De la cananea (Mateo 15)

Clamaba en pos de Cristo una mujer cananea pidiéndole salud para su hija endemoniada. No la oía Cristo. Intercedieron los discípulos, y con su humildad, fe, y esperanza, Cristo dio salud a su hija en aquella hora.

Punto primero. Mira a esta mujer cananea, del  linaje más despreciado que había entre los hebreos, que por su fe y virtud alcanzó de Cristo la salud que pidió para su hija, porque en los ojos de Dios, no es mejor el que es de mejor sangre sino el que es de mejores costumbres, ni es el Señor aceptador de personas sino de obras, regulando y estimando a cada uno según las propias. Gózate de tener un Señor tan recto y justo en sus juicios, y mira qué estimación tienes tú en sus ojos. ¿Cuáles son tus obras? ¿Cuántos pobres y despreciados a los ojos de los hombres, son muy apreciados en los de Dios porque lo merecen sus obras? Y al contrario, muchos que son estimados de los hombres, son despreciados de Dios por sus vicios y pecados. ¡Oh Señor, cuan rectos son vuestros juicios! Dadme gracia para que yo estime lo que se debe estimar y haga aprecio de cada cosa según su valor.

Punto II. Considera la perseverancia de esta mujer, que aunque en principio no fue oída por el Señor y después le respondió con severidad, siempre estuvo firme en su fe y petición, clamando y perseverando a las puertas del Salvador. Aprende tú a perseverar en la oración y no desistir en las peticiones aunque sientas sequedades y desvíos, y que se hace Dios sordo a tus ruegos. Gime, llora, y clama a sus puertas con perseverancia como esta mujer, y confía que alcanzarás buen despacho de tu petición como ella lo alcanzó.

Punto III. Considera cómo oyéndole clamar los apóstoles, y que no dejaba de seguir a Cristo, intercedieron por ella suplicándole que la oyese y le hiciese merced. Has de aprender dos cosas: la primera a interceder por los pobres y afligidos para con los poderosos en sus necesidades y la segunda procurar tener valedores para con Dios, ganando la voluntad a los santos con servicios y santas obras, para que intercedan por ti y te alcancen de su Divina Majestad lo que le suplicares. Mira cuánto le importó a esta mujer la intercesión de los apóstoles, y de aquí sacarás cuánto te importará a ti la de los mismos apóstoles y de los otros santos para con Dios. Ruégales que te acompañen a su tribunal y que presenten en él tus peticiones y favorezcan tus intentos, que pues rogaron por la cananea sin pedirles ella que intercediesen, mucho mejor rogarán por ti si les suplicas con humildad y devoción.

Punto IV. Considera cómo Cristo libró a la hija, del demonio que la poseía, por la fe y clamores de su madre; el gozo que tendrían ambos y la alegría y júbilo de toda su casa, y contempla el gozo que tiene un alma y toda la corte celestial cuando sale de la esclavitud del demonio que la tiene en las cadenas de los pecados. No ceses de orar a Dios por todos los pecadores, y si eres padre de familia, por los que te ha encomendado, que aunque seas más desechado que esta cananea, tendrán buen logro tus peticiones si tienes, como ella, viva fe. Pídesela al Señor y que te de su gracia para saber pedir y perseverar en su servicio.

Para el mismo día: De cómo Cristo lavó a sus discípulos los pies (Juan 3)

Acabada la cena se levantó el Redentor, quitose sus vestiduras, ciñose un lienzo, echó agua en una vasija, y empezó a lavar los pies de sus discípulos.

Punto primero. Entra con la consideración en el Cenáculo, y aplica todos tus sentidos a lo que allí pasa. Mira al Hijo de Eterno Padre ceñido en forma de siervo, arrodillado por la tierra, y lavando los pies de sus discípulos sentados por su orden. Atiende a la modestia con que están, al silencio que guardan, a la admiración de sus corazones viendo a su Maestro y Señor postrado a sus pies, la obediencia y rendimiento con que se dejan lavar, y a Cristo, haciendo aquel humilde oficio con tanto encogimiento y devoción, y admírate con los apóstoles de su profunda humildad. Cuánto mayor fueres, humíllate más para que imites al Señor.

Punto II. Considera cómo Cristo se quitó sus vestiduras para servir a sus discípulos, otros se las quitan a ellos para ser servidos. Mira cómo se ciñe para hacer con más prontitud aquel ministerio, y cómo por sus propias manos echa el agua en los cántaros, sin ayudarse de ministros como en las bodas de Caná, y de los cántaros la echa en la vasija, que San Buenaventura dice era de piedra, y hallándote presente con el alma, ofrécete de corazón a su servicio. Pídele que te permita siquiera echar quitar el agua de la vasija, y aliviar su trabajo en aquel humilde ministerio. Alza los ojos al cielo y mira a los ángeles admirados de tan profunda humildad, y que van a ofrecerse para ayudarle y servirle. Entra tú también a la parte y dile que te dé alguna en obra tan heroica y de tan gran merecimiento.

Punto III. Considera con San Crisóstomo que Cristo empezó este lavatorio por Judas, como por el más necesitado de todos, esmerándose en honrar a quien se esmeraba en ofenderle. Contempla a Cristo postrado a los pies de Judas, tomando en sus benditas manos aquellas plantas que habían dado tantos pasos para venderle; lavolos una y otra vez, no solo con agua sino con lágrimas de sus ojos que correrían nacidas del sentimiento de su perdición, y que tal vez levantaría los ojos a mirarle, y ni con lo uno ni lo otro se ablandó su corazón. ¡Oh dureza del pecador obstinado, que da entrada a Satanás en su alma (1)! San Buenaventura dice que no solo le lavó los pies, sino que se los besó. Contempla a Cristo, nuestro Redentor, con la boca puesta en los pies de Judas, como quien besó el instrumento de su muerte. ¡Oh Redentor mío! ¿Cómo llegáis vuestros labios a un tan inmundo pecador? Esa boca, que es la fuente de la sabiduría, de quien aprenden los cielos y la tierra ¿juntáis con ese cenagal de pecados? ¿Qué es esto, Señor? ¿Cómo lo permiten los cielos? ¿Cómo no lo impide vuestro Eterno Padre? Pero veo que ponéis la boca en la llaga más asquerosa para curarla. Recibid mi corazón en esa vasija, y lavadme de las manchas de mis culpas, que más necesidad tengo yo que Judas.

Punto IV. Considera con San Ambrosio, que Cristo, lavando y limpiando los pies de sus discípulos, no lavó los propios suyos. No sólo porque no necesitaba de aquel lavatorio, sino porque, como dice el santo, se los lavásemos nosotros, no con agua material sino con lágrimas. Arrójate a sus pies con Santa María Magdalena, derrama arroyos de lágrimas de tus ojos, lávaselos con suma humildad, límpialos con las telas de tu corazón y pon tu boca en sus plantas. Calla y llora, gime, ama y ofrécele tu alma y tu vida para seguir sus pisadas toda la vida, como lo hizo aquella santa pecadora. No te levantes de sus pies hasta que oigas de su boca como ella, que tus pecados son perdonados y tu alma ha de ser salva.

Padre Alonso de Andrade, S.J

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Meditaciones diarias de los misterios de nuestra Santa Fe y de la vida de Cristo Nuestro Señor y de los Santos.

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