La arquitectura religiosa y la Misa Tradicional: teocentrismo inequívoco

Poco después de nuestra boda en 1988, mi esposa y yo pasamos una temporada en Venecia. Visitar sus iglesias fue un verdadero deleite, porque no parábamos de descubrir maravillas. Recuerdo en particular la iglesia de San Jorge, con su coro y su  presbiterio tan espaciosos, y Santa María de los Milagros, con un largo tramo de escalones que conducían al altar mayor, disposición que no había visto jamás.

San Jorge (exterior)

San Jorge (interior)

Santa María de los Milagros (interior)

 

Santa María de los Milagros (exterior)

Al principio me pareció que aquellas iglesias contenían lo que se podría considerar exageraciónes: excesivo espacio para el presbiterio, demasiada grandeza en los retablos, una elevación y distancias inesperadas. Sin embargo, al reflexionar sobre ello (al fin y al cabo, a esas alturas de mi vida estaba dando mis primeros pasos en el tradicionalismo y me quedaba mucho por aprender), empecé a ver hasta qué extremo la arquitectura religiosa tradicional, tanto a grandes rasgos como en sus más nimios detalles, se inspiraba en la sagrada liturgia. La liturgia daba en efecto conformaba esas iglesias, le proporcionaba un punto focal  al situar el altar mayor en el centro del lado que daba a oriente, accediéndose por unos peldaños al lugar santísimo donde se renovaba el sacrificio del Calvario, donde Dios es adorado de una manera única y perfecta. Un culto claramente vertical dirigido al Padre omnipotente por el Hijo unigénito que le agrada mediante el poder el Espíritu Santo dador de vida.

Los ritos tradicionales de la Iglesia latina permiten entender en su propia esencia la arquitectura eclesiástica, ya sea románica, gótica, renacentista o barroca. Es sencillamente imposible entender esos estilos disociados de la liturgia ancestral que los inspiró. Apartados de ella no se entienden en absoluto, pierden su inmediatez, su capacidad para hablar al corazón con el lenguaje de los simbolismos. Son un libro cerrado cuando falta el libro abierto de los misales a partir de cuyas rúbricas se concibieron. Por diversos que sean entre sí, todos esos estilos convergen en un punto esencial: que la Misa se ha de celebrar con la máxima reverencia en el punto focal o central del templo: el esplendoroso altar mayor, elevado y apartado por un amplio espacio, despejado de obstrucciones, a la espera de que descienda la Paloma y se eleve la Hostia.

El proceso canceroso del Movimiento Litúrgico (entre aproximadamente 1950 y 1965), y más todavía, la reforma efectuada por el Consilium y su puesta en práctica a fines de los años sesenta y durante los setenta, promovió y generalizó la costumbre de evitar patológicamente toda expresión de misterio y majestuosidad en la Misa, y de manera especial en su esencia como oblación sacerdotal ofrecida al Padre en la montaña del presbiterio para provecho del pueblo congregado al pie de esa montaña.

De ahí se desprende que toda arquitectura conscientemente construida para el hombre moderno y su neoliturgia sea forzosamente no católica, así como descentrada y horizontal. Dicho de otro modo: la reforma bugniniana y el Novus Ordo, en razón de ser novus, es incapaz de inspirar grandeza arquitectónica o armonizar con ésta. Los ejemplos más congruentes de arquitectura inspirada por la reforma litúrgica son las feas iglesias modernas de la diócesis de Roma, o, para el caso, de los Estados Unidos. Veamos algunos ejemplos más de las incontables monstruosidades que han desfigurado la faz de la Tierra y corrompido la fe de los creyentes:

Iglesia de San Juan, Collegeville, Minnesota (exterior)

 

Iglesia de San Juan, Collegeville, Minnesota (interior)

Iglesia de Santa María Madre de la Hospitalidad (exterior)

Iglesia de Santa María Madre de la Hospitalidad (interior)

 

Elogiadas por cardenales y comités, estas abstracciones modernistas (más ejemplos aquí) comenzaron a aparecer en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, mientras la intelectualidad cobraba impulso con vistas a su orgía   definitiva, el espíritu del Concilio: aggionarmiento, acomodacionismo y agnosticismo con respecto al Alfa y la Omega, lo antiquísimo y los novísimos.

El lector podría objetar que en algunos lugares se construyen iglesias normales para feligresías del Novus Ordo, lo cual contradiría nuestra tesis. Todo lo contrario: la confirma. En la medida en que se reconoce la belleza de esos templos, se trata de imitaciones de iglesias más antiguas dedicadas al Vetus Ordo. Podemos verlo de manera especial en el diseño neorrománico, neogótico, neorrenacentista y neobarroco de arquitectos como Thomas Gordon Smith, James McCrery y Duncan Stroik, que en su determinación de imitar grandes modelos e ideales del pasado han creado estructuras ciertamente nobles en las que se perciben las cuatro notas de la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. En la medida en que los nuevos templos se alejan de la tradición arquitectónica católica –por ejemplo, cuando el altar mayor está al nivel de la nave, falta el comulgatorio, no hay un púlpito apropiado, ni altares laterales, o bien hay una mesa en vez de altar–, en el aspecto teológico están empobrecidas, y estéticamente son inferiores a las grandes iglesias de otros tiempos. En resumidas cuentas: toda adaptación arquitectónica al Novus Ordo supone un empobrecimiento, un diluirse del vocabulario sagrado edificado a lo largo de siglos de culto católico, y transmite además mensajes confusos porque la vocación de verticalidad de la Iglesia choca con el ámbito horizontal en que se desenvuelve la liturgia.

Por su parte, la gran arquitectura de siempre hace frente con su colosal y silenciosa potencia a la penuria del Novus Ordo, que está fuera de lugar en medio de una basílica románica o una catedral gótica. Cada vez que he asistido a una Misa de Pablo VI en una iglesia grandiosa de las de antes me ha parecido una farsa o una parodia, algo extrañamente desconectado del ambiente y totalmente empequeñecido por éste. En ese sentido, no sorprende que los progresistas franceses destruyeran los presbiterios de la mayoría de sus magníficas catedrales góticas desmontando esplendorosos retablos para instalar en el centro la mesa protestante y modernista, que asemeja un bloque de piedra, en un infructuoso intento de recuperar el dominio del espacio y afirmar la importancia de estar a la altura de los tiempos.

Al rechazar el ancestral Rito Romano, la Iglesia ha repudiado todo su patrimonio artístico, que se desarrolló en el entorno de dicho rito y de modo concreto para él. La experiencia ha demostrado que las rúbricas opcionales, la estructura lineal y la participatio actuosa que pide la nueva liturgia no proporcionan un ambiente acogedor para el repertorio gregoriano de los ordinarios y los propios, por mucho que se reiteren incesantemente, casi como un mantra, frases de Sacrosanctum Concilium según las cuales al canto gregoriano debe dársele el primer lugar. Del mismo modo, la nueva liturgia encaja mal en la gran tradición de la arquitectura, ornamentos y vestiduras sagrados que la precedieron. Este rito simplificado no casa con la compleja y elevada belleza de los templos tradicionales, la monumental certeza de las verdades que proclaman, la santidad a la que albergan como la madre al hijo en su seno, todo ello con incalculable dignidad, aunque silenciosa y oculta.

Comprender esto nos ayudará a entender estas de décadas de aversión a los presbiterios tradicionales, la gran   urgencia por renovarlos y rediseñarlos, el satánico regocijo con que se han empuñado los martillos neumáticos, que se hayan arrojado objetos litúrgicos a los contenedores de basura, que se haya pintado sobre murales e iconos y la feroz oposición encontrada hoy en día por todo sacerdote que intenta reorientar la liturgia o reintroducir los comulgatorios. La filosofía de la reforma litúrgica exigía que la incontestable verticalidad y la inmanencia encarnacional de la Fe católica –es decir, la centralidad de la Eucaristía– se considerase algo pasado de moda y desconectado del mundo actual.

Basílica de Parenzo

Poco después de aquella visita a Venecia, mi esposa y yo visitamos Croacia con una persona amiga de nuestra familia y oímos Misa en la Basílica Eufrásica en la ciudad de Parenzo, hermoso templo antiguo de estilo románico-bizantino. Hasta donde pude apreciar, la Misa no tenía nada de herético ni de irreverente; pero la experiencia me permitió comprobar con dolor la insensatez que suponen las celebraciones típicas del Novus Ordo.

La arquitectura, el baldaquino, el altar, los espléndidos mosaicos, todo pedía una liturgia celebrada ad orientem con el sacerdote y el pueblo vueltos hacia el altar y los iconos en común adoración de la Trinidad trascendente. Pedía notas de cánticos y nubes de incienso expandiéndose por el aire, gestos hieráticos ante el altar, silencio arrobador en el momento en que el Verbo todopoderoso salta de su trono en el Cielo para habitar entre los hombres.

En lugar de eso, el celebrante daba la cara a los fieles como quien preside la junta de un consejo de administración, pronuncia una conferencia o presenta una tertulia televisiva. En ningún momento se salió la liturgia del plano meramente humano, horizontal e inmanente. Reinaba una uniformidad total, no se apreciaba la menor expresión ni alteración. La liturgia no se ajustaba al Verbo como buscando un destino que trasciende todo esfuerzo humano. Estaba constreñida por una barrera verbal, encerrada en las palabras como un hámster en su jaulilla de plástico.

Por culpa de la cegata decisión por parte de los clérigos de rebajar la liturgia al lenguaje del vulgo y evaporar así lo único que brindaba cohesión a la civilización occidental, me resultó imposible entender lo que se decía en la liturgia croata. En consecuencia, el carácter parlanchín del Novus Ordo se hizo más patente que nunca. Apenas si hubo un momento para la reflexión, para un silencio denso, para pausas que permitieran al corazón dejarse arrebatar hacia el Cielo. La pobreza del Ofertorio también se hizo notar con más fuerza de lo habitual: el sacerdote se limitó a elevar por un momento la patena, luego el cáliz, y ya está. El Ofertorio se había reducido a una bendición judía de los alimentos mal imitada; en realidad, a una parodia de la bendición judía. Tenía el carácter de una parodia demasiado floja para ser expresiva, de una estructura vestigial que la evolución no hubiera sido capaz de superar.

La media hora de homilía habría estado justificada si hubiera habido, digamos, más sustancia en la Misa propiamente dicha, sobre todo en el Ofertorio y la Oración Eucarística. Pero daba la impresión de que en la homilía estuviese el centro de gravedad, quedando el sacrificio en sí relegado a una especie de añadido o postdata. Esta impresión se vio reforzada por lo que no me cabe duda de que debió de ser la segunda oración eucarística, que se tarda menos en leer que muchas lecturas del nuevo leccionario de los libros históricos del Antiguo Testamento. En la Misa nueva se puede pasar más tiempo oyendo la historia del adulterio de David con Betsabé o de los viejos lujuriosos en el jardín de la casta Susana que conmemorando el Sacrificio de la muerte de Jesús.

Cuando la Iglesia abandonó la liturgia de siempre, abondonó su baluarte apologético. Desechó  Abandonó,  Renunció   al misterioso pórtico ante el que tantos hombres modernos de antes del Concilio llegaron a creer y a pedir entrada en la Iglesia. Todo da a entender que la liturgia se ha protestantizado. Dondequiera que la Iglesia ha decidido jugárselo todo a esa carta se observan inquietantes señales de creciente banalización.

Un no creyente que entrase en la basílica de Paranzo durante la Misa pensaría que se trataba de un culto como otro cualquiera. ¡La diferencia hubiera sido como de la noche al día si hubiese presenciado el sublime Sacrificio transmitido por la Tradición, con su canto ancestral y su impresionante silencio! Esta última liturgia es inmensamente diferente a un servicio protestante: se basa en la Cruz, en la Sagrada Eucaristía, en el mysterium fidei; en todas partes el mismo misterio, transmitido por todo Occidente en una misma lengua antigua y envuelto en un mismo cortinaje de silencio. El propio rito de la Misa, su forma de demandar curiosa atención y en muchos casos algo más, era el mayor argumento apologético de la Misa, que atraía a los hombres a Dios en razón de su pura majestad, belleza, sencillez, silencio sagrado y aura de santidad.

El Novus Ordo tiende a estar tan despojado, a tener una atmósfera tan profana, que fácilmente puede pasarse por alto, oírse sin escucharse, verse como una más de tantas formas de culto cristiano. En contraste, la Misa Tradicional apenas puede pasar inadvertida; uno se siente obligado a doblar la rodilla o huir gritando: «¡Idolatría!» El niño que asiste a la Misa tradicional no crece indiferente a ella; se enamora de ella o la rechaza. Esta Misa exige tomar una decisión. Por mi propia experiencia y por lo que he observado en otros, en una Misa Novus Ordo es posible entrar y salir tan frescamente como quien pasa por la recepción de un hotel, ya que pone muy pocas exigencias al alma, y da a la persona la burda libertad de la indiferencia a la hora de elegir. No perfecciona la libertad natural transformándola en la libertad moral de sentirse atraído a la adoración de Dios por un impulso hondamente arraigado en el corazón.

Tal vez por eso dice  Martin Mosebach en The Heresy of Formlessness que, si bien los tradicionalistas están acertados en su diagnóstico de los puntos flacos del Novus Ordo, no deben desesperarse por la situación aparentemente irreversible a la que nos enfrentamos en la actualidad. Tarde o temprano se desmoronará el castillo de naipes mientras que la espaciosa mansión de la Tradición, aunque parezca heterogénea, extraña y llena de corrientes de aire, volverá a su apogeo. Porque propio es de la naturaleza de Dios, que es tremendamente sorprendente, de la del hombre, llena de imperfecciones, y de Dios hecho hombre, que reúne en una misma persona dos naturalezas diferentes, que habitemos in pace in idipsum, en paz en la misma casa en que vivieron nuestros antecesores. Una casa cimentada en el Verbo, edificada y ampliada por el Espíritu Santo y madura para consumarse en adoración celestial.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Peter Kwasniewski
Peter Kwasniewskihttps://www.peterkwasniewski.com
El Dr. Peter Kwasniewski es teólogo tomista, especialista en liturgia y compositor de música coral, titulado por el Thomas Aquinas College de California y por la Catholic University of America de Washington, D.C. Ha impartrido clases en el International Theological Institute de Austria, los cursos de la Universidad Franciscana de Steubenville en Austria y el Wyoming Catholic College, en cuya fundación participó en 2006. Escribe habitualmente para New Liturgical Movement, OnePeterFive, Rorate Caeli y LifeSite News, y ha publicado ocho libros, el último de ellos, John Henry Newman on Worship, Reverence, and Ritual (Os Justi, 2019).

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