Según el rito antiguo, el último domingo de octubre se celebra la fiesta de la realeza de Cristo, que ocupa el segundo lugar después de la Epifanía.
En la fiesta de la Epifanía, el Niño Jesús se manifiesta a los Reyes de Oriente y al pueblo de Israel como el Señor que tiene en sus manos el poder, la fortaleza y el imperio, como dice el introito de la Misa de Epifanía. En la gruta de Belén, los Reyes Magos encarnan el poder temporal que se somete a Cristo reconociéndolo Señor del Cielo y de la Tierra.
En la festividad de Cristo Rey, que se celebra en la conclusión del calendario litúrgico, la Iglesia proclama clara y solemnemente la realeza universal de Cristo e invita a todos los hombres a entronizar a Jesucristo en su corazón y en toda la sociedad.
La fiesta de Cristo Rey fue instaurada por Pío XI mediante la encíclica Quas primas del 11 de diciembre de 1925. En ese importante documento, explica Pío XI que la soberanía de Cristo sobre el universo tiene su cimiento en la unión hipostática, por la cual Jesucristo tiene potestad, como Dios y como hombre, sobre todas las criaturas. Jesucristo es Rey por derecho de nacimiento. La divinidad y la realeza están íntimamente ligadas en Él. Es, además, Rey por derecho adquirido mediante la Redención del género humano.
El principio de la realeza de Cristo está expresado también en as palabras de Jesús: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura » (Mt. 6, 33; Lc.12, 31). El Reino de Dios, que los Evangelios nos instan a buscar, no es diferente del Reino de Jesucristo, Dios-hombre. Es un reino individual, aunque social, porque Dios creó al hombre para que viva en sociedad con sus semejantes y el fin de la sociedad humana no se diferencia del de todo hombre individualmente considerado.
Hemos de buscar ante todo el Reino de Dios en nuestra alma, pero de ahí se extiende e irradia a nuestro alrededor a fin de transformar a toda la sociedad. Por otra parte, Jesucristo ha encomendado a la Iglesia la misión de propagar el Evangelio, no sólo a personas concretas, sino a todas las gentes, así como la de instaurar el Reino de Dios no sólo para almas individuales, sino como destino de las naciones. Por tanto, también los pueblos, las sociedades y los estados están obligados a glorificar a Cristo en sus costumbres, leyes e instituciones. Proclaman las Sagradas Escrituras: «Lo adorarán los reyes todos de la Tierra; todas las naciones le servirán» (Salmos71, 11). También lo imploramos a Dios en el Padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo».
El Reino de Cristo está estrechamente relacionado con el de la Santísima Virgen María, porque Nuestro Señor ha confiado a su santísima Madre la misión de ser Mediadora de todas las gracias, y asimismo la ha hecho causa próxima de nuestra santificación y de la de la sociedad entera. María es Reina porque al ser a la vez Dios y hombre, el Rey es su Hijo Jesús, y lo es también porque al ser Corredentora participa de la realeza de Cristo. Y siendo cierto que el Reino de Dios no es diferente del de Cristo, no es menos cierto que el Reino de Cristo no es diferente del de María.
Por esa razón, el triunfo del Corazón Inmaculado de María que anunció la Virgen en Fátima será la instauración del Reino de Jesús y de María en las almas y en la sociedad.
La llamada del Evangelio para que busquemos primero el Reino de Dios y su justicia y el resto se nos dé por añadidura es la meta más noble a la que puede aspirar un corazón humano, además de una perfecta expresión de abandono a la Divina Providencia, que está contenida en eso que es por añadidura y no se busca que recibirán quienes antepongan el Reino de Dios a cualquier interés terreno.
La aspiración a implantar el Reino de Jesús y de María en la Tierra, anticipo y prefiguración del celestial, no es una utopía, sino un ideal que puede y debe alcanzarse con ayuda de la Gracia. Esta certeza encuentra también fundamento en el histórico fracaso que tenemos a la vista de de una sociedad como la actual que ha dado la espalda a Jesucristo y a su justicia. Las ruinas morales de nuestro tiempo corren el riesgo de convertirse también en ruinas materiales mientras estalla en el mundo una auténtica guerra del caos. El caos que amenaza con arrollarnos es la alteración del orden, y no hay otro orden duradero en este mundo que el orden natural y divino.
Qué mejor momento que la festividad de Cristo Rey para renovar nuestra esperanza en la consumación del orden y la paz verdadera que Jesús vino a traer a la Tierra por medio de su santísima Madre María. «Entonces –exclama Pío XI en su encíclica Quas primas– se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre».
En su encíclica Summi Pontificatus del 20 de octubre de 1939, publicada en vísperas de la fiesta de Cristo Rey, afirmaba Pío XII que lo único que permitiría al hombre volver al grado de civilización que había gozado la Europa cristiana medieval sería reconocer «los derechos de su regia potestad y el procurar la vuelta de los particulares y de toda la sociedad humana a la ley de su verdad y de su amor, […] únicos medios que pueden hacer volver a los hombres al camino de la salvación».
Este principio era válido en 1939, pocas semanas después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, y sigue siéndolo en una época como la nuestra en la muchos se engañan creyendo que podrán encontrar la paz sin buscarla por encima de todo en el Reino de Dios y su justicia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)