho propio, sin confrontar el espíritu de las bienaventuranzas con los criterios al uso; en una palabra, nadando entre dos aguas, divorciando la vida de la fe.
I. «La táctica de los innovadores»
En 1786, el obispo Scipione de Ricci, con la intención de reformar la Iglesia Católica bajo las premisas de la herejía jansenista, convocó el Sínodo de Pistoya. El promotor era Pietro Tamburini, profesor en la universidad de Pavía, conocido por sus simpatías hacia los jansenistas.
El 28 de agosto de 1794, el Santo Padre Pío VI dio un golpe mortal a la influencia de este sínodo y del jansenismo en Italia mediante su Bula «Auctorem Fidei».
En esa bula condenatoria del execrable sínodo, el Papa Pío VI, al exponer los errores de la falsa reunión sinodal de Pistoia, habla de ciertos métodos utilizados por los innovadores y los herejes; criticando particularmente el persistente uso del lenguaje ambiguo y las fórmulas teológicas. Técnica muy empleada por los modernistas y los neomodernistas, y que, «desafortunadamente, se filtró en los documentos del Concilio Vaticano II, adoptando fórmulas que abrieron la puerta a doctrinas opuestas, mediante la introducción de tales ambigüedades en la teología católica».
En verdad, en estos tiempos tan revueltos, en el presente perturbadísimo trastorno de las cosas, es forzoso que todos los buenos hayan de pelear contra todos los enemigos del nombre cristiano de cualquier género que sean.
Llegó a la grey que se le había confiado, engallado por los fraudes de una caterva de maestros de una perversa ciencia, comenzó a proyectar, no el defender, cultivar y perfeccionar como debía aquella forma de enseñanza cristiana laudable y pacífica, que según las reglas de la Iglesia habían introducido y casi arraigado los anteriores obispos, sino, por el contrario perturbarla, trastornarla, destruirla enteramente, introduciendo importunas novedades, bajo el pretexto de una fingida reforma.
Sabían muy bien el astuto arte de engañar los innovadores, los cuales temiendo ofender los oídos católicos, cuidan ordinariamente ocultarlos con fraudulentos artificios de palabras… sentencias que embozadas con la ambigüedad, encierran una peligrosa y sospechosa diversidad de sentidos… mezclando cosas verdaderas con otras oscuras; mezclándose a veces uno con el otro de tal manera que también podía confesar aquellas cosas que fueron negadas y al mismo tiempo tener una base para negar esas mismas frases que confesó.
Para exponer tales trampas, algo que se hace necesario con una cierta frecuencia en cada siglo, no se requiere ningún otro método que el siguiente: cuando sea necesario exponer declaraciones que disfrazan algún error o peligro sospechado bajo el velo de la ambigüedad, uno debe denunciar el significado perverso bajo el cual se camufla el error opuesto a la verdad católica.[2]
II. Tibieza espiritual y «masa amorfa»
La tibieza, es la mayor enemiga de la vida espiritual, quienes no son ni fríos ni calientes son nauseabundos.[3] Efectivamente nuestro Señor condenó sin ambages toda indiferencia. Es mejor la fiera oposición de sus enemigos que la tibieza de sus amigos. Peligrosa situación, ya que el cristiano cree que Dios está contento con él viviendo una existencia todo menos cristiana, porque es tibia.
Dios quiere despertar al obispo de Laodisea, señalándole que su estado permanente de tibieza es una traición a las promesas que dirigió a Dios, y una pérdida de oportunidades para agradar a Dios y enriquecer fabulosamente su vida para la eternidad, al hablar de los administradores de los bienes divinos que somos todos, puesto que de Dios recibimos lo mejor que poseemos indicó el propio Jesús. El que se mostró digno de confianza en cosas sin importancia, será también digno de confianza en las importantes, y el que no se mostró digno de confianza en las cosas mínimas, tampoco será digno de confianza en lo importante.
La tibieza es un estado espiritual falto de amor e ideal en que esa Iglesia «se arrastra en una mediocridad contenta de sí misma» (Pirot) y que según S. Agustín es peligrosísimo para el alma y termina por conducirnos «al abismo de todos los excesos» (S. Jerónimo).
La tibieza es un estado de decadencia y envilecimiento, es una situación de infelicidad, es un triste peligro de condenación.
Asusta el comprobar cómo muchos cristianos justifican su mediocridad en el servicio de Dios acudiendo a subterfugios que quizá les engañan a ellos, pero que no valen ni ante Dios ni ante la sociedad. Estos líderes tibios son causa de la ruina espiritual de muchas almas.
Todo se reduce a pura apariencia, sin un contacto con Dios mediante la gracia, ni un espíritu batallador contra las tentaciones y los peligros inevitables, olvidan que Jesús habló de un camino estrecho para la salvación y de un ejercicio permanente de esfuerzo y de lucha, no llegan a aspirar a una continua metánoia, a una purificación gradual, ni a un fortalecimiento en el conocimiento de los fundamentos de su fe, sobre todo no se esfuerzan por salir de la ratonera de su propio egoísmo.
Se trata de un estado de parálisis inconsciente. El alma no progresa, sino que insensiblemente es llevada por las corrientes del mundo y por la rutina en el cumplimiento de sus deberes externos, y a la primera tentación o prueba que se le presente ya se halla totalmente imposibilitada para un esfuerzo correspondiente a la dificultad en que se halla.
La tibieza obra en el alma al modo de un cáncer, tanto más peligrosa cuanto que, como aquella enfermedad, muchas veces va obrando subterráneamente sus efectos devastadores. Sin que lo advirtamos, la vida espiritual comienza un proceso de resquebrajamiento y destrucción, porque no tenemos solicitud y celo por las cosas de Dios. El temor al sacrificio, a la entrega, a lo que Dios nos pide, paraliza las fuerzas espirituales y va hipotecando el camino de la perfección. mereciendo la terrible condena dirigida al ángel de la Iglesia de Laodicea: porque eres tibio te vomitaré de mi boca.[4]
Es la peor situación de un cristiano. Siquiera el pecador sincero se percata de su enfermedad y anhela salir cuanto antes de ella, pero el cristiano tibio, cree que posee excelencia espiritual cuando se halla verdaderamente arruinado en su postración permanente.
El verdadero carácter de la tibieza es la languidez voluntaria en el servicio de Dios, la negligencia positiva para usar los medios de adquirir la virtud. Es la anemia. Es la tuberculosis del espíritu. El tibio es un enfermo, que no quiere darse cuenta de su enfermedad, por lo que no lucha contra ella, que lamentablemente se va extendiendo por su espíritu.
Los síntomas de la tibieza se van manifestando gradualmente como la gota de agua que cayendo incesantemente va minando el muro más sólido hasta que se derrumba.
Sobre todo debemos inquietamos verdaderamente cuando el pecado venial nos deja indiferentes, ya que la neutralidad frente a estas faltas es el verdadero termómetro de la tibieza. La tibieza tiene íntima relación con los pecados veniales que presentan tres elementos:
1º. Son veniales advertidos, ya que de no existir la advertencia, tampoco habría pecado.
2º Son pecados veniales repetidos, porque la tibieza es un hábito que consiste como toda costumbre en la repetición de actos de la misma clase.
3º y son pecados veniales disculpados a los que apenas se da importancia, por los que no se siente dolor ni contrición, ni determinación de evitarlos, ni esfuerzo por eliminarlos.
Estos bautizados son en la Iglesia vegetantes, parásitos que chupan, pero no transmiten vida. Están en ella para su bien, pero no para bien de la Iglesia. Son una masa, opuesta al Cuerpo místico, a ese laos del que los laicos reciben etimológicamente su nombre. Pío XII gustaba de contraponer masa, algo amorfo, pasivo, uniforme, a pueblo, realidad orgánica, viva, operante.[5]
Lamentablemente así vive la masa informe de los cristianos, la masa muerta, -como diría San Agustín, explanada por el Papa Pío XII- porque prácticamente se halla alejada de la potencia y de la vitalidad de la Iglesia que ha de luchar continuamente contra corriente si es que ha de seguir a Jesús.[6]
III. Tres instintos de los santos
Mientras el tibio de espíritu, sumergido en la masa es susceptible sólo a los susurros de doctrinas ajenas, ya que éstas no le exigen cambio, ni entrega, ni sacrificio, ni abnegación, cuando no quiere escuchar a Dios, encuentra fácilmente múltiples excusas y pretextos, burdos unos y sutiles otros, para tranquilizarse neciamente en la ambigüedad acrobática del cumplo-y-miento, los hijos de Dios que buscan hacer la voluntad de su Señor, viven la impronta de Jesús que afirmó que el Reino de los Cielos exige violencia, refiriéndose a la renuncia, al trabajo, al sacrificio.
Las vidas de los santos, nos revelan el interés por la perfección y el control permanente de las tentaciones en que vivían, al mismo tiempo que procuraban santificar cada momento, cualquiera que fuera su ocupación. Tres improntas los caracterizan:
Celo por la gloria de Dios
Es una verdad fundamental de la religión -escribió el P. Faber- que el único fin del hombre en la tierra es glorificar a Dios, salvando su alma. Este es nuestro único fin, nuestro único negocio; todo lo demás nada debe importarnos. Las criaturas nos ayudan o nos sirven de estorbo en negocio de tanto interés, y así usaremos de ellas, según que contribuyan o se opongan a la consecución de semejante fin.
Si amamos a Dios, evidentemente seremos celosos de su gloria, y tanto mayor será nuestro celo cuanto más encendido sea nuestro amor hacia su divina Persona.
Susceptibilidad de los intereses de Jesús
Cuando una persona extremadamente sensible por los intereses de Jesús oye cualquier escándalo, luego al punto siente en su ánimo una angustia horrible; habla con amargura de su corazón de semejante falta; apenas puede disfrutar un momento de reposo y continuamente se la ve inquieta y sobresaltada.
Otra manera de manifestarse esta susceptibilidad por los intereses de Jesús consiste en la exquisita delicadeza y viva detestación de la herejía y falsa doctrina. La pureza en la fe es uno de los más caros intereses de Jesús; y en su consecuencia, aquél que ama con encendido amor a su Señor y Maestro, forzosamente ha de sufrir una horrible angustia, superior a todo encarecimiento, con la enseñanza de una falsa doctrina.
Solicitud y salvación de las almas
El mundo y los intereses materiales del mundo están contra nosotros, y nos llevan tras sí. Nuestro Señor Jesucristo, sin embargo, vino al mundo para salvar almas; por ellas murió en la Cruz. He aquí por qué la salvación de las almas es la primera y última razón de ser de la Iglesia.
Estos tres instintos constituyen el carácter más bello y angelical, y nos ayudan más que ninguna otra cosa a asegurar nuestra predestinación.[7]
Contrariamente, ambigüedad doctrinal, tibieza espiritual y masa amorfa son veneno mortal.
No podemos dejar dueños del campo a los enemigos. Los enemigos de la Iglesia asaltan todas las fortalezas; la política, la administración, las universidades, las academias. Y los católicos se inhiben. ¡Pues ya se sabe lo que será de nosotros! Es necesario ir a la lucha por deber y por instinto de conservación.[8]
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[1] Cf.: MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, El método de la anti Iglesia, https://adelantelafe.com/el-metodo-de-la-anti-iglesia/
[2] PAPA PÍO VI, Bula «Auctorem Fidei».
[3] APOCALIPSIS, 3, 16.
[4] SÁENZ S.J., P. ALFREDO, La tibieza.
[5] MORALES S.J., P. TOMAS, La Hora de los Laicos.
[6] Cf.: PIO XII, Benignitas el humanitas, Radiomensaje de Navidad de 1944.
[7] FABER, P. FREDERICK., Los intereses de Jesús.
[8] Cf. AYALA S.I., P. ANGEL, Formación de selectos.