La Iglesia debe volverse otra vez signo de contradicción

En 1986, el arzobispo Marcel Lefebvre escribió las siguientes palabras tremendas:

Porque, en efecto, se ha planteado un grave problema a la conciencia y a la fe de todos los católicos durante el pontificado de Pablo VI. ¿Cómo un papa, verdadero sucesor de Pedro, seguro de la asistencia del Espíritu Santo, puede presidir la destrucción de la Iglesia, la destrucción más profunda y más extensa de su historia, en el lapso de tan poco tiempo, algo que ningún heresiarca nunca logró hacer? Algún día habrá que dar respuesta a esta pregunta.” (Carta Abierta a los Católicos Perplejos, 1986)

Unos diez años antes, en un libro que llevaba el mismo título y con un tono más optimista, el papa Juan Pablo II se refería a la Iglesia como a Cristo, como un “signo de contradicción” contra el pecado y el error del mundo. Varias décadas después, la pregunta de Lefebvre continúa sin responderse, y la caracterización que Juan Pablo II hizo de la enemistad entre la Iglesia y el mundo se ha tornado progresivamente más irrisoria, dado que numerosos obispos y cardenales nombrados durante su propio pontificado están haciendo las paces con el mundo y sus pecados. Sin embargo, muchos comentaristas católicos conservadores continúan insistiendo en que, debido a la ortodoxia doctrinal de la “Nueva Evangelización”, la Iglesia ha mantenido su apariencia de contradicción con los pecados del mundo.

El que todos los aspectos de la Nueva Evangelización en verdad sean ortodoxos es otro tema. Lo importante es notar que la mera ortodoxia en la doctrina es insuficiente para que la Iglesia resulte un signo de contradicción frente al mundo.  Así como es posible que un individuo católico sostenga la doctrina correcta y se encuentre en estado de gracia aunque mantenga una conducta cobarde, también es posible que la Iglesia como un todo vacile en oponerse fuertemente al mundo sin caer realmente en error doctrinal. De hecho, es precisamente eso lo que ha ocurrido desde el Concilio Vaticano Segundo. La pregunta de Lefebvre y la descripción de la Iglesia del anterior Papa están íntimamente ligadas: la destrucción de la estabilidad interna de la Iglesia destruyó su habilidad para ser un signo de contradicción frente al mundo. Si la Iglesia desea tener la esperanza de recuperar su antigua fuerza, los fieles católicos deberán comprender primero lo que se perdió en el Concilio: no la ortodoxia doctrinal, no la infalibilidad, sino un espíritu, un carácter, tanto de fuerza como de oposición, que en algún tiempo el mundo conoció bien.

Uno de los aspectos de la Iglesia Católica que hasta hace poco enfatizaban más fuertemente sus enemigos y sus hijos, conversos y opositores, era la severidad y consistencia con la que la Iglesia insistía en la adhesión absoluta a fórmulas doctrinales precisas, a diferencia de la libertad de pensamiento que gozaban los protestantes. Desde el lado de los protestantes y librepensadores, se la condenaba como oscurantista y dogmática; desde el lado católico, se la aclamaba como única garantía de fe cierta – de conocer aquello que un cristiano debía creer.

Es llamativa la unanimidad con la que se describía el carácter de la Iglesia. Cuando David Hume deseó atacar la obra “Superstición Cristiana,” apuntó hacia los católicos romanos sabiendo que su audiencia ampliamente protestante simpatizaría con su denuncia de Roma y su afirmación en su Tratado de la Naturaleza Humana: “Los católicos romanos son ciertamente la más celosa de las sectas del mundo cristiano.” Charles Hodge, teólogo presbiteriano de gran influencia en el siglo XIX, se refirió en Teología Sistemática a la proclamación de infalibilidad magisterial de la Iglesia como “una tiranía sin igual en la historia del mundo,” una crítica con la cual coincidió el teólogo anglicano evangélico de aquel tiempo, J.C. Ryle, calificando la sumisión católica al Magisterio como “holgazanería, ociosidad, y pereza”. En referencia al Movimiento de Oxford y la simpatía creciente hacia el catolicismo entre anglicanos encumbrados, Ryle prosiguió:

“En nuestra insensatez, soñamos que la Reforma había dado fin a la controversia del papado, que si el Romanismo iba a sobrevivir, el Romanismo cambiaría por completo. Si en verdad lo creímos, hemos vivido para darnos cuenta que cometimos el error más lamentable. Roma nunca cambia.” (“Sobre el Juicio Privado,” énfasis en el original.)

El teólogo liberal de principios de siglo XX, Charles Gore, influyente en el escenario del Moximiento post-Oxford del anglicanismo encumbrado, llamó “desastrosa” a la encíclica de León XIII, Providentissimus Deus,  sobre la autoridad de las escrituras. Contrastó el supuesto oscurantismo de León con la libertad de consulta gozada por los protestantes de la iglesia anglicana, criticando la encíclica como:

“… diseñada para reprimir a la escuela de crítica real y libre que parecía estar formándose y tomando raíces firmes en la Iglesia Romana [.] … No debe permitirse nada más – hasta que la verdad se tome venganza, tal como se vengó de la Iglesia cuando lidió de forma parecida con la ciencia de Galileo.” (Gore, Aseveraciones Católicas Romanas, 1920)

Los autores católicos que observaron la misma diferencia entre el aprieto de los laicos protestantes al tener que elegir autoridades que competían entre sí, mientras su equivalente católico podía recaer en la viva voz de la Iglesia, conforman una lista de eminencias del siglo XIX y principios del siglo XX: Henry Edward Manning, John Henry Newman, Gerard Manley Hopkins, Robert Hugh Benson, Hilaire Belloc, Adrian Fortescue, Dom John Chapman, G.K. Chesterton, y Ronald Knox, por nombrar algunos. Tomando algunos como ejemplo, Newman observó en su Apología, que el punto de inflexión crucial en el cual se dio cuenta que la teoría del anglicanismo sobre la Iglesia era indefendible, fue al reconocer la perfecta similitud en el aspecto externo de la Roma durante la controversia monofisista del siglo IV y la de doce años más tarde, durante la Reforma, y dijo:

“El drama de la religión y la lucha de la verdad y el error han sido siempre uno y lo mismo. Los principios y modos de actuar de la Iglesia ahora, eran los de la Iglesia entonces [.] … La Iglesia podía ser considerada entonces como ahora, expeditiva y firme, decidida, imponente, infatigable [.]” (Apologia Pro Vita Sua, 1864)

La clave a considerar en esta afirmación de Newman, que enfatizó en otro momento, es que el asunto crucial no era simplemente un asunto de continuidad doctrinal entre la Roma del siglo IV y la del siglo XVI, sino una continuidad en el espíritu, el carácter, en cómo lidiaba con las herejías y el mundo exterior. Sin duda, la cuestión de la continuidad doctrinal fue precisamente la dificultad que mantuvo a Newman fuera de la Iglesia durante años, tras haber perdido la fe en el anglicanismo; tal como relata en Apología, se encontró impedido de pasar a Roma por una larga convicción de que los desarrollos tridentinos, especialmente la veneración de santos, no correspondían con las escrituras y fueron desconocidos en los primeros siglos de Iglesia. No fue la persuasión de que la doctrina de Roma no había cambiado, lo que llevó a Newman a concluir que la Iglesia Católica de su tiempo era la misma que la del siglo IV – ciertamente, eso es casi contrario a la verdad. Fue un sentido general de que la persona de Roma en los dos períodos era la misma lo que lo llevó, a pesar de sus dificultades, a concluir finalmente que las supuestas contradicciones y novedades en la doctrina solo eran aparentes.

Otro ejemplo ilustrativo de cómo era vista la Iglesia por quienes se convirtieron a ella, proviene de un converso del anglicanismo de principios del siglo XX y luego canciller del papa San Pío X, monseñor Robert Hugh Benson, quien escribió un apocalipsis titulado Señor del Mundo en 1908. En la historia alternativa de este libro, Benson imagina un escenario en el que el Vaticano del siglo XX convoca un concilio como continuación del Concilio Vaticano Primero, pero donde el ficticio Concilio Vaticano Segundo mantiene una estricta ortodoxia y condena la crítica bíblica modernista. En un oscuro paralelismo con el curso actual de la historia, uno de los personajes de Benson cuenta que una gran apostasía se desarrolló tras el Concilio Vaticano Segundo del libro, pero que tomó la forma de éxodo hacia fuera de la Iglesia a la luz de la intransigencia doctrinal de la jerarquía, en lugar de una traición desde adentro, y con una Iglesia reduciéndose pero manteniéndose ortodoxa. Si bien la predicción de Benson sobre la naturaleza de la apostasía futura fue errónea, arroja luz considerable sobre la forma en la que los católicos de su tiempo veían la relación entre la Iglesia y la herejía. La forma natural de describir a ambas en la ficción era simplemente haciendo que la Iglesia mantuviera el mismo “oscurantismo romano” que había mostrado siempre. Pareciera que la posibilidad de que la propia Iglesia dejara de ser dogmática y firme en su apariencia frente al mundo no se le ocurrió a Benson, ni siquiera en un contexto distópico.

Hacia la década de 1950, el contraste entre la supuesta uniformidad dogmática de la Iglesia Católica Romana en asuntos doctrinales, en comparación con la apertura relativa de las comuniones protestantes, fue observada por C.S. Lewis al dirigirse a sacerdotes anglicanos sobre la crítica bíblica modernista, destacando la visión negativa de la Iglesia Católica sobre el asunto. Una observación similar fue realizada casi una década antes del Vaticano II, en 1952, por el agnóstico convertido al anglicanismo, el filósofo CEM Joad, poco antes de su muerte y reconversión al cristianismo, quien afirmó que los pastores anglicanos eran libres de contradecirse entre sí en asuntos significativos como el parto virginal, mientras los católicos estaban sujetos a una fe única y constante, y sobre la vitalidad relativa de la Iglesia Católica a la luz de su firmeza doctrinal dijo:

“El hecho de que la elasticidad y la vaguedad del credo de la Iglesia [Anglicana] hayan sido una parte no menor en el declive de su influencia, y que la popularidad comparativa de la Iglesia Católica Romana, que ha hecho pocas concesiones al ‘espíritu de la época’, si es que hizo alguna, haya resistido el desafío de la ciencia, demuestra convincentemente [.] …que hay, imagino, poca evidencia de que la Iglesia Católica Romana esté en declive tanto en su influencia como en número. Al contrario, está creciendo en ambos.” (CEM Joad, Recuperar la Fe, 1952)

Podría multiplicar fácilmente afirmaciones como las de los católicos citados – incluyendo disidentes liberales – y protestantes antes del Concilio, hasta triplicar la longitud de este artículo. Todos atestiguan lo mismo: el carácter de la Iglesia antes del Concilio Vaticano Segundo era considerado universalmente, tanto por amigos como por enemigos, como firme, receloso ante novedades, y dogmáticamente insistente en la adhesión a fórmulas doctrinales precisas. Ya sea que la deploraran o la elogiaran, los de afuera y los de adentro de la Iglesia no habrían tenido dificultad para coincidir en que su actitud hacia el error doctrinal y el exterior era sin duda un “signo de contradicción” por encima y enfrentado a la creciente tolerancia doctrinal del protestantismo. Tal vez no exista una palabra más opuesta al espíritu de la Iglesia, descrito por quienes la conocían, que aggiornamento.

Sin embargo, a menos de veinte años de la afirmación de Joad, la Iglesia entraría en un período en el que los fieles de todo el mundo serían arrojados en una confusión doctrinal como no se había visto desde la Reforma, y en la que los propios pastores de la Iglesia estarían al frente de las novedades ganadoras y de todo tipo en la Iglesia. Al día de hoy, la mayoría de los miembros de la jerarquía, empapados en el espíritu del Concilio durante su juventud, transmiten el mensaje de abandonar el viejo, rígido, y seco autoritarismo de la Iglesia pre-conciliar.

Esta llamativa contradicción entre las características externas de la Iglesia antes y después del Concilio, indica que los católicos conservadores que intentaron defender la ortodoxia de los documentos conciliares, o de las declaraciones papales individuales de los Papas post-conciliares, en gran medida no terminan de comprender. El demostrar que el Concilio no enseñó nada técnicamente heterodoxo no es suficiente para resolver la objeción central en su contra, que es que ha introducido un espíritu de novedades y apertura al cambio doctrinal que era y es diametralmente opuesto al que la Iglesia tuvo siempre antes del Concilio. Parafraseando el viejo dicho de que el medio es el mensaje, cuando se trata de la forma en la que el mundo exterior percibe a la fe, en sentido práctico, la actitud de la Iglesia es su enseñanza. El mundo, perdido en la oscuridad espiritual, tal vez no discierna los matices precisos de la enseñanza doctrinal de la Iglesia, pero puede diferenciar la forma y la apariencia de un enemigo devoto de aquel que es un lánguido cómplice. En una época, el mundo no tenía dificultades para reconocer a la Iglesia como el primero, sin importar cuán grande era su enemistad. Hoy, en la era del padre James Martin y el papa Francisco, al mundo le cuesta cada vez más reconocer en la Iglesia al viejo enemigo que una vez tuvo.

La Iglesia debe convertirse una vez más en signo de contradicción. Pero para ser ese signo, no es suficiente con que la Iglesia mantenga simplemente la ortodoxia doctrinal. Se necesita algo más: una recuperación colectiva del viejo sentido de certeza sobre las enseñanzas de la Iglesia y la autosuficiencia de los recursos espirituales de la Iglesia. El mundo no se convertirá por medio una Iglesia que sale a hacer alianzas con su decadencia espiritual. Es la Iglesia en su viejo atuendo, el atuendo de la confianza y la fortaleza en la verdad de su enseñanza y en la gravedad del error espiritual, y solo ella, la que será reconocida por el mundo como el signo de contradicción que fue su Esposo mucho tiempo atrás, y que continúa siendo.

Spencer Hall

(Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original)

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