La comunión en la mano: historia de un sacrilegio infame desde los orígenes hasta el motu proprio Traditionis Custodes

El 16 de julio de 2021, fiesta de Nuestra Señora del Monte Carmelo, el papa Francisco promulgó el motu proprio Traditionis Custodes que anula con efecto inmediato el indulto concedido en 2007 por el papa Benedicto XVI, que con el motu proprio Summorum Pontificum concedía la posibilidad a cualquier sacerdote de celebrar la Santa Misa según el Rito Romano Antiguo sin el permiso previo del ordinario diocesano. De lo repentino de la medida se puede sacar al menos un aspecto positivo: constreñir a aquella parte del clero que tiene a pecho la sacralidad de la liturgia de la Iglesia de siempre a tomar finalmente una posición neta oponiéndose al último suspiro de un pontificado, que está hoy en descomposición.

La instrucción se acompaña de una Carta Apostólica en la cual el papa Francisco quita toda ambigüedad a la distinción obrada por el papa Benedicto XVI entre forma ordinaria y forma extraordinaria de la Santa Misa, afirmando que “los libros litúrgicos promulgados por Pablo VI y Juan Pablo II, en conformidad con los decretos del Concilio Vaticano II, [son] la única expresión de la lex orandi del Rito Romano”. Desde este momento, el Rito Romano Antiguo, despojado hasta de la connotación de la extraordinariedad a pesar de haber sido la forma ordinaria de la lex orandi de la Iglesia católica durante casi dos mil años, se ve literalmente desechado con la falsa, digamos también innoble, argumentación, según la cual, habiendo sido “más veces adaptado a lo largo de los siglos a las exigencias de los tiempos, no sólo ha sido conservado, sino renovado en fiel obsequio a la Tradición”. Siempre según el papa Francisco, “a quien quiera celebrar con devoción según la anterior forma litúrgica no le costará encontrar en el Misal Romano reformado según la mente del Concilio Vaticano II todos los elementos del Rito Romano, en particular el canon romano, que constituye uno de los elementos más característicos”.

Es evidente a todos los que conocen ambas formas de la Santa Misa que esta afirmación es totalmente falsa. En la Santa Misa Novus Ordo el componente sacrificial, aunque presente, cede el paso a favor del componente eucológico y convivial. En este artículo queremos poner la atención sobre una diferencia no banal entre las dos formas rituales: el modo en que los fieles laicos reciben la comunión. Alguno objetará que la única diferencia entre las dos formas es que, cuando en el Vetus Ordo los fieles reciben la comunión en la boca mientras están arrodillados ante la balaustrada, en el Novus Ordo, que desde ahora asume el rango de Unico Ordo, los fieles laicos reciben la comunión en la boca o en la mano estando de pie. La pregunta que intentará responder este artículo es si la recepción del Cuerpo de Cristo en la mano, práctica no prevista en el Vetus Ordo pero convertida en praxis en el Novus Ordo, consiente respetar el Cuerpo de Cristo o, como veremos, lo expone concreta y frecuentemente a irreverencias y sacrilegios.

Lo haremos recorriendo la práctica sacramental desde los orígenes a nuestros días. A tal fin utilizaremos un estudio de don Federico Bortoli, sacerdote de la diócesis de San Marino-Montefeltro, con el título La distribución de la comunión en la mano. Perfiles históricos, jurídicos y pastorales, editado por Cantagalli de Siena en 2018 con prefacio del cardenal Robert Sarah, en ese momento Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. Se trata de la tesis doctoral en Iure Canonico obtenida por el autor en 2017 en la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz. La tesis de fondo, absolutamente compartida con este estudio, que retoma en las conclusiones algunas orientaciones de Mons. Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Astana, es que la introducción de la entrega de la comunión en las manos de los no consagrados “se ha desarrollado como un abuso litúrgico (…) en algunos países del norte de Europa, en un clima de contestación que caracterizó el ambiente eclesial (…) en los años que sucedieron al Concilio Vaticano II (…). El hecho de que (…) la comunión en la mano haya sido después disciplinada no anula el modo en que se inició” (p. 241). Antes de adentrarnos en el análisis del texto, hagamos presente que no estamos de acuerdo con don Bortoli en corroborar la continua contemporización de algunos pastores de la Iglesia católica que se dicen preocupados por las irreverencias y los sacrilegios derivados de la práctica de entregar el Cuerpo de Cristo en las manos de los no consagrados, auspiciando por ello la restauración de la comunión en la boca pero gradualmente, “en cuanto una denegación clara y repentina, muy probablemente, no traería los efectos deseados” (p. 235, nota 124). A estos jerarcas que dicen amar la Iglesia y querer recuperar la praxis sacramental de siempre, “no de la noche a la mañana” sino con cautela, San Agustín les recuerda que cuando Noé hizo salir al cuervo, símbolo del herético, éste no regresó al arca, que es la Iglesia, porque su graznido “¡Cras, cras!” significa “mañana”[1]. A estos les recordamos que Pablo VI no tuvo ninguna cautela en desterrar el Vetus Ordo en el espacio de un año, como no ha tenido cautela alguna el papa Francisco al escribir que quiere aplicar el Traditionis Custodes de hoy para mañana. Intelligenti pauca!

La primera parte del estudio de don Bortoli, titulada Evolución del modo de distribuir la santa comunión y del culto eucarístico en el curso de la historia en relación con la doctrina sobre la Eucaristía, en un análisis atento de las fuentes examinadas, nos parece la parte menos rigurosa, contestable también en la elección de utilizar el término “evolución” como encabezamiento del capítulo. “Evolución” recuerda mucho la evolución del dogma, concepto caro a los modernistas condenados por el papa San Pío X en la encíclica Pascendi Domini Gregis de 1907. Independientemente de las intenciones del autor, el lector, llegado al fin del capítulo, tiene la sensación de que la situación actual sea la evolución natural de una práctica que ha mudado con el correr de los siglos. Pasemos como reseñas los testimonios de los Padres utilizados por los que sostienen entusiasmados la comunión en la mano de los no consagrados, antes que nadie Mons. Annibale Bugnini, en su tiempo Secretario de la Sagrada Congregación para el Culto Divino. Don Bortoli escribe que Tertuliano (muerto en 230), en su De Idolatria (pl. 2, 769), “criticando a los cristianos procedentes de los ídolos, que después se acercaban a la Eucaristía, deja entender que recibían la comunión en la mano” (p. 30). Explica después como “los cristianos, cumpliendo actos de idolatría, utilizaban las manos con las que después se acercaban para recibir el Cuerpo del Señor” (p. 30, nota 10). He aquí el texto de Tertuliano:

“… y levantar a Dios Padre esas manos que fueron también madres de imágenes idólatras; hacer acto de adoración con las manos que fuera son causa de adoración contraria al Dios verdadero; acercar al Cuerpo del Señor las manos que forman cuerpos de demonios. Y esto no es suficiente: sería todavía poco si recibieran de las manos de otros lo que esos contaminan y gustan, sino que son ellos mismos los que dan a los otros lo que ellos ya han contaminado, porque los fabricantes de ídolos se admiten en las órdenes eclesiásticas. ¡Qué vergüenza y oprobio! Los judíos sólo una vez osaron alzar las manos sobre Cristo; estos, sin embargo, insultan cada día su Cuerpo. ¡Oh, manos que deberían ser cortadas! Que vean ya estos si es el caso de pensar que aquellas palabras del Evangelio fueron pronunciadas así, precisamente para algo semejante: “si tu mano te escandaliza, córtatela”. Pues bien, ¿cuáles son las manos más merecedoras de ser cortadas que las que infieren ofensa al Cuerpo del Señor?”

Del pasaje en cuestión no se deduce de ningún modo que la comunión se diera en la mano. La referencia a las manos por parte de Tertuliano puede explicarse muy bien por la costumbre de comulgar también con el cáliz que por motivos obvios debía ser tocado con las manos, o como figura retórica. Alzar las manos al Cielo, hacer acto de adoración con las manos, acercar las manos al cáliz para comulgar la Sangre del Señor no implica deducir automáticamente que se diera el Cuerpo de Cristo sobre las manos de los fieles laicos. Don Bortoli, en cuanto al modo de comulgar con base en el testimonio de Tertuliano, habría debido citar este pasaje del De Corona III, 3 (Pl. II, 79), datado en el 211 d.C., que es incontrovertible: “Tomémoslo también en las congregaciones antes del alba. Y no recibamos de la mano de otros si no de la de los presidentes, el sacramento de la Eucaristía que el Señor ordenó tomaran todos”.

Y después es el turno de San Cipriano de Cartago (muerto en 258): De lapsis, 26 (Pl. 4, 486), del que don Bortoli deduce que “en cuanto al modo de recibir la comunión [San Cipriano ndr] especifica que el fiel, habiendo recibido el pan sobre la palma de la mano abierta, debía a continuación cerrarla, para volverla a abrir cuando, de regreso en su puesto, sumiera el Cuerpo de Cristo” (p. 31). No se entiende dónde y de qué modo el autor haya extraído esta información de los pasajes citados. En el De lapsis 24-26, San Cipriano narra algunos hechos prodigiosos: castigos infligidos a los apóstatas ya en esta vida y signos maravillosos de la condena divina contra los apóstatas, que recibían la Eucaristía sin haber hecho penitencia ni obtenido el perdón de su pecado. Refiere también el caso de una joven apóstata que se atrevió a comulgar la Eucaristía, la sintió descender en el estómago como una espada y sufrió tormentos horribles; otra mujer, abriendo con manos inmundas una caja en que había sido depositada la Eucaristía, vio una explosión de llamas. San Cipriano está hablando de uno de los privilegios concedidos a los cristianos de los primeros siglos a causa de las persecuciones. Se les concedía de hecho conservar la Santa Eucaristía en casa con el fin de la comunión doméstica. En este pasaje describe el modo en que se envolvía la Santa Eucaristía en un orarium o tela de lino, que a su vez era depositado a menudo en un recipiente más precioso. El precioso don se custodiaba en una teca (arca) con tapadera. La frase, por lo tanto, se traduce como sigue: “Cuando buscó con manos indignas abrir su teca, en la cual estaba el santo del Señor, se le impidió tocarla con el fuego que salía de ella”. Y, continúa San Cipriano, un hombre, también manchado de apostasía, osó recibir en el cuenco de la mano su parte de la Eucaristía, y porque lo que estaba consagrado por un sacerdote fue contaminado por ellas, no pudo alimentarse con el Cuerpo del Señor al encontrarlo incinerado. Ahora, si la teca que contenía el Cuerpo del Señor se envolvía en una tela como signo de respeto, de modo que las manos no entrasen en contacto ni siquiera con la teca, con mayor razón es necesario deducir que en el momento de la comunión el fiel tomase el Cuerpo del Señor utilizando una tela de lino. Ciertamente no utilizando las manos directamente, y menos en el caso de que le diera la comunión un consagrado. Si después, del hecho de que este apóstata en estado de pecado mortal tomara el Cuerpo de Cristo en el cuenco de la mano se quiere extraer la prueba de que ésta fuera la práctica habitual, me parece forzado. El otro pasaje de De lapsis 16, citado por el autor, no es otro que un comentario de San Cipriano a la primera carta de San Pablo apóstol a los Corintios X, 21, de la cual no se saca de hecho que la comunión fuese dada en las manos de los fieles no consagrados. La frase latina es: Spretis bis omnibus atque comptemptiis, ante expiata delicta, ante exomologesin factam criminis, ante purgatam conscientiam sacrificio et manu sacerdotis, ante offensam placatam indignantis Domini et minantis, vis infertur corpori eius et sanguini, et plus quam cum Dominum negaverunt, que traducida es: “Ahora, sin embargo, despreciando todos estos preceptos [ndr los recordados por el mismo San Cipriano al final del capítulo 15], antes de hacer la confesión de su delito, antes de que su conciencia haya sido purificada con el sacrificio y con la mano del sacerdote, antes de haber aplacado la ofensa hecha al Señor, que les amenaza desdeñado, esos violentan su Cuerpo y su Sangre; y así cometen ahora con la mano y con la boca mayor fechoría contra el Señor que la que cometieron primero cuando lo negaron”.

Deducir de la acusación de San Cipriano a los lapsos que fuera costumbre tomar el Cuerpo de Cristo directamente en el cuenco de la mano sólo porque se refiere al término “mano” es insostenible. Dado que en aquel tiempo se comulgaba bajo las dos especies, la frase de San Cipriano se puede explicar tranquilamente en el sentido de que los lapsos contaminaban sus manos tomando el cáliz que contenía la sangre y contaminaban la boca sumiendo ya el Cuerpo o la Sangre de Cristo. Santo Tomás de Aquino, sosteniendo que corresponde exclusivamente al sacerdote en cuanto consagrado distribuir la Eucaristía, hace un razonamiento similar cuando concede que el diácono pueda dispensar la Sangre, pero no el Cuerpo, porque, mientras la Sangre está contenida en el cáliz y no implica un contacto directo, no le está permitido sin embargo dispensar el Cuerpo, que se toca directamente con las manos (Summa Theologiae, III, q. 82, a. 3. c). También es capciosa la objeción por la cual, al decir Jesucristo en la Última Cena las palabras “Tomad y comed” (Accipite et manducate), habría invitado a tomar la comunión con las manos. En primer lugar, porque el Señor se dirigía sólo a los discípulos instituidos en el orden sagrado y no a todos los fieles que por recibir el bautismo son constituidos, sí, sacerdotes, reyes y profetas, pero no son investidos directamente del Ministerio Ordinario. En segundo lugar, porque, como justamente escribe Mons. Schneider (Dominus est. Reflexiones de un obispo del Asia central sobra la sagrada Comunión, Ciudad del Vaticano 2008, pp. 55-56, citado por don Bortoli en la p. 233, nota 119), “también las palabras “Haced esto en memoria mía” (Lc. 22, 19) se habrían dirigido en consecuencia a la totalidad de los fieles, que, en virtud de estas palabras, hoy podrían participar del sacerdocio ministerial. Además, la palabra accipite (…) no significa “tocar con la mano”, sino que más bien indica acción de recibir”. Justamente Mons. Schneider evidencia la contradicción de que, mientras en muchos documentos magisteriales se deplora la falta de respeto hacia la Eucaristía, no se tome sin embargo en consideración la posibilidad de abolir el uso de dar la Eucaristía en las manos de los no consagrados. El deseo del prelado auxiliar de la diócesis de Astana sería ciertamente un inicio, pero, considerando cómo se ha llegado a ese estado de cosas, sería necesario también esperar la supresión de la misa Novus Ordo.

Otro padre de la Iglesia, citado en apoyo de la convicción de que en la Iglesia de los orígenes la comunión se entregaba en las manos de los no consagrados, es San Basilio Magno (muerto en 379), que en la Epístola 93 (PG 32, 484-485) “habla de cuándo es posible tomar la comunión con las propias manos a falta de sacerdote, haciendo referencia a los períodos de persecución, cuando se lleva la Eucaristía a las viviendas propias, y a quien hace vida eremítica y no es sacerdote” (p. 32). San Basilio escribe: “Cuando, no obstante, en tiempos de persecución, a falta de un sacerdote o de un diácono, alguno piense en recibir la comunión en la propia mano, es superfluo ratificar que ha de ser por cosa grave; esta larga costumbre de las mismas cosas lo confirma”. San Basilio concede, por motivos graves, poder comulgar por sí mismo en ausencia de sacerdote o de un diácono, pero de esto no se puede deducir que el fiel no consagrado pueda tomar el Cuerpo de Cristo directamente en las manos sin adoptar precauciones particulares como un velo de tela. La frase de San Basilio será después retomada por Pablo VI el 3 de septiembre de 1965 en la carta encíclica Mysterium fidei, 62: “Sin embargo, no decimos esto para que se cambie el modo de custodiar la Eucaristía o de recibir la santa comunión (…), sino sólo para congratularnos de la fe de la Iglesia, que siempre es la misma”. Como en el estilo típico del papa Montini, mientras deplora el recurso a los conceptos de transignificación y transfinalización que reducen la “presencia de Cristo en la Eucaristía a simple símbolo, rebatiendo el concepto de transubstanciación”, lo debilita contextualmente al hacer referencia a una praxis citada solamente en la Catequesis mistagógica V, atribuida como las otras catequesis a San Cirilo de Jerusalén y contestada por diversos estudiosos por “la ambigüedad de la tradición griega manuscrita y de las versiones sirio-palestinas y armenia, los silencios o las diversas atribuciones de la tradición literaria hasta el siglo VI, las discrepancias de orden litúrgico percibidas entre las fechas de la mistagógica y otros registrados en la historia contemporánea de la Iglesia de Jerusalén”. Hasta el punto de que “muchos se inclinan a negarle autenticidad” (cfr. Cirilo de Jerusalén. Las catequesis. Città Nuova, 1993, p. 17). Don Bortoli, que obviamente cree en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, parece no darse cuenta de que, mientras cita un estudio de Mons. Athanasius Schneider según el cual “la práctica actual de la comunión en la mano repite (…) la praxis adoptada por los calvinistas” (A. Schneider, Corpus Christi: la santa comunión y la renovación de la Iglesia, Ciudad del Vaticano, 2013, citado en la p. 73, nota 168) que, sin embargo niegan la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía en Espíritu, Cuerpo, Alma y Divinidad, contextualmente, sobre la base de pocos y controvertidos testimonios, afirma convencido que “en los primeros siglos era habitual recibir la Eucaristía bajo las dos especies, recibiendo el pan consagrado en la mano y bebiendo la Sangre consagrada en el cáliz” (pp. 72-73), debilitando así desde la raíz la necesidad de volver exclusivamente a la comunión en la lengua. Examinemos ahora el caballo de batalla de todos los sostenedores entusiastas de la comunión en la mano de los no consagrados. Se trata del hoy mal afamado pasaje de San Cirilo de Jerusalén (muerto en 387), contenido en la Catequesis Mistagógica V, 21-22 (PG 33, 1101) que constituyó la osamenta de un artículo aparecido el 15 de mayo de 1973 en el Osservatore Romano, con la firma de Mons. Annibale Bugnini, con el título En la mano “como en el trono”. Es cierto que don Bortoli, criticando la notificación Le Saint-Siege del 3 de abril de 1985 que legitimaba la entrega de la comunión en la mano de los no consagrados, afirma que “la cita de San Cirilo parece desviada, en cuanto parece ser un elogio de la práctica de la comunión en la mano, vista como enseñada directamente por los Padres de la Iglesia, cuando éstos simplemente describían la práctica en uso entonces” (p. 168), pero no discute en absoluto la autenticidad de la catequesis atribuida a San Cirilo de Jerusalén, que presenta al menos dos aspectos problemáticos. En la Catequesis Mistagógica V, 21-22 (PG 33, 1123, 1126) está escrito:

“Al acercarte, no procedas con las palmas de la mano abiertas, ni con los dedos separados, sino haz un trono con la izquierda a la derecha, porque vas a recibir al Rey. Con el cuenco de la mano, recibe el Cuerpo de Cristo y di “Amén”. Con cuidado, santifica los ojos al contacto del Cuerpo santo y tómalo buscando no perder nada de él. Si pierdes alguna partícula, es como si se amputara un miembro tuyo. Dime, si alguno te regalase virutas de oro, ¿no las cogerías con mucho cuidado, mirando no perder ninguna de ellas y no estropearlas? ¿No guardarías mayormente lo que es más precioso que el oro y más estimado que las piedras preciosas, para que no caiga ni una miguita? Después de la comunión del Cuerpo de Cristo, acércate al cáliz de la Sangre. Sin extender las manos, sino inclinándote y con un gesto de adoración y de veneración, di “Amén” y santifícate tomando la Sangre de Cristo”.

En realidad, la exhortación atribuida a San Cirilo de Jerusalén no termina aquí, sino que continúa como sigue:

“Después de que con cautela hayas santificado tus ojos poniéndolos en contacto con el Cuerpo de Cristo, acércate también al cáliz de la Sangre, no teniendo las manos relajadas, sino hacia delante y en modo de expresar sentido de adoración y veneración, diciendo “Amén”, te santificarás tomando también la Sangre de Cristo. Y, mientras tienes aún los labios humedecidos por ella, tócate las manos y, después, santifica con ellas tus ojos, la frente y todos los demás sentidos”.

Ya esta extraña exhortación a tocarse los labios aún humedecidos por la Sangre de Cristo con las manos para después tocar todos los demás órganos de los sentidos es problemática y poco creíble. Y, procediendo al capítulo que sigue inmediatamente, el 23 de la misma Catequesis Mistagógica V, que los defensores de la comunión en la mano se guardan bien de citar, se abre la vía a la sospecha de que el autor, en la parte relativa la modalidad de comulgar el Cuerpo de Cristo netamente en contraste con la disciplina seguida en Roma y ya atestiguada bajo el pontificado de San Sixto I (muerto en 125), no pueda ser San Cirilo de Jerusalén. De hecho, el presunto San Cirilo de Jerusalén hace la siguiente exhortación desconcertante (PG 33, 1126, 1128): “Conservad estas tradiciones invioladas y conservadlas vosotros mismos incorruptas. No os separéis de la comunión, no os privéis de estos sagrados y espirituales misterios tampoco si estáis contaminados de pecado”. La exhortación contenida en este pasaje está evidente contradicción con cuanto afirma San Pablo apóstol en I Cor. XI, 27-29: “Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación”. Por lo tanto, varios patrólogos como Swaans y Bihain (cfr. Cirilo de Jerusalén. Las catequesis, op. cit., p. 17) han sostenido la hipótesis de que el autor de estas interpolaciones pueda ser Juan II, el sucesor de Cirilo en la cátedra episcopal de Jerusalén (386-417), que tuvo deslizamientos origenistas y pelagianos; o bien que el autor pudiera haber sido un redactor cripto-arriano que hubiera añadido las interpolaciones dentro de la catequesis de Cirilo de Jerusalén para dar apariencia de rigor a sus propias y desconcertantes afirmaciones en contraste con la fe católica de siempre. Mientras que para don Bortoli la convicción de que fuese una práctica común dar la comunión a los fieles depositando el Cuerpo de Cristo en sus manos, sobre la base de tres fuentes de una de las cuales (San Cipriano) la extrae no se sabe bien cómo, de otra (San Basilio) la dicta como concesión a causa del peligro de las persecuciones y de la otra (San Cirilo de Jerusalén), de dudosa atribución, cuando pasa revista a los testimonios en sufragio de la práctica de la comunión en la boca, no parece dar el peso justo al hecho de que ya el papa Sixto I (muerto en 125 d.C.) estableció que a los laicos no les estaba permitido tocar los vasos sagrados (p. 38). Si no se les permitía tocar los vasos sagrados porque el contenido (Cuerpo y Sangre) es más sagrado que el continente, podemos sin duda deducir que en la diócesis de Roma a los laicos no se les permitiera tocar la Eucaristía con las manos. Siglo y medio después encontramos una prescripción del papa San Eutiquiano (muerto en 283), que excluía que los laicos pudiesen llevar la comunión a los enfermos: Nullus presuma tradere Communinen laico vel foeminae ad referenda infirmo (Eutiquiano, Exhoratatio ad presbyteros, PL 5, 165) (p. 38). Una vez más, se excluye que un laico pueda llevar el continente con la comunión, cuanto menos habría podido tocar con las manos el contenido. Por lo tanto, cuando el papa San Inocencio I (muerto en 417) establece que en la Iglesia de Roma el pan consagrado se reciba directamente en la boca, el Romano Pontífice no hace más que ratificar lo que algunos de sus predecesores ya habían ordenado. No se trata por tanto de una nueva praxis sino de la exigencia de custodiar con cuidado lo que se ha recibido. No obstantes estas comparaciones, don Bortoli sostiene más adelante que “a partir del siglo V en algunos lugares, principalmente en Roma, se empieza a distribuir el pan consagrado directamente en la boca para evitar más fácilmente la dispersión de los fragmentos y como señal de mayor respeto y reverencia” (p. 73). Es paradójico que, al avalar la práctica de la comunión en la mano, los arqueólogos de la práctica eucarística aduzcan como prueba sólo tres testimonios controvertidos y no quieran ver, sin embargo, los testimonios de la Iglesia de Roma que atestiguan incontrovertidamente como, desde el papa Sixto I (muerto en 125) en adelante y sin solución de continuidad, se practicaba seguramente en Roma el uso de la comunión en la lengua. Para completar los testimonios del cristianismo de los orígenes no podemos eximirnos de citar la Traditio Apostolica, que no cita don Bortoli. De este testimonio importantísimo, datado en el 215 d.C. y en el pasado atribuido a San Hipólito de Roma (170-235 d.C.), se ha descubierto en 1999 una nueva versión etíope, traducción del griego de una antología canónico-litúrgica egipcia que hace referencia al Patriarcado de Alejandría, y después traducida y publicada en italiano en 2011 (cfr. Alessandro Bausi, La nuova versione etiopica della traditio apostolica: edicione e traduzione preliminare, en Christianity in Egypt: literary production and intelectual trends studies in honor of Tito Orlandi, editado por Paola Buzi y Alberto Camplani, Institutum Patristicum Agustinianum, Roma 2011). El capítulo 22, 1-3 de la versión etíope describe el momento de la distribución de las sagradas especies:

“El día del sábado [el dies prima sabbati coincide con el primer día de la semana y, por tanto, con el domingo ndr], el obispo, si es posible, con sus propias manos, mientras los diáconos fraccionan, lo administre él mismo a todo el pueblo; y los presbíteros fraccionen el pan “cocido”; si un diácono ofrece a un presbítero, alargue sus funciones y, en consecuencia, lo reciba: al pueblo, le rinda otro. Para los otros días, éstos rendirán, una vez que el obispo lo haya ordenado”.

La versión latina, coincidente casi íntegramente con el texto etíope, establece (cfr. Pseudo Hipólito. La tradizione apostolica, Città Nuova, Roma 1996, pp. 85-86) en el mismo capítulo 22:

“El domingo, el obispo, si puede, distribuya personalmente (el pan de la comunión) a todo el pueblo, mientras los diáconos lo fragmentan. También los sacerdotes fragmentarán el pan. Cuando el diácono entregue el pan al sacerdote, lo ponga sobre un plato, y el sacerdote tome el pan y lo distribuya de su mano al pueblo. Los otros días, hágase la comunión según las instrucciones dadas por el obispo”.

En ambos textos, los fieles comulgan directamente de la mano bien del obispo o bien del sacerdote. Está claro, por lo tanto, que se comulgaba el Cuerpo en la boca y no en las manos de los fieles. En ambas versiones latina y etíope, en los capítulos 33-34 se recomienda el máximo cuidado en no hacer caer las especias eucarísticas. En la versión etíope está escrito (A. Bausi, op. cit. p. 57):

“33 Respecto al hecho de que la Eucaristía sea conservada con atención. Todos se ocupen de que quien no cree no guste de la Eucaristía y que no caiga ni siquiera un poco y no sea estropeada, porque es el Cuerpo de Cristo, alimento para los fieles, que no se ha de malgastar. 34 Respecto del cáliz, que no se vierta. En verdad, habiendo bendecido en el nombre de Cristo, has recibido como la imagen de la Sangre de Cristo. Por esto, no verterla, porque un espíritu extraño, como si lo hubieras despreciado, no lo lamas: serás culpable de la sangre, como si hubieras despreciado su precio, con el que te ha rescatado. Todos los diáconos con los presbíteros se reúnan donde ha ordenado el obispo, por la mañana temprano, y no falten cada vez los diáconos a estar presentes, si no estuvieran impedidos por una enfermedad. Una vez reunidos, comuníquenlo a la iglesia y, así, después de haber orado, cada uno haga lo que es justo”.

La frase “habiendo bendecido en el nombre de Cristo” y la referencia a los diáconos y a los presbíteros, después de las prescripciones sobre el cuidado máximo con que distribuir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, no deja ninguna duda de que los destinatarios de tan severas prescripciones fueran los Ministros Ordinarios y no los fieles, a los cuales por tanto no estaba en absoluto permitido tocar la Eucaristía con las manos.

En el excursus histórico que ha llevado al protestantismo a negar la transubstanciación, mencionando a Zwinglio y a Calvino, don Bortoli subraya que éstos introdujeron “la comunión en la mano y de pie, justo para evitar que se pudiese dar lugar a creer en la presencia real de Cristo en la Eucaristía” (p. 59). Notemos que ya los herejes arrianos, queriendo negar con tal postura la divinidad de Jesucristo y la presencia real en la Eucaristía, comulgaban de pie y tomaban la comunión en la mano. También el exdominico Bucero (muerto en 1551), que se adhirió al anglicanismo y fue uno de los difusores del Book of Common Prayer, consideraba la comunión en la boca un gesto supersticioso pues “lleva a hacer pensar a los fieles que sea de verdad la presencia de Cristo en la Eucaristía (…) y un modo a través del cual los sacerdotes ejercitarían un dominio sobre los laicos” (p. 60). Don Bartoli considera que no hay ahí elementos para considerar que los padres conciliares, durante el Vaticano II, quisieran introducir la comunión en la mano porque, si así hubiera sido, habrían hecho juntos mención a la posibilidad de que los fieles comulgaran bajo las dos especies en la encíclica Sacrosantum Concilium. Pero el argumento de silentio no parece valer. Ya el 12 de octubre de 1965 el Consilium ad exequendam Constitutione de Sacra Liturgia, instituido un año antes por Pablo VI con el motu proprio Sacram Liturgiam, concede a la Conferencia Episcopal Holandesa el permiso para que religiosos, religiosas e incluso laicos oportunamente instruidos pudieran distribuir la comunión, prohibiendo, sin embargo, que la Sacra Partícula fuera depositada en la mano. La concesión no es sólo contraria a la praxis sacramental hasta la época apostólica, sino que va incluso contra toda lógica. No puede haber ahí buena fe ni explicación plausible, si no la de iniciar una ventana de Overton que, si de un lado consiente que manos no consagradas distribuyan el Cuerpo de Cristo, del otro prohíbe depositarlo sobre otras manos igualmente no consagradas.

La concesión a la Conferencia Episcopal Holandesa no puede tampoco ser considerada un deslizamiento aislado en la práctica sacramental porque en 1967 la instrucción Eucharisticum Mysterium, proponiéndose dar indicaciones prácticas acerca de la Eucaristía a la luz de la Sacrosantum Concilium, establece que “según la costumbre de la Iglesia, la comunión puede ser recibida por los fieles de rodillas o de pie”. Está claro que, si el fiel se pone de rodillas, recibe la comunión naturalmente sobre la lengua, mientras que, para poder recibirla en las manos, debe por fuerza ponerse de pie. Por ello, si es verdad que la instrucción no da lugar a la posibilidad de recibir la comunión en la mano, haciendo al fiel ponerse de pie, lo lleva progresivamente a la posibilidad de recibir el Cuerpo de Cristo en la mano. El 29 de mayo de 1969 la Sagrada Congregación para el Culto Divino publicó la instrucción Memoria Domini que, para explicar el paso de la comunión de la mano a la lengua, dado por cierto y consolidado a partir del siglo IX, pone la motivación de una mayor comprensión del misterio eucarístico, como si en los primeros siglos la Iglesia aún no hubiera comprendido totalmente la naturaleza de las sagradas especies. Ya bastaría la Traditio Apostolica que hemos examinado para desmentir esta mistificación. Pero era tanta la prisa por autorizar a las Conferencias Episcopales de Centroeuropa (Bélgica, 31 de mayo de 1969; Francia y Alemania, 6 de junio de 1969) a distribuir la Eucaristía en las manos de los no consagrados, que el indulto fue concedido antes incluso de que la instrucción fechada el 29 de mayo de 1969 fuera publicada en las Acta Apostolicae Sedis el 8 de agosto de 1969. Justamente don Bortoli plantea la validez de estos indultos. Las preocupaciones del cardenal Bafile, nuncio apostólico en Alemania de 1960 a 1975, de cuya correspondencia preciosa de la década sobre esta delicada cuestión confluida en el Fondo Ghiglione don Bortoli ha extraído a manos llenas, son múltiples: por una parte, la desaparición del uso de la patena en la comunión y la constatación de que, cuando se recibe la Hostia consagrada, casi ningún fiel controla si han quedado fragmentos en la palma de la mano. En ambos casos es casi inevitable que caigan al suelo fragmentos eucarísticos, sean pisados después y terminen en la basura. Pero, aún más grave, por otro lado, está la constatación siguiente: “Constituye para algunos sacerdotes, a los que repugna profundamente depositar la partícula en la mano, una verdadera y cierta imposición a su conciencia (…). El sacerdote se ve colocado en la necesidad de cumplir un acto que repugna a su conciencia y que no era siquiera plausible en el momento en que aceptó recibir las órdenes sagradas” (p. 100).

Don Bortoli distingue indebidamente la responsabilidad que el cardenal Knox, prefecto de la Sagrada Congregación para el Culto Divino, y de Mons. Bugnini, secretario de la misma congregación, tuvieron en disminuir las preocupaciones de muchos obispos y sacerdotes acerca de las profanaciones derivadas de la consigna de la comunión en manos no consagradas, de las de Pablo VI. Conocemos el modus operandi del papa Montini: provocar cambios desacralizantes para después manifestar dolor, desconcierto, preocupación por los cambios introducidos por él mismo. Se imputan todas las culpas al cardenal Knox, que consideraba la nueva práctica de la consigna de la comunión en manos no consagradas como parte integrante de la revolución litúrgica, como si Pablo VI no hubiese estado al corriente. Algún obispo, de manera lúcida, tomó papel y pluma y lo denunció. Es el caso del obispo belga de la diócesis de Gand, Mons. Van Peteghen, que captó exactamente a qué conduciría la comunión en las manos no consagradas de los laicos: “Ser considerados adultos y, por ello, no hacérsela dar en la boca como a los niños y estar en el mismo plano que el sacerdote: la distribución de la Eucaristía por parte de los laicos lleva de hecho a no considerar ya al sacerdote ni al diácono ministros ordinarios de la santa comunión” (p. 114). El obispo de San José de Costa Rica, Mons. Quirós, no considera oportuno autorizar la entrega del Cuerpo de Cristo en las manos no consagradas. Pero el nuncio que transmite su carta al cardenal Knox aseguró que las perplejidades del obispo Quirós serían superadas con el alineamiento a las otras circunscripciones eclesiásticas (p. 128). En Brasil, la situación descrita por don Vicente Zioni, arzobispo de Botucatú, superó toda previsión imaginable y terrible: fieles (¡mejor infieles!) que se metían la Hostia en el bolsillo junto con los billetes y los cigarrillos, otros que las coleccionaban. Se dio incluso el caso de una joven que, después de haber metido una Hostia en el bolso, y habiendo visto que se había manchado, la tiró al inodoro. Muchos años después refiere don Bortoli (p. 186) se dio también el caso de un americano que, una vez recibida la Hostia consagrada por Juan Pablo II en la Basílica de San Pedro, con ocasión de su 20º aniversario de pontificado, la puso en venta en el sitio de compraventa online eBay. Por otra parte, hubo también obispos entusiastas que, como Mons. Kavanagh, obispo de Dunedin en Nueva Zelanda, llegaron incluso a sostener que no era necesario preocuparse excesivamente por los fragmentos porque, según una extravagante hermenéutica suya sobre el pensamiento de Santo Tomás de Aquino (Summa Theologiae III, q. 77, a. 4. C.) en ellos no estaría la presencia eucarística. Evidentemente Mons. Kavanagh había leído sólo el comienzo de la respuesta del Doctor Communis. También liturgistas como Paolo Croci y Luigi Della Torre (La comunión en la mano: historia, rito, catequesis, en Rivista di Pastorale Liturgica, n. 156, 5/1989, p. 23) utilizan el mismo argumento del obispo Kavanagh.

Muchos laicos despiertos, a propósito de la entrega del Cuerpo de Cristo en manos no consagradas, escribieron al obispo de su diócesis y, temiendo no recibir respuesta o que sus desesperados gritos de dolor no fueran tenidos en cuenta como era debido, también a la Sagrada Congregación para el Culto Divino. Algunos de ellos se lamentaron de la remoción de los bancos de comunión, de los reclinatorios y preguntaron incluso si la comunión en la boca había sido abolida del todo. Un sacerdote salesiano de Padua escribió a Mons. Bugnini temiendo repercusiones vocacionales al haber oído a algunos muchachos decir: “No es necesario que me haga sacerdote, ya toco al Señor con mis manos”. La respuesta del prelado al sacerdote fue que se esforzara en apreciar los frutos de la renovación litúrgica (p. 147). No faltó quien, como el cardenal Wright, Prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero, lamentara haber presenciado en la misma Basílica de San Pedro que dos laicos, después de haber recibido la comunión en la mano, se la metieron en el bolsillo (p. 148). Frente a estas señalaciones, la más eminente y circunstanciada fue la del cardenal Corrado Bafile que entregó en persona un pro-memoria a Pablo VI el 7 de enero de 1977. Tres meses después, el cardenal Knox envió una respuesta al cardenal Bafile minimizando los episodios de abuso que, según Knox, no fueron “más numerosos de los que se verificaban antes de la concesión”, que “retirar la concesión [del indulto, ndr] no parecía demandado por la situación general ni posible, y heriría sobre todo a los sacerdotes y a los laicos que se emplean mayormente en una renovación litúrgica de la disciplina”. Knox concluyó su respuesta tachando de “integrismo” a los sacerdotes que no aceptan la reforma y el espíritu del Concilio Vaticano II (p. 154).

Un año después, siempre el mismo cardenal Knox, habiéndole solicitado el cardenal Villot una específica petición a Pablo VI del cardenal Siri, en un juego surrealista de las partes en que Pablo VI no tomaba nunca una posición neta sobre las cuestiones más ardientes sino que era su hábito hacerlas tomar a otros cardenales que desarrollaban el papel de minimizar las preocupaciones de los otros cardenales, llegará a decir que, así como el cristiano después del bautismo se convierte en templo del Espíritu Santo, el gesto de tomar en la mano la comunión subraya la dignidad de cada fiel como miembro del Cuerpo místico de Cristo (p. 156). Con la llegada al solio pontificio de Juan Pablo II, el cardenal Bafile vuelve a la carga y obtiene una ralentización del proceso de desacralización de la comunión, primero con la publicación de la carta Dominicae Cenae el 24 de febrero de 1980, en la cual el papa, remontándose a Santo Tomás de Aquino, estigmatiza los abusos de la comunión en la mano y pone en evidencia cómo “tocar las sagradas especies, su distribución con las propias manos son privilegio de los ordenados, que indica una participación activa en el ministerio de la Eucaristía” (p. 159). Para el Doctor Angélico ni siquiera el diácono, que a tenor del canon 845 del Código de Derecho Canónico de 1917 era sólo ministro extraordinario de la Eucaristía, mientras que con la nueva praxis es considerado como ministro ordinario (Pablo VI, Carta Apostólica Motu Proprio Sacrum diaconatus ordinem, 18 de junio de 1967), debería distribuir el Cuerpo de Cristo sino sólo la Sangre en cuanto que no la toca directamente sino sólo a través del cáliz (Summa Theologiae, III, q. 82, a. 3.). “De hecho, recibiendo la Eucaristía de quien ofrece los dones y los consagra actuando en la persona de Cristo, se recibe el Cuerpo de Cristo de Cristo mismo” (p. 217). Esta clara toma de posición de Juan Pablo II no debió recibirse bien, pues es verdad que en 1982 el cardenal Cassaroli escribió al Pro-prefecto de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, cardenal Casoria, pidiendo sugerencias inherentes a la comunión en la mano de los no consagrados. Se extendió una carta que sufrió al menos tres redacciones, la última de las cuales confirmó la posición ya tomada en su tiempo por el cardenal Knox. Aún en 1984 el obispo de Ivrea, Mons. Luigi Bettazzi, en esa época presidente internacional de la asociación pacifista Pax Christi, escribió una carta a Juan Pablo II lamentado que la Conferencia Episcopal Italiana no hubiera obtenido todavía el indulto para entregar el Cuerpo de Cristo en las manos de los no consagrados. Además, presentaba el hecho de que en la diócesis de Turín esta praxis era seguida largamente y el cardenal Michele Pellegrino había obtenido el permiso oral (¡sic!) de Pablo VI y que tal práctica se había extendido también a otras diócesis del Piamonte. Bettazzi tuvo incluso la osadía de acusar al papa de abuso de autoridad al oponerse a la entrega del Cuerpo de Cristo en las manos de los no consagrados y de no comprender cómo había podido conceder a los desaparecidos manípulos de los “nostálgicos” el indulto para la celebración de la misa según el Misal Romano de 1962.

Después de alternarse los hechos, entre los que contamos una votación contraria de los obispos de la CEI el 15 de octubre de 1974 y después de que entre el 15 y el 19 de mayo de 1989 el episcopado votara favorablemente la petición del indulto en la XXXI Asamblea General de la CEI, llegó el decreto del cardenal Ugo Poletti, vicario de Roma, n. 571/89 del 19 de julio de 1989, que concedió la entrega de la comunión en la mano también a las diócesis italianas a partir del 3 de diciembre de 1989, primer domingo de Adviento, sin la previa autorización del ordinario diocesano como establecía la Instrucción Memoriale Domini, vaciando ulteriormente la potestad del obispo individual sobre su propia diócesis a favor de la Conferencia Episcopal a que perteneciera. Como justamente subraya don Bortoli, esta es la principal paradoja jurídica de todo el caso: de una parte, la Sede Apostólica exhorta a conservar la comunión en la boca, pero al mismo tiempo deja a las Conferencias Episcopales individuales decidir de forma diversa, favoreciendo así la difusión generalizada de la comunión en las manos de los no consagrados. En sustancia, escribe don Bortoli, se llega a legalizar un abuso, digamos también a un verdadero y propio sacrilegio legalizado. Pero, mientras don Bortoli excusa lo operado por Pablo VI y particularmente por Juan Pablo II, que (en la edición del Misal Romano aprobada el 11 de febrero de 2000 y publicada en 2002) subraya que “No está permitido a los fieles tomar por sí mismos el pan consagrado o el sagrado cáliz, y aún menos pasárselo de mano en mano”, al mismo tiempo consentía al movimiento Neocatecumenal de Kiko Argüello hacer exactamente aquello que prohibía. También la prescripción de que los fieles pudieran comulgar de rodillas o de pie se deja a la decisión de las Conferencias Episcopales individuales, determinando casos en los que fuese negada la Eucaristía al fiel puesto de rodillas. En 2003 Juan Pablo II publica la encíclica Dominicae Cenae en la que lamenta la expoliación del valor sacrificial del misterio eucarístico, reducido a un ágape fraterno y el abandono del culto de la adoración eucarística.

También aquí nos vemos de frente a un análisis que, mientras arroja luz sobre el problema, no pone ningún acto litúrgico para hacerle frente. A esta encíclica sigue el año siguiente la Instrucción Redemptionis Sacramentum que reafirma la posibilidad de los fieles de recibir la comunión en la lengua o en la mano, excepto en el caso de peligro de profanación, que viene limitado al caso de faltar a la consumición del pan eucarístico. Ninguna mención a los fragmentos que pueden quedarse en la mano y no supone ningún problema el hecho de que manos consagradas puedan distribuir según necesidad la comunión en las manos de otros no consagrados. Los llamados ministros extraordinarios con sus manos no consagradas “en muchos lugares, además de distribuir habitualmente la Eucaristía como si fuesen “ministros ordinarios”, antes de la distribución de la comunión, toman el copón del sagrario en lugar del sacerdote”, nota de don Bortoli (p. 213, nota 51). Esta confusión de los roles, insertándose en un proceso más amplio de clericalización de los laicos y de secularización de los sacerdotes, en la práctica ha llevado a no distinguir de modo adecuado el sacerdocio ministerial del común y, en consecuencia, la identidad específica de los ministros ordinarios respecto de los laicos. Con Benedicto XVI y el motu proprio Summorum Pontificum el 7 de julio de 2007, la celebración con el Misal Romano de 1962 no necesitaba ya indulto, sino que pasaba a ser un derecho de todos los sacerdotes. Dado que en el Rito Romano Antiguo no está prevista la comunión de pie y mucho menos en la mano, a muchos, también a continuación de la decisión de Benedicto XVI de dar la comunión a los fieles exclusivamente en la boca a partir de la solemnidad del Corpus Domini de 2008, les pareció una señal, recibida positiva o negativamente según los casos, hacia la restauración de la comunión exclusivamente en la lengua. No obstante el entusiasmo de quien siempre ha tenido bien claro que la comunión se recibe en la lengua después de arrodillarse, este acento dado por Benedicto XVI sobre la sacralidad de la Eucaristía, aunque compartido, aparecía ya entonces, más allá de ineficaz en ausencia de medidas jurídicas vinculantes, sospechoso de esteticismo litúrgico en sí mismo. Llegamos a nuestros días con la Carta Apostólica del motu proprio Traditiones Custodes del 16 de julio de 2021 del papa Francisco. Si alguien hubiese nunca alimentado dudas sobre las intenciones reales de los pontífices reinantes desde Pablo VI a Francisco acerca de la misa celebrada según el Rito Romano Antiguo, no puede hacer más que leer negro sobre blanco las motivaciones que, según el papa Francisco, indujeron a Juan Pablo II a publicar el motu proprio Ecclesia Dei en 1988 y a Benedicto XVI a publicar el motu proprio Summorum Pontificum en 2007: la “voluntad de favorecer la recomposición del cisma con el movimiento guiado por Mons. Lefebvre” (cfr. Carta del Santo Padre Francisco a los Obispos de todo el mundo para presentar el motu proprio Traditionis Custodes sobre el uso de la Liturgia Romana anterior a la reforma de 1970, del 16.07.2021). No el amor a la misa de la tradición apostólica, no el deseado, aunque bizarro (digamos imposible) enriquecimiento recíproco entre la forma extraordinaria (ahora Rito Romano Antiguo) y la forma ordinaria (Novus Ordo) de la Misa, alentado por el papa Benedicto XVI en la Carta de Acompañamiento del motu proprio Summorum Pontificum y esperado por muchos tradicionalistas fingidos. ¡No! El único objetivo era y es el de eliminar toda bolsa de resistencia que se obstine en querer vivir la fe católica de siempre celebrando la misa como Jesucristo la quiso, recibiendo la comunión según el propio estado de vida de consagrados o laicos e induciéndonos a todos, fieles católicos, a escribir con ellos la historia de un sacrilegio infame. Una cosa es cierta: ¡no les seguiremos! Non praevalebunt!

Ferdinandus

Traducido por Natalia Martín


[1] Cras significa ‘mañana’ en latín y coincide con la onomatopeya del graznido (n. de la T.)

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