Ya han pasado casi cuarenta días de uno de los acontecimientos más enigmáticos pero a la vez más trascendentales de los últimos años, por lo menos desde la conferencia de Potsdam en 1945, el cónclave de 1958 y el posterior Concilio Vaticano II: la cuarentena masiva que, en distintos grados y formas, se ha ido desarrollando en casi todo el mundo a raíz de la pandemia por el llamado COVID-19
¿Será el coronavirus de origen artificial, como declaró recientemente el polémico Premio Nobel francés Luc Montagnier? Ya tan temprano como el 22 de febrero, el demógrafo y sinólogo pro-vida Steven Mosher alertó sobre la posibilidad de que el virus hubiese “escapado” de los laboratorios de guerra biológica chinos que, coincidentemente, quedan en Wuhan. Aun si el origen y transmisión fueran naturales, hay muchos indicios de una negligencia sospechosa de China durante los primeros momentos de la pandemia. Todos estos datos, así como las misteriosas torpezas de la Organización Mundial de la Salud y su connivencia con China, la politización violenta del debate sobre posibles tratamientos, las puestas en escena mediáticas masivas y otras circunstancias de sobra conocidas por los lectores dan mucho qué pensar.
Sea lo que fuere, lo cierto es que China ha logrado devaluar el yuan sin ser acusada de dumping de divisas y, de facto, ha capeado varias de las consecuencias negativas de la guerra comercial luego de su capitulación de enero. Su alianza con las organizaciones mundiales y con gobiernos y figuras progresistas y globalistas se ha afianzado. Con la amenaza de la reelección de Trump y del afianzamiento de las tendencias populistas en este año, esta crisis puede servir también como una suerte de “pateadura de tablero” o reseteo para tratar de buscar un nuevo inicio globalista, borrando a toda oposición en los corazones de una opinión pública atenazada por el miedo.
Vladímir Illich Ulianov Lenin en quizá su único libro con valor teórico El Imperialismo, fase superior del capitalismo (1915), explicando las causas de la primera guerra mundial, sostenía que cuando el capitalismo alcanza un estado «monopolístico» -el dominio de la oligarquía financiera- la aparición de nuevos países capitalistas que se desarrollan más rápidamente exige un nuevo reparto de mercados que, evidentemente, los países de desarrollo más antiguo resistirán. El gran crecimiento de China configuraba un escenario semejante ya desde hacía varios años. Pero la guerra no se desataba. Hasta ahora. ¿La guerra comercial de Trump habrá sido un preludio a la guerra vírica de Xi Jinping?
Más allá del debate, parece ser que los analistas coinciden en que todo este proceso generará efectos económicos semejantes en todo a los de una guerra mundial: recesión gigantesca, producción controlada, ruptura de acuerdos y equilibrios internacionales previos, «keynesianismo» ya no militar sino sanitario, entre otras cosas. Y eso significa evidentemente un intento de hacer un nuevo “reparto del chancho” entre las potencias. En un artículo en otra parte, expliqué que las circunstancias podrían provocar el intento de un nuevo Bretton Woods, es decir, de una nueva convención que inunde al mundo de dinero para la reconstrucción a través de organismos internacionales creados ad hoc. Lo que, indudablemente, significará una hipoteca de la soberanía nacional de los estados. Pero ¿qué potencia cumplirá el papel de guía y aval de esta gigantesca emisión inorgánica? ¿Una Unión Europea reducida a su mínima expresión pero potenciada por una alianza inconfesable con China, núcleo quizá de un futuro macroestado global? Parece ser que tal escenario todavía no está tan cercano, pues frau Angela Merkel se ha negado a respaldar la emisión de los llamados eurobonos que Macron y los socios pobres de la UE exigen para paliar la crisis venidera y que serían la obertura, creemos, de compromisos globales de índole política más vastos.
Por otro lado, la manera como estados soberanistas como Polonia, Rusia y Hungría han lidiado con la crisis y, por sobre todo, el desprestigio inocultable de la Organización Mundial de la Salud podrían sembrar dudas en la opinión pública respecto a la viabilidad de que una solución radicalmente globalista se lleve a cabo, malgré Henry Kissinger. El proyecto europeísta amenaza naufragio más que nunca.
Pero, como siempre, el único que a estas alturas sigue manifestando entusiasmo por la Unión Europea es Francisco. Un ítem más para su largo prontuario globalista, luego de sus últimas genuflexiones a China y Xi Jinping y su siniestra invocación a rezar «por los que ya están preparando el futuro».
Hace exactamente treinta años, monseñor Marcel Lefebvre escribía en el Prólogo a su última obra, Itinerario espiritual siguiendo a santo Tomás de Aquino: «En la tarde de una larga vida —ya que, nacido en 1905, he llegado al año 1990—, podría decir que esta vida se ha visto marcada por acontecimientos mundiales excepcionales: tres guerras mundiales, la de 1914-1918, la de 1939-1945, y la del Concilio Vaticano II de 1962-1965. Los desastres acumulados por estas tres guerras, y especialmente por la última, son incalculables en el orden de las ruinas materiales, pero mucho más aún espirituales. Las dos primeras han preparado la guerra dentro de la Iglesia, facilitando la ruina de las instituciones cristianas y la dominación de la Masonería, la cual llegó a ser tan poderosa que logró penetrar profundamente, por su doctrina liberal y modernista, en los organismos directores de la Iglesia». Este párrafo, relativamente breve, es un compendio de la historia del siglo XX y que hoy cobra absoluta vigencia, con el presente pontificado y la presente pandemia.
François Fejtö en su Réquiem por un imperio difunto (1988) revela claramente hasta qué punto la Primera Guerra Mundial, gracias a Wilson, Clemenceau y Masaryk, fue aprovechada como una ocasión de reconfigurar políticamente Europa con designios revolucionarios, emanados de las sociedades discretas a las que pertenecían esos líderes. Las consecuencias fueron la destrucción del Imperio Austrohúngaro, única gran potencia católica y katehon supérstite, la quiebra económica de la Santa Sede (que tendría consecuencias incalculables que se vivirían especialmente a partir de 1965), la aparición de los estados totalitarios y, finalmente, la Segunda Guerra Mundial, que significó la entrega de media Europa a la Unión Soviética, las presiones incalculables para americanizar la Iglesia a través de la aceptación de la libertad religiosa en un contexto de polarización acuciante y los espantajos nucleares de la Guerra Fría que fueron las mayores herramientas sicológicas para la aceptación del aggiornamento disfrazado de «paz y seguridad» y para otros acontecimientos puntuales pero de gran importancia como la elección del «pacífico y dialogante» Roncalli contra el zelante Siri en 1958.
Como dicen tanto monseñor Lefebvre como una lectura atenta de los últimos 100 años, podemos ver claramente hacia dónde se han orientado las guerras mundiales y las reconstrucciones posteriores. Pero ¿queda acaso ahora algo por destruir? Quizá un puñado de estados soberanos y otro puñado de creyentes, en muchos lugares ya despojados, por obra de sus propios jerarcas eclesiásticos, del acceso a los sacramentos. Quizá también la familia natural, herida gravemente, pero todavía no rematada…Pero la crisis sacudirá también varias de las instituciones sociales y tendencias culturales que han servido para imponer la llamada «globalización».
Intuyo, por tanto, que aquellos que están «planificando el futuro» se están jugando el todo por el todo. Y que, Dios mediante, el torbellino destructivo que han desencadenado podría acabar por barrerlos.