La autoridad de las canonizaciones: ¿hay que aceptarlas todas como infalibles?

La autoridad de las canonizaciones

Las canonizaciones de Juan XXIII y de Juan Pablo II, así como la venidera de Pablo VI, han suscitado controversia en el mundo de la Tradición. Por una parte, se han planteado objeciones a sus respectivos procesos de canonización y a las supuestas virtudes heroicas manifestadas por dichos pontífices. Por otra, se ha observado cierta tendencia a afirmar que los tradicionalistas están obligados a aceptar que todas las canonizaciones son infalibles, por creerse que ésta es la postura teológica tradicional. Esta última tendencia parece que va ganando ventaja, con la consecuencia de que en gran medida los católicos han llegado a la conclusión de que una vez que alguien ha sido elevado a los altares los católicos tienen el deber de aceptar que es santo y dejar de poner en tela de juicio la canonización. En este escrito nos proponemos refutar dicha conclusión, presentando una planteamiento diferente en cuanto a la medida en que los católicos están obligados a aceptar las mencionadas canonizaciones.

Es importante aclarar bien desde el principio la tesis que proponemos. Lo que afirmamos no es que los católicos sean libres de aceptar o rechazar la autenticidad de las canonizaciones oficialmente declaradas por el Sumo Pontífice, según les venga en gana. Y tampoco que los decretos de canonización carezcan de autoridad, en el sentido de que la obligación de aceptarlos se derive exclusivamente de las pruebas aducidas a favor de la santidad de la persona en cuestión y en modo alguno del acto en sí de canonización. Estas declaraciones imponen en sí a los católicos cierto deber de creerlas. Tampoco quiere decir que sean erróneas las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II porque esos señores no estén gozando en este momento de la visión beatífica en el Cielo. No vamos a hablar de si estos papas fueron santos o no. Lo que vamos a exponer es la afirmación concreta de que no todas las canonizaciones deben ser aceptadas como infalibles por los católicos como actos infalibles del Magisterio de la Iglesia.

El punto de partida al hablar de este tema es que el Magisterio no enseña que las canonizaciones sean infalibles. Por lo tanto, el católico no está obligado a creer en su infalibilidad. Los teólogos concuerdan en este punto, como se observa en la enseñanza de un manual clásico de teología: Van Noort, Castelot y Murphy, Dogmatic Theology vol. II: Christ’s Church (Cork, Mercier Press 1958). Estos autores siguen la importantísima y tradicional costumbre de acompañar de una nota teológica cada una de las tesis que proponen. Son notas que especifican el grado de autoridad conferido a cada una de dichas tesis, con la consiguiente obligación de creerlas que corresponde a los católicos. La nota más alta es de fide: corresponde a proposiciones que deben creerse con el asentimiento de la fe teológica, y que no pueden rechazarse pertinazmente ni adrede sin incurrir en pecado de herejía. La nota más baja es sentencia communis, que, según Ludwig Ott, significa «doctrina que en sí entra en el ámbito de lo libremente opinable, pero es aceptada por los teólogos en general» (Ludwig Ott, Fundamentals of Catholic Dogma, 6ª ed. (St. Louis, Misuri, Herder, 1964), p. 10).

Van Noort, Castelot y Murphy afirman que las canonizaciones son los decretos definitivos por los que el Supremo Pontífice declara que alguien ha sido admitido en el Cielo y debe ser venerado por todos. El decreto de autoridad que atribuyen a la afirmación de que tales afirmaciones son infalibles es sentencia común, el consenso de los teólogos (van Noort, Castelot and Murphy, p. 117). Su evaluación de la autoridad de dicha afirmación es más significativa por el hecho de que ellos mismos concuerdan en que esas canonizaciones son infalibles. No puede haber, pues, por su parte intención de restar autoridad a una afirmación con la que no están de acuerdo. Afirmar que las canonizaciones son infalibles entra dentro de lo libremente opinable. Los católicos no están obligados a aceptarlo.

El P. Benoît Storez, de la HSSPX, lo niega, y afirma que es temerario dudar de la infalibilidad de las canonizaciones. Pero no es lo mismo decir que una proposición es temeraria que decir que se aparta de la opinión común de los teólogos. Censurarla de temeraria va un paso más allá de apartarse de la opinión común de los teólogos; es añadir que se aparta sin motivo. Ahora bien, en realidad hay motivos fundados para poner en duda la infalibilidad de las canonizaciones. Hay dos clases de motivos: a la primera corresponden los que siempre se han contrapuesto a la afirmación de tal infalibilidad, afirmación que nunca ha contado con el consenso unánime de los teólogos. Entre los motivos mencionados está que en la ceremonia de canonización se rezan oraciones que con toda verosimilitud se cree que tienen por objeto reconocer la posibilidad de que los decretos no se ajusten a la realidad. Los de la segunda tienen que ver con los cambios recientemente introducidos en el proceso de evaluación de los méritos de la persona. Estos cambios reducen considerablemente la fiabilidad de las evaluaciones. Entre otros están la eliminación del cargo de abogado del diablo y la reducción del número de milagros exigidos para la canonización. Por lo tanto, el P. Storez se equivoca al afirmar que es temerario cuestionar la infalibilidad de las canonizaciones.

Que la Iglesia no haya enseñado que las canonizaciones son infalibles quiere decir que no es pecado para el católico negar su infalibilidad por motivos graves, si bien, esto no supone que no sean infalibles. Al fin y al cabo, la Iglesia no enseñó hasta 1870 la doctrina de la infalibilidad pontificia, pero eso quita que el Papa fuera infalible antes de esa fecha. Lo que queremos dejar sentado es que una canonización, en el sentido del decreto definitivo por el que el Sumo Pontífice declara que alguien ha sido admitido al Cielo y debe ser venerado por todos, no constituye de hecho un acto infalible del magisterio supremo. Esta conclusión se cimenta en dos argumentos.

1) Las canonizaciones decretadas por el Supremo Pontífice no se ajustan a los criterios fijados por el Concilio Vaticano I para que una definición sea infalible.

Los criterios para que el Papa sea inmune de error fueron fijados por la constitución dogmática Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I. Para que una definición pontificia sea infalible se requieren tres condiciones: el Papa debe ejercer su autoridad magisterial como sucesor de San Pedro; tiene que declarar la enseñanza como cuestión de fe y de costumbres; y debe afirmar que se trata de una decisión definitiva que obliga a toda la Iglesia a creerla para no pecar contra la Fe. En la definición de la doctrina de la Inmaculada Concepción en la constitución apostólica Ineffabilis Deus vemos un ejemplo de dichos criterios:

Inspirándonoslo Él mismo [el Espíritu Santo], para honra de la santa e individua Trinidad, para gloria y prez de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra: declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y de consiguiente, que debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano. Por lo cual, si algunos presumieren sentir en su corazón contra los que Nos hemos definido, que Dios no lo permita, tengan entendido y sepan además que se condenan por su propia sentencia, que han naufragado en la fe, y que se han separado de la unidad de la Iglesia, y que además, si osaren manifestar de palabra o por escrito o de otra cualquiera manera externa lo que sintieren en su corazón, por lo mismo quedan sujetos a las penas establecidas por el derecho.

Compárese con la fórmula empleada en la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II (en sustancia se emplearon las mismas fórmulas en canonizaciones anteriores):

En honor a la Santísima Trinidad, para exaltación de la fe católica y crecimiento de la vida cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, después de haber reflexionado largamente, invocando muchas veces la ayuda divina y oído el parecer de numerosos hermanos en el episcopado, declaramos y definimos Santos a los Beatos Juan XXIII y Juan Pablo II y los inscribimos en el Catálogo de los Santos, y establecemos que en toda la Iglesia sean devotamente honrados entre los Santos.

En el nombre del Padre y del Hijo ​y  del Espíritu Santo.

 

​​Benedicto XVI añadió las siguientes oraciones a la ceremonia de canonización: «Santísimo Padre, Santa Iglesia, confiando en la promesa del Señor de que enviaría el Espíritu de Verdad, que a lo largo de los tiempos ha mantenido libre de error el supremo Magisterio, suplicamos fervientemente que Vuestra Santidad inscriba a estos elegidos en el número de los santos», rezada por el que presenta el santo al Papa. E «invoquemos, pues, al Espíritu Santo, dador de vida, para que ilumine nuestras mentes y para que Cristo Nuestro Señor no permita que erremos en tan importante cuestión», que la reza el propio pontífice.

Algunos autores han afirmado que la fórmula de canonización, o la fórmula de canonización junto con las oraciones añadidas por Benedicto XVI, son suficientes para que las canonizaciones sean un acto pontificio infalible. Al examinar esta afirmación debemos tener en cuenta un principio fundamental que rige las definiciones infalibles: que dichas definiciones poseen cierto carácter jurídico por ser vinculantes para el sentir y el obrar de los fieles. Por eso, todos los teólogos concuerdan en que sólo se da cuando se afirman y promulgan con claridad, de conformidad con las reglas ordinarias del lenguaje y la comunicación; la ley dudosa no obliga. Cuando tiene que ser infalible no cabe duda razonable de que se dan los criterios para tal definición.

Ahora bien, las fórmulas de canonización no reúnen los requisitos para constituir una definición infalible. La fórmula invoca la autoridad del Sumo Pontífice como vicario de Cristo y sucesor de San Pedro, pero su autoridad no se ciñe al acto de proclamar una definición infalible. Lo esencial es que en ningún momento se dice que se esté enseñando sobre una cuestión de fe y moral, ni se exige a los fieles que crean o confiesen lo que se está proclamando, como tampoco se declara que negar esa proclamación constituya herejía, sea anatema o conlleve el apartamiento de la unidad de la Iglesia. La falta de tales condenaciones excluye de por sí la condición de obligar a toda la Iglesia del modo que se exige para que una enseñanza sea infalible, ya que son precisamente esas declaraciones lo que la hace vinculante para la Iglesia. Las obligaciones se imponen de un modo particular: tiene que haber una orden, una imposición que obligue. En las definiciones infalibles es el estado de herejía, los anatemas y el apartamiento de la unidad de la Iglesia si no se profesan tales doctrinas.

La presencia de la palabra definimos en la fórmula de canonización no es óbice para ello. Para que una definición sea infalible, no basta con decir que se está definiendo; es preciso cumplir los requisitos necesarios para la definición. Y tampoco podemos suponer que la palabra latina definimus signifique necesariamente que se esté definiendo una doctrina de fe. La palabra tiene un sentido más general y jurídico de dirimir en una controversia de fe y moral. Este sentido general fue reconocido por los padres del Concilio Vaticano I, y lo distinguieron claramente del sentido concreto de definitio en las definiciones infalibles.

Tampoco alteran en nada las oraciones añadidas por Benedicto XVI el carácter no infalible de las canonizaciones. La alusión que se hace en dichas oraciones a que el Espíritu Santo mantenga el magisterio libre de error no es una afirmación de que la canonización en sí sea un acto infalible, y tampoco es una declaración con autoridad, ya que no la hace el Papa. La oración que hace el Pontífice no es de ninguna manera declaración ni garantía de infalibilidad. Que el Papa quiera hacer algo que no es erróneo y que haga algo exento de error son dos cosas diferentes. Las oraciones que añadió Benedicto XVI piden a Dios que impida que el decreto de canonización sea erróneo, no que sea una declaración infalible. Sería superfluo pedirlo si se dieran las condiciones necesarias para un acto de infalibilidad papal, y por tanto esas oraciones no están vinculadas a definiciones infalibles. Las oraciones que en algunos casos se afirma que han precedido a tales definiciones tienen por objeto discernir si es posible y oportuno proclamar una definición infalible; no se refieren a la infalibilidad de la definición en sí.

2) El acto de canonización no tiene por qué ajustarse a las condiciones para la infalibilidad definidas por la Iglesia.

Uno de los aspectos más inquietantes de la frecuente insistencia en la infalibilidad de las canonizaciones es que al parecer los partidarios de la infalibilidad de éstas no han entendido la razón de ser del carisma de la infalibilidad del Papa. Su finalidad es que el Pontífice pueda enseñar y salvaguardar con plena certeza la revelación divina. Esto lo deja claro Pastor Aeternus:

«Los Romanos Pontífices, también, como las circunstancias del tiempo o el estado de los asuntos lo sugerían, algunas veces llamando a concilios ecuménicos o consultando la opinión de la Iglesia dispersa por todo el mundo, algunas veces por sínodos particulares, algunas veces aprovechando otros medios útiles brindados por la divina providencia, definieron como doctrinas a ser sostenidas aquellas cosas que, por ayuda de Dios, ellos supieron estaban en conformidad con la Sagrada Escritura y las tradiciones apostólicas. Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe.

»Ciertamente su apostólica doctrina fue abrazada por todos los venerables padres y reverenciada y seguida por los santos y ortodoxos doctores, ya que ellos sabían muy bien que esta Sede de San Pedro siempre permanece libre de error alguno, según la divina promesa de nuestro Señor y Salvador al príncipe de sus discípulos: «Yo he rogado por ti para que tu fe no falle; y cuando hayas regresado fortalece a tus hermanos»» (Lc.22, 32).

La finalidad de la infalibilidad pontificia fija límites al contenido de las definiciones papales infalibles. Si una declaración pontificia no se ocupa ni de una verdad de religión contenida en la Divina Revelación ni de algo que esté tan estrechamente relacionado con el depósito revelado que la propia Revelación estaría en peligro si no se hiciera una definición totalmente segura al respecto, no puede ser una declaración infalible. Los partidarios de la infalibilidad de las canonizaciones no han movido un dedo para explicar la relación entre las canonizaciones y el depósito revelado de la Fe. Se diría que consideran la infalibilidad una prerrogativa del cargo de papa que tiene por objeto salvar al Pontífice del peligro de quedar desacreditado por el error, en vez de ser un don de Dios destinado a proteger la Fe que el Señor ha dado a la Iglesia.

Podría objetarse que no estamos autorizados a decidir por nosotros mismos si una doctrina del Papa tiene que ver con asuntos de fe y costumbres; que sólo el Pontífice podría decidir en ese sentido. Si bien esta observación es correcta, no refuta el argumento aquí planteado. En el caso de las definiciones papales infalibles, podemos tener la certeza de que las enseñanzas están fundamentalmente ligadas a la revelación divina porque lo dicen las propias definiciones. Esta afirmación es ingrediente esencial de una definición infalible, como vimos más arriba. Se hizo tanto en la definición de la Inmaculada Concepción como en la de la Asunción, que incluye frases como «afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y de consiguiente, qué debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles» y «declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios». Precisamente con la inclusión de semejantes frases en declaraciones autoritarias determina y declara el Papa que el contenido de tales declaraciones ha sido revelado por Dios o está esencialmente ligado a la Divina Revelación. Estas frases faltan en la fórmula de canonización, por lo que dicha fórmula carece de fundamentos para afirmar que el Papa cree que las declaraciones hechas con esta fórmula tengan la menor relación con la Divina Revelación. De aceptar que las canonizaciones tienen que ver con la Revelación, a pesar de la ausencia total de referencias a tal relación en el rito de canonización, habría que aducir argumentos que lo corroborasen.

Es evidente que la santidad de las personas de la época postapostólica no entra en la Divina Revelación ni se puede deducir lógicamente de ella. Por eso, si se quieren vincular las canonizaciones a la Divina Revelación, tiene que ser porque se proclamen como verdades dogmáticas. Ejemplo clásico de semejantes verdades dogmáticas es la afirmación de que las cinco proposiciones jansenistas condenadas están, según las reglas ordinarias de interpretación del lenguaje, en el Agustinus de Jansenio. Es evidente que ello no es parte de la Divina Revelación; pero como las proposiciones condenadas contradicen la Divina Revelación, y el libro en cuestión (al contrario de lo que afirman los jansenistas) declara esas proposiciones, el Papa tiene autoridad para enseñar de manera infalible que las proposiciones están contenidas en ese libro. Esa autoridad es necesaria porque el carisma de infalibilidad del Papa no sólo tiene por objeto proclamar la verdad abstracta de la doctrina, sino también proteger la fe de los católicos. Si el alcance del carisma no llegara a discernir y condenar afirmaciones heréticas particulares y concretas, como las contenidas en el libro de Jansenio, no serviría para proteger la fe.

Parecer ser que se dan casos en que la santidad de una persona determinada es una verdad dogmática. Por eso, nuestra tesis de que las canonizaciones en sí están fuera del ámbito de la infalibilidad pontificia. La afirmación de que los motivos por los que una persona es santa constituyen una verdad dogmática no siempre se dan en las canonizaciones, y por tanto éstas no siempre son definiciones infalibles. Hace falta algún otro elemento para que la santidad de una persona sea una realidad dogmática. Ese elemento se puede dar de dos maneras: que la verdad de la canonización esté forzosamente relacionada con la verdad de la doctrina infalible de la Iglesia en materia de fe y costumbres, o que sea una consecuencia necesaria del hecho de que la Iglesia es guiada en general por el Espíritu Santo.

El primero de los dos casos se da cuando la doctrina de un santo concreto ha sido tan ampliamente adoptada por el magisterio infalible de la Iglesia que negar la santidad de la persona supondría poner en duda ese mismo magisterio. Ejemplo de ello serían las doctrinas de San Atanasio, San Agustín y San Cirilo de Alejandría. Estos santos desempeñaron un papel preponderante en la conformación de la doctrina de la Iglesia con su obra teológica personal. Rechazar su santidad equivaldría a poner en tela de juicio la propia doctrina. En tal caso, por lo tanto, la Iglesia debe considerarse infalible en la proclamación de su santidad.

El segundo caso se da cuando la devoción al santo ha sido tan importante y generalizada en la Iglesia que negar la santidad personal sembraría dudas sobre el papel del Espíritu Santo en la dirección de la Iglesia. Pongamos un ejemplo hipotético, deliberadamente extremo, para que se entienda con claridad. Digamos que un biblista publica un documento que supuestamente prueba que durante la persecución decretada por Nerón, y después de haber escrito sus epístolas, San Pablo cayó en la apostasía, traicionó a otros cristianos de la Iglesia de Roma y terminó sus días como un pagano pensionado por el Imperio, bajo un nombre supuesto. Independientemente de cualquier objeción que pueda oponerse a esta hipótesis, los católicos tendrían que rechazarla por ser sencillamente incompatible con la amplia veneración de que ha sido objeto San Pablo y que la Iglesia tanto ha promovido. Sería imposible que el Espíritu Santo permitiera tan amplia veneración si San Pablo no hubiera sido realmente santo y mártir.

Casos como los anteriores pueden ser argumentos a favor de que una canonización sea un acto infalible de la Iglesia. Pero esos casos no siempre se dan en las canonizaciones, y por ello las canonizaciones no son en sí infalibles.

Ahora bien, no debemos poner fin a nuestro escrito con esta conclusión. La naturaleza de las canonizaciones que son verdades dogmáticas nos permite profundizar en el debate sobre la infalibilidad de las canonizaciones, y no limitarnos a rechazar sin más el consenso teológico anterior sobre su infalibilidad. Hemos hablado de la infalibilidad de los decretos pontificios de canonización en sí. Se ha rechazado su infalibilidad a partir de los criterios que permiten reconocer las definiciones infalibles en materia de fe y costumbres, criterios que tienen que ver con la manera concreta de expresar las supuestas definiciones tomadas en el contexto del documento en que se proclamaron.

Pero no es ésta la única manera de evaluar las canonizaciones, y puede que no fuera ésta la postura de Benedicto XIV cuando hacia 1730 propuso la tesis de la infalibilidad de las canonizaciones. En vez de fijarnos en los decretos pontificios de canonización en sí, podemos considerarlos en el contexto de la totalidad del proceso previo a la canonización. Si lo entendemos tal como estableció Benedicto XIV y como se practico durante bastantes siglos –un riguroso escrutinio de la vida del candidato, la exigencia de esperar décadas o siglos para eliminar presiones y motivaciones externas y para que puedan aflorar pruebas históricas de la máxima precisión, mayor rigor con respecto a los milagros obrados por intercesión del candidato–, podemos llegar a la conclusión de que, en conjunto, el proceso fue infalible. Podemos pensar con razones fundadas que sea incompatible con la guía del Espíritu Santo que la Iglesia yerre en una labor tan dedicada, perseverante, sincera y concienzuda. Pero este motivo para creer en la infalibilidad general de los procesos anteriores de canonización no se aplica a decretos más recientes que deliberadamente han abandonado tan cuidadosa y objetiva indagación de la verdad. Tendría que tener mucha desfachatez la Iglesia para esperar que el Espíritu Santo supliera la desconsiderada falta de una investigación honrada y razonable mediante una intervención milagrosa que impidiera las consecuencias de tan gran irresponsabilidad.

Esto sugiere criterios para determinar si una canonización no es infalible y si un proceso de canonización ha errado dando lugar a la veneración de alguien que no disfruta de la visión beatífica. Se podría decir que una canonización no es infalible cuando ha habido deficiencias graves en el proceso mismo de canonización. Esas deficiencias demuestran que la Iglesia no ha tomado las medidas pertinentes para recabar la asistencia del Espíritu Santo y evitar así una canonización errónea. Lógicamente, la falta de infalibilidad no quiere decir que el canonizado no sea santo. Por ejemplo, el padre Pío fue canonizado según el gravemente deficiente procedimiento introducido por Juan Pablo II en 1983, pero eso no quiere decir que no sea santo o que no deba venerársele como tal. Una canonización sería errónea cuando, sopesando todas las probabilidades y teniendo en cuenta todas las pruebas aportadas durante el proceso y la vida del canonizado, el peso de la evidencia indicara claramente que hubo graves deficiencias o errores en el proceso, así como que el canonizado no dio muestras de virtudes heroicas, sino de haber cometido graves pecados que no fueron expiados mediante una penitencia heroica. Naturalmente, calificar de errónea una canonización exige una investigación considerable, concienzuda, detenida e inteligente, y en el presente artículo no vamos a aventurar ninguna en concreto.

Hemos llegado, pues, a una conclusión definida con más precisión que las propuestas al principio de este texto. No estamos obligados a sostener que las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II fueron infalibles, porque no reunían los requisitos exigidos para tal infalibilidad. Sus canonizaciones no tienen que ver con la doctrina de la fe, ni fueron consecuencia de una devoción central para la vida de la Iglesia, como tampoco fueron el resultado de una indagación rigurosa y concienzuda. Pero tampoco podemos excluir a todas las canonizaciones del carisma de la infalibilidad; podemos seguir afirmando que las que fueron fruto de los minuciosos procedimientos que se seguían en siglos anteriores se beneficiaron de ese carisma. Así pues, aunque la conclusión de nuestro trabajo ha resultado más estricta de lo esperado, la enseñanza que se desprende es de mayor alcance: que volver a los métodos anteriores de canonización significaría recuperar la guía del Espíritu Santo en un terreno importantísimo para la Iglesia.

Dr. R.T. Lamont

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

RORATE CÆLI
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