La Asunción en cuerpo y alma de la Virgen al Cielo es un dogma de la fe católica, creído por los cristianos desde tiempos inmemoriales y proclamado solemnemente por Pío XII el 1 de noviembre de 1950. Tras invocar la asistencia del Espíritu Santo, reinando un profundo silencio en la multitud, recitó con palabras firmes y conmovidas la fórmula con que definió solemnemente «ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste». Eran las 9:45 de la mañana, y en la Plaza de San Pedro se habían congregado más de un millón y medio de peregrinos. Al anochecer, la Ciudad Eterna era un ascua de luz. Todas las iglesias de Roma, los monumentos, el Capitolio, el Coliseo y, el castillo del Santo Ángel, se iluminaron en honor de la Virgen. Concluía así una jornada memorable que ponía broche de oro al año Santo 1950.
La Asunción es el cuarto dogma mariano proclamado hasta la fecha, tras el de la maternidad de María, su perpetua Virginidad y la Inmaculada Concepción. El grandioso plan que Dios, en la ilimitada visión de su mente infinita, había previsto para María, se consumó en el día en que la Virgen, habiendo abandonado definitivamente la Tierra, fue instalada en cuerpo y alma en el Cielo, en el trono de la gloria eterna.
El profeta Elías fue llevado al Cielo en un carro de fuego (2º de Reyes 2,11). Según los exegetas, se trató de un grupo de ángeles que lo elevaron desde la Tierra. En el caso de María, no fue sólo un grupo de ángeles el que la llevó al Cielo, sino el Rey del Cielo mismo, que vino a recogerla y la acompañó al Paraíso con toda la corte celestial. Por eso, San Pedro Damián afirmó que la Asunción de María fue un espectáculo más grandioso todavía que la Ascensión de Jesucristo, pues al Redentor le vinieron a su encuentro sólo los ángeles, mientras que a la Virgen le salieron al encuentro el Señor en persona, Rey del Cielo, y la muchedumbre de todos los ángeles y los santos. Si según San Bernardo la mente humana no es capaz de comprender la inmensa gloria que Dios ha preparado en el Cielo para quienes lo han amado en la Tierra, ¿quién alcanzará a comprender –dice San Alfonso– la gloria que debió de preparar para su amada Madre, que en la Tierra lo amó más que todos los hombres desde el momento en que fue creada, más que todos los santos y todos ángeles juntos? Dice Plinio Correa de Olivera: «Después de la Ascensión del Señor, debió de ser el suceso más glorioso de la historia terrena, solo comparable al día del Juicio Final, cuando Nuestro Señor Jesucristo vendrá en gloria y majestad, según dicen las Sagradas Escrituras, para juzgar a vivos y muertos. Junto con Él aparecerá ante nuestros ojos de modo inefable la Virgen, resplandeciente con la gloria proveniente de Él».
Aquel día el Cielo se iluminó con una luz inusitada, y María se elevó sobre todos los coros de ángeles. Desde entonces, sólo está Nuestro Señor por encima de Ella en la Gloria. La luz gloriosa que corona el alma de María y le revela la grandeza del Hijo en todo su esplendor y su dignidad maternal, supera de lejos la gloria de todos los ángeles y los santos. Por eso dice la liturgia del 15 de agosto que ha sido elevada por encima de los coros angélicos: «Elevata est super choros angelorum ad coelestia regna». Sólo hay un trono más alto que el de Ella: el de Jesús. Los otros, según el teólogo Emilio Campana, están todos por debajo: «En cuanto a esplendor, intensidad, extensión y plenitud, sigue inmediatamente a la gloria de Jesús la de María. Así como se dice de Jesús que está sentado a la diestra de Dios Padre omnipotente, también se debe repetir de María que está sentada a la derecha del mismo Jesús».
El día de la Asunción es el de la gloria y la coronación de María en el Cielo. Aquel día, la Virgen María coronada se sentó al lado de Jesús, Rey divino, como reina del Universo, del mismo modo que Jesús, una vez cumplida su misión redentora, tomó asiento a la diestra de Dios. Desde ese momento, la participación de Ella en la realeza de Cristo se volvió oficial y solemne. Dice el padre Règinald Garrigou-Lagrange: «Como Madre de Dios, María participa más que ningún otro de la gloria de su Hijo, y dado que en el Cielo es palpablemente evidente la divinidad de Jesús, salta a la vista que, al ser Madre del Verbo Encarnado, María pertenece al orden hipostático, tiene una afinidad singular con las Personas divinas y participa más que nadie de la realeza universal del Hijo sobre todas las criaturas».
Como se ve, el dogma de la Asunción está estrechamente ligado al privilegio de la realeza de María, por la cual está coronada en la gloria celestial y es Reina del Cielo y la Tierra como soberana de la Iglesia militante, purgante y triunfante, Reina de los ángeles y los santos. Reina de la Paz, según el título que agregó a la Letanía lauretana Benedicto XV en 1917. Y es también «Reina de las Victorias, ante cuyo poderoso nombre se alegran los Cielos y tiemblan de espanto los abismos», como dice la súplica a la Virgen del Rosario de Pompeya que redactó el beato Bartolo Longo.
Después de celebrar las glorias de María asunta, Pío XII instituyó la fiesta de María reina mediante la encíclica Ad Coeli Reginam del 28 de octubre de 1954, que habría de celebrarse en todo el mundo el 31 de mayo, y dispuso que en dicha fecha se renovase la consagración del género humano al Corazón Inmaculado de María. La fecha se trasladó más tarde al 22 de agosto para subrayar el vínculo entre la realeza de la Madre de Dios y su Asunción corpórea.
El triunfo del Corazón Inmaculado de María que anunció la Virgen en Fátima es un hecho histórico que tiene un sublime modelo en la gloria de María asunta al Cielo.
Por tanto, si en la eternidad fuese posible distinguir un día de otro, tendríamos que decir que no hay día más extraordinario y más bello que el de la Asunción de María.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)