Profundizando en nuestra fe
Capítulo 9.3 – La gracia de Dios y nuestra salvación
En el presente artículo intentaremos aclarar algunos conceptos referentes a la gracia y al mérito para así tener ideas claras.
En la actualidad hay pastores de la Iglesia que mantienen opiniones contrarias al Magisterio de siempre y dicen que una persona puede vivir en una situación matrimonial “irregular” y al mismo tiempo, estar en gracia de Dios, y como consecuencia pueden recibir los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía:
El Papa afirma que, a causa de estos condicionamientos «ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada ´irregular’ viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante» (301). Es decir, un divorciado en nueva unión puede estar limitado en sus posibilidades de tomar otra decisión y volver atrás, por lo cual su culpabilidad está disminuida. Por consiguiente, aunque esté en una situación irregular, no está privado de la gracia de Dios. Si es así, podría confesarse y comulgar.
El propósito del presente artículo es hacer ver que esas “opiniones” son contrarias al Magisterio de la Iglesia y están haciendo mucho daño; pues no sólo están desviando a algunos cristianos de la recta doctrina, sino que al mismo tiempo impiden que los que han caído en pecado grave reconozcan su pecado, se conviertan y se pongan en paz con Dios. En una palabra, llevados por una falsa misericordia les están abriendo las puertas del infierno.
Cuando hablamos de la “gracia de Dios” en la gran mayoría de las ocasiones nos estamos refiriendo a la “gracia santificante o habitual”. Comencemos pues hablando de los diferentes tipos de “gracia” para así acotar debidamente los términos.
Tipos de gracia
Hay tres tipos de gracia: capital, santificante o habitual y actual:
- La gracia capital: que es la que tiene Cristo en cuanto que es cabeza y fuente de todas las gracias.
- La gracia santificante:
- Es un don sobrenatural que Dios nos concede para alcanzar la vida eterna.
- Nos hace hijos de Dios y herederos del cielo.
- Recibimos la gracia por los méritos conseguidos por Cristo a través de su muerte en cruz: “Os reconcilió mediante la muerte sufrida en su cuerpo de carne, para presentaros santos, sin mancha e irreprochables delante de Él” (Col 1:22).
- La gracia santificante es un estado del alma. Decimos que el “alma está en gracia de Dios” cuando está libre de pecado mortal.
- Toda gracia procede de Dios y llega a nosotros por diferentes vías, la más común es a través de los sacramentos.
- La teología nos enseña que los sacramentos dan la gracia a todo aquél que no pone obstáculo.
- Por estar en estado de gracia, el cristiano se transforma en templo del Espíritu Santo; lo cual le hace estar unido a Cristo como el sarmiento a la vid (Jn 15: 1-8), dar fruto en esta tierra y luego conseguir el premio eterno del cielo.
- La gracia actual: Es un auxilio de Dios que ilumina nuestro entendimiento y mueve nuestra voluntad para obrar el bien y evitar el mal. Son dones momentáneos que Dios nos da para superar una tentación, volver al estado de gracia santificante; y en general, para ayudarnos cuando necesitamos de modo especial su socorro:
“Rogué tres veces al Señor que lo apartase de mí; pero Él me dijo: «Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza». Por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2 Cor 12: 8-9).
Sin la gracia es imposible salvarse
Sin la gracia santificante es imposible entrar en el reino de los cielos:
“En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3:7).
Como nos dice el catecismo, “van al cielo los que mueren en gracia de Dios”. Y también nos dice: “están en gracia de Dios aquellos bautizados que se encuentran libres de pecado mortal”.
No tendríamos la gracia santificante si:
- No la hubiéramos recibido en el sacramento del bautismo. Por eso el bautismo es necesario para salvarse. Dios podría tener otros medios para salvarnos; pero ello no ha sido revelado. Se habla de que aquéllos que no han conocido la revelación cristiana, pero han seguido unos principios morales de tipo general, buscando el bien y evitando el mal; por medios sólo por Dios conocidos (pues no han sido revelados) y como consecuencia de su misericordia, serían salvos (Gaudium et Spes, nº 19). Este último principio, formulado en el Vaticano II no está definido. Se fundamenta en la idea de que Dios quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2:4).
- La hubiéramos perdido por el pecado mortal. Si morimos en pecado mortal seremos condenados al infierno:
“¿Es que no sabéis que los injustos no heredarán el Reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los injuriosos, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios. Y esto erais algunos. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre de Jesucristo el Señor y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor 6: 9-11).
Otras conclusiones lógicas de lo dicho anteriormente
- Si para heredar el reino de los cielos es preciso ser hijos de Dios; y solamente somos hechos hijos del Dios por el bautismo, de ahí se concluye que no es posible la salvación si uno no está bautizado.[1] Es decir, sólo las iglesias que tienen un bautismo válido podrán traernos la salvación; o dicho de otro modo, no todas las iglesias son iguales. Los antiguos concluían de ahí: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”[2].
- Ahora bien, debido a la debilidad humana, todos pecamos, por lo que además del bautismo, necesitamos el sacramento de la confesión para que los pecados se perdonen. Los pecados sólo los puede perdonar un ministro de Dios (sacerdote) válidamente ordenado y con las licencias eclesiásticas oportunas, mediante el sacramento de la confesión. Por lo que aquellas religiones que no tienen ministros válidamente ordenados y con la facultad de perdonar los pecados, no lo pueden hacer.[3]
- Del mismo modo, Cristo instituyó el sacramento de la eucaristía para que fuera alimento de nuestra alma; y encargó este sacramento a sus apóstoles y sucesores para que fuera siempre celebrado: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22:19). Este “pan vivo”, según nos dice el mismo Jesucristo, es garantía de la vida eterna (Jn 6:51). Sólo la Iglesia fundada por Jesucristo tiene ministros válidos que pueden “actualizar” este sacramento.[4]
- Los bautizados que viven en “situaciones matrimoniales irregulares” cometen pecado de concubinato o adulterio. Tanto el concubinato como el adulterio son pecados mortales. Si todo pecado mortal nos separa de Cristo y nos priva de la gracia santificante, de ahí concluimos que una persona en situación de “unión irregular” está en pecado mortal, y como consecuencia no tiene la gracia de Dios. Y lo seguirá estando mientras que no se arregle esa situación ”irregular” y posteriormente se confiese. Defender lo contrario es atentar contra las leyes de Dios, confundir a los cristianos y abrirles el camino de la condenación. Quien aconsejara mantener una situación de pecado, no sólo no estaría dando un buen consejo sino que está haciendo el papel de Satanás.
Efectos de la gracia santificante en nuestra alma
- Como consecuencia de la gracia santificante que recibimos por primera vez en el bautismo, nos hacemos “santos” a los ojos de Dios. Esta gracia bautismal tiene un doble efecto: primero borra los pecados, y segundo, nos eleva al orden sobrenatural.
- Por la gracia, los pecados no son “cubiertos” por el amor de Cristo, como decía Lutero, sino que son realmente borrados, perdonados: “Él nos arrebató del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados” (Col 1: 13-14). Pero la gracia no sólo borra los pecados sino que también nos eleva al hacernos partícipes de la naturaleza divina; ya que se nos da una “nueva vida”, una nueva “naturaleza”; y con ella, un nuevo modo de obrar (Jn 3:7; 2 Pe 1:4).
- Esta gracia lleva consigo una nueva vida, la vida sobrenatural o divina; por eso San Pedro dice que el cristiano participa de la naturaleza divina: “Nos ha regalado los preciosos y más grandes bienes prometidos, para que por éstos lleguéis a ser partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1:4). Como consecuencia de esta nueva vida que recibimos, podemos decir que el cristiano tiene dos vidas: una, la vida natural; y otra, la vida del espíritu.
San Juan recoge el diálogo que Jesús tuvo con Nicodemo, y en él se nos habla de la necesidad de tener un nuevo nacimiento: “Jesús y le dijo: -En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios… No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo” (Jn 3: 1-21). Y más adelante, también San Juan, nos habla de la nueva vida que Cristo nos trae: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10:10); claramente se entiende que la vida de la que Cristo habla aquí no es la vida de la carne, sino la del espíritu.
Gracias a esa “nueva vida”, el cristiano es capaz de actuar de un modo nuevo; es decir según un modo sobrenatural; o dicho de otro modo, como Dios actúa: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13:34). No tendría sentido que Dios nos hubiera dado un mandamiento que no pudiéramos cumplir. Ahora bien, para poderlo cumplir “necesitamos” una “nueva naturaleza”, pues como nos dice Aristóteles y luego profundiza Santo Tomás de Aquino: “El obrar sigue al ser”. Ese nuevo obrar, -como Dios-, requiere una nueva naturaleza; y esa nueva naturaleza es precisamente la que se nos da a través de la gracia y nos posibilita amar como Él nos ama.
- Una vida nueva que nos hace “hijos de Dios”; y por ser hijos, también herederos de su reino y “semejantes a Él”: “Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! …. Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es” (1 Jn 3: 1-2).
- A través de la gracia, el Espíritu Santo viene a habitar en nosotros, de tal modo que nos transformamos en “templos de Dios”: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo” (1 Cor 3: 16-17). Por la gracia inhabita en nosotros el Espíritu Santo; y con Él, también el Padre y el Hijo: “Jesús le respondió: -Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14:16).
- La presencia del Espíritu Santo en nuestras almas trae consigo una serie de dones, tales como: sabiduría, entendimiento, ciencia, fortaleza, consejo, piedad y temor de Dios. Cual árbol sano que va creciendo, la obra del Espíritu Santo nos va transformando, produciendo los siguientes frutos: “Los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia” (Gal 5: 22-23).
- Por la gracia, somos hechos miembros del Cuerpo Místico, cuya cabeza es Cristo (Col 1:18). A Él permanecemos unidos, como los sarmientos a la vid, y de Él recibimos la vida: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15:5).
- Como decía Santo Tomás de Aquino: “La gracia no destruye la naturaleza sino que la perfecciona” (STh I, 1, 8 ad 2). De tal modo que con la ayuda de la gracia hasta nuestras virtudes humanas crecen y se hacen más perfectas.
La gracia y los sacramentos
Todos los sacramentos dan la gracia si quien los recibe no pone obstáculos. El obstáculo principal que impide recibir la gracia sacramental es el pecado mortal. La gracia recibida no es la misma en todas las personas, depende también de su preparación, actitud y cercanía a Dios.
El catecismo habla de:
- Sacramentos de “vivos”; es decir, es necesario estar en gracia de Dios para recibirlos (Confirmación, Eucaristía, Unción de los Enfermos, Orden Sacerdotal y Matrimonio).
- Y de sacramentos de “muertos”. Se llaman sacramentos de muertos porque han sido instituidos para sacar a nuestra alma de la “muerte” producida por el pecado y hacerla pasar a la vida de la gracia. A saber, el Bautismo y la Penitencia[5].
- El Bautismo perdona todos los pecados y da la vida sobrenatural a la persona que se bautiza.
- La Penitencia devuelve la gracia a los que la han perdido por el pecado mortal.
- La Confirmación nos hace “soldados y apóstoles” de Cristo. Fortalece en nosotros las gracias dadas en el bautismo.
- La Eucaristía alimenta espiritualmente nuestra alma y es prenda de la vida eterna.
- La Unción de los Enfermos nos prepara para el trance final de nuestra vida, dándonos las gracias necesarias para ello.
- El Orden Sacerdotal consagra a hombres como ministros de Cristo.
- El Matrimonio bendice la unión conyugal y da fuerzas a los esposos para que puedan cumplir los deberes propios de este estado.
Efectos del pecado mortal
Si estamos en estado de gracia, sólo un pecado mortal es capaz de:
- Quitarnos: la gracia santificante y con ello nuestra unión con Cristo, los méritos obtenidos durante nuestra vida, la inhabitación del Espíritu Santo en nuestras almas, la filiación divina, los dones del Espíritu Santo, las virtudes infusas. La oración pierde su fuerza, pues el motor que la impulsaba (el Espíritu Santo) ya no está en nosotros.
- Hacernos: Esclavos de Satanás y al mismo tiempo debilitar nuestra alma en su lucha contra las tentaciones.
- Morir en pecado mortal nos conduciría directamente al infierno.
Así pues, un solo pecado mortal es capaz de derrumbar instantáneamente en nosotros la vida sobrenatural[6].
Jesucristo manifestó de modo muy gráfico la situación del pecador en la parábola de la vid y los sarmientos. El sarmiento sólo tiene vida y puede dar fruto si permanece unido a la vid. Si se separa de ella, no da fruto, y lo único que le espera es primero la muerte, y luego, el fuego ardiente (Jn 15: 1-6).
Un hombre que ha vivido habitualmente en gracia de Dios y se separa de Él por el pecado mortal, la primera gracia que recibe de Dios es el “cargo de conciencia” y el “dolor por el pecado” para que así se arrepienta. Si la separación de Dios durara largo tiempo, esa primera reacción de pesar desaparece; el hombre comienza a justificar su mala conducta, y en un tercer paso se acostumbra a vivir en ese estado de pecado, cayendo en la indiferencia. Si no saliera de esa situación durante meses y a veces incluso años, llegaría a la acedía espiritual, la cual en el último estadio acabaría con el rechazo de Dios y de las cosas de Dios, para culminar al final con el odio a Dios, si no en este mundo, en el momento de la muerte, para después de ella, experimentar la condenación eterna.
La recuperación de la gracia
El hombre no puede por sus solas fuerzas recuperar la gracia santificante. Para ello necesita a Dios. Ahora bien, Dios no le dará la gracia si él no se acerca. Incluso para acercarse a Dios, arrepentirse y pedir perdón necesita la gracia actual. El hombre tiene que dar el primer paso; pero es Dios quien ha de establecer de nuevo la unión.
Recuperar la gracia es insertarse de nuevo en la vid. Es el “Viñador” quien nos ha de injertar en el tronco de la vid. Desde ese momento, fluirá de nuevo la savia sobre nuestras ramas y habremos recuperado todo aquello que por el pecado habíamos perdido: la gracia santificante, la filiación divina, los méritos por las buenas acciones…
Dado que cuando uno está en pecado mortal está separado de la Vid, recibir la Sagrada Comunión en ese estado es un gravísimo sacrilegio, pues uno “pretende” estar unido a Cristo y recibir de Él la vida, cuanto en realidad está separado de Él. Y lo que tendría que ser para él una fuente de vida y gracia se transforma en instrumento de condenación (1 Cor 11: 27-29).
Nuestra cooperación libre con Dios. El mérito de nuestras acciones
Se entiende por “merito” el derecho a la recompensa por una acción moralmente buena hecha por amor a Dios. El mérito puede ser de condigno (si la recompensa se debe en justicia) o de congruo (si la recompensa se da por benevolencia).
Si los actos que hacemos merecen un premio a los ojos de Dios eso producirá en nosotros un aumento de la gracia santificante en esta tierra y ganará méritos para el cielo.
El hombre coopera libremente en la obra de su propia salvación, teniendo por ello un mérito. Gracias a ese “mérito” o merecimiento, Dios le da en justicia el cielo. Irse al cielo no es sólo un acto de la misericordia de Dios sino también de su justicia: “Dios da a cada uno según sus obras” (Rom 2:6).
La primera condición para que una obra buena sea meritoria es que la persona que la realice se encuentre en estado de gracia; es decir unida a Cristo, fuente de todo mérito y de toda gracia.
Los méritos que un cristiano pueda conseguir en su vida se pierden al cometer un pecado mortal. El pecado nos separa de Cristo y como consecuencia perdemos todos los méritos que hubiéramos hecho por las acciones buenas anteriores. No obstante, esos merecimientos se recuperan cuando la persona se arrepiente y confiesa debidamente.
El hecho de recibir la gracia de Dios no elimina nuestra libertad, sino que ésta incluso es más libre gracias a ella. Nunca es más libre el hombre que cuando coopera con Dios en la obra de la salvación: “La verdad os hará libres” (Jn 8:32; Cfr. Jn 8:36 ). Lo contrario también es verdad. Cuanto más nos alejamos de Dios, nuestro corazón se hace más esclavo de las pasiones, malas inclinaciones y en general, del pecado: “En verdad, en verdad os digo, el que comete pecado se hace esclavo del pecado” (Jn 8:34).
Dios siempre respeta a sus criaturas y actúa junto con ellas en la obra de la salvación. Como nos dice San Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
Ahora bien, hasta el primer paso para arrepentirnos y acercarnos a Dios es obra de Él; pero Dios no nos dará esa gracia si nosotros no queremos. Lo que sí podemos estar seguros es que Dios dará su gracia a todo aquél que no ponga obstáculo: (2 Tim 2:4).
Dios nos da su gracia porque quiere; en ningún momento está obligado a ello. Por eso decimos que la gracia es un don o regalo.
Un día un joven le preguntó a un hombre muy sabio si es cierto que Dios ha fijado un destino para cada ser humano y que, según esto, no importaría lo que hagamos o dejemos de hacer, pues unos irían al Cielo y otros al Infierno. El sabio se quedó pensando por unos momentos y le dijo al joven: Nadie se condena sin culpa personal. Cada individuo es responsable de su destino eterno. La fe y las buenas obras ganan el Cielo.
“Hijo mío, el destino que Dios tiene para ti y para todos, es el Cielo, pero, aunque Jesucristo ya pagó por nuestra salvación, el Cielo depende de ti y depende de mí. Por eso, cuida siempre lo que piensas, porque tus pensamientos se volverán palabras. Cuida tus palabras porque estas se convertirán en tus actitudes. Cuida tus actitudes porque, más tarde o más temprano, serán tus acciones. Cuida tus acciones que terminarán transformándose en costumbres. Cuida tus costumbres, porque ellas forjarán tu carácter. Finalmente, cuida tu carácter porque esto será lo que forje tu destino”.
En el fondo, cada uno de nosotros es directamente responsable de su propia salvación; pues ésta es el resultado de un acto libre de aceptación o de rechazo de Dios. El hombre coopera libremente con Dios en su propia santificación. Así pues, es su gracia y nuestra cooperación lo que nos hace realmente santos.
Podríamos haber hablado en este capítulo de los errores o herejías más frecuentes respecto a la doctrina de la gracia y del mérito, pero ello habría extendido demasiado este artículo y lo habría hecho menos práctico y demasiado académico.
Con esto acabamos el capítulo 9 para la próxima semana comenzar a estudiar el capítulo 10 dedicado a los Dones del Espíritu Santo y a las Virtudes Cristianas.
Padre Lucas Prados
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[1] Hagamos las salvedades dichas anteriormente.
[2] Extra Ecclesiam nulla salus
[3] Otra razón más por la cual concluimos que no es lo mismo pertenecer a una religión que a otra; pues sólo una, la que Cristo fundó, es la que tiene los medios de salvación.
[4] Otra razón más que nos confirma que no todas las iglesias son iguales.
[5] En el caso de la Penitencia o Confesión, aunque de suyo es un sacramento de “muertos” también se puede recibir si uno está en estado de gracia. Entonces la Confesión aumenta la gracia que ya existía en nosotros.
[6] Puede ver un artículo más completo sobre este punto en https://www.adelantelafe.com/la-malicia-del-pecado/