Así como la Cristiandad concibió y consagró la teoría de las dos espadas, dándole supremacía a la espiritual por sobre la temporal, así el breve eón del Anticristo verá alterada esa “relación de fuerzas”, concediéndole al Estado la primacía sobre todo lo que concierne al hombre, incluida la religión. No hay que ser muy avizor para reconocer cuánto esta desgraciada concepción haya hecho camino ya desde los días en que Marsilio de Padua la puso por escrito, cuánto esta contra-tradición política que supone la idolatría de la razón práctica, a través de un hilo conductor que reúne entre otros los dispersos nombres de Maquiavelo, Hobbes y Hegel, llega hasta nuestros días deseosa de cristalizarse en una creación definitiva que admita a la religión al banquete público a título de ancilla principis.
Resabio de tiempos mejores por el que el Estado se comprometía al sostenimiento del culto, la soldada mensil para los obispos acabó por enmudecer a éstos como a estatuas ante las sucesivas abominaciones del Estado liberal. Los políticos profesionales, que no tienen un pelo de tontos, saben que el principio liberal de la separación de la Iglesia y el Estado no les aprovecha, ya que impide el ejercicio de la venalidad con los prelados. Un sueldo que les garantice el confort es el modo de asegurarse que no irrumpirán aquí aguafiestas como san Estanislao o el cardenal Juan Fisher a fustigar los desafueros principescos, antes bien vegetarán unas mitras ocupadas en fortalecer la propaganda del régimen a expensas de su nebuloso ascendiente sobre las turbas –también éste un resabio capaz de evocar esos remotos tiempos en que el ministerio episcopal comportaba indiscutible prestigio. A instancias, pues, de expediente tan vergonzoso, el obispo, de maestro de la Verdad que era, declinó en mero garante de la democracia, el pluralismo y los derechos humanos.
En las edades de fe el peligro era muy otro: el de confundir las dos espadas en una, haciendo cetro del báculo. Pero también era dable aguardar la oportuna reacción papal cuando el emperador del Sacro Imperio se extralimitaba en sus prerrogativas, teniéndose por administrador de cargos eclesiásticos: el arma de la excomunión podía entonces deponer hasta el lodo al más empinado. Porque los reyes se sabían miembros de una sociedad de bautizados, se tenían a sí mismos por sujetos al sucesor de Pedro, y esto no se osó discutir hasta los días en que el veneno del nominalismo empezó a corroer las inteligencias, proponiendo aquellas formas embrionarias de estatolatría que hoy alcanzan exasperante desarrollo.
«El alma que por su culpa se aparta desta fuente y se planta en otra de muy negrísima agua y de muy mal olor, todo lo que corre della es la mesma desventura y suciedad» (santa Teresa, Las moradas). Esto, que se refiere a la apostasía personal, vale también para la apostasía de las naciones, suficientemente encaminada cuando Pío IX debió condenar en el Syllabus todo un elenco de proposiciones que entendían dar al César lo que es de Dios. «La potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y consentimiento de la autoridad civil»; «los Romanos Pontífices y los Concilios ecuménicos traspasaron los límites de su potestad, usurparon los derechos de los príncipes y erraron hasta en la definición de materias sobre fe y costumbres»; «la Iglesia no tiene potestad para emplear la fuerza, ni potestad ninguna temporal, directa o indirecta»; «además del poder inherente al episcopado, se le ha atribuido otra potestad temporal, expresa o tácitamente concedida por el poder civil, y revocable, por ende, cuando al mismo poder civil pluguiere»; «no es lícito a los obispos, sin permiso del gobierno, promulgar ni aun las mismas Letras apostólicas»; «las gracias concedidas por el Romano Pontífice han de considerarse como nulas, a no ser que hayan sido pedidas por conducto del gobierno»; «la inmunidad de la Iglesia y de las personas eclesiásticas tuvo su origen en el derecho civil», etc. Huelga decir que el consentimiento más o menos explícito a todas estas bravatas informa el espíritu de las sociedades contemporáneas, sin apenas excepción. Con grave opresión de la vida cristiana, que no puede sino sufrir la extrema hostilidad de un tal ambiente. Y con rigurosa concomitancia en la mentalidad de sus ciudadanos, abrevados en estas negrísimas aguas surtidas por los numerosos vertederos oficiales. Porque –proposición también condenada por el Syllabus- se ha querido suponer, para síntesis de tantos dislates, que «el Estado, comoquiera que es la fuente y origen de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno», salvo aquel límite que Satanás impone como yugo de plomo sobre sus víctimas.
El escandaloso espectáculo que ofrece por estos días la Santa Sede en su contubernio con el tiránico poder civil en China, cohonestando los atropellos de éste al querer poner a la Iglesia católica bajo el control inmediato del partido comunista, supone en la práctica la abjuración de aquella doctrina que el Magisterio se había preocupado de explicitar en asunto tan crucial desde los días de la avanzada laicista en Occidente, al tiempo que traiciona a los católicos chinos perseguidos desde hace décadas por los sucesores de Mao. Es una capitulación que trasciende los más aflictivos hitos de la Ostpolitik. Con todas las condenas de antaño echadas por tierra, la iglesia de los desertores, poniéndose al servicio del gran Kan de los tártaros, ostenta así su prestancia para apurar los tiempos en que hará lo propio a mayor escala, lista para secundar a aquel que san Pablo moteja como «el Adversario».
Pues para actualizar aquel pasaje del Apocalipsis (13,12ss.) que nos presenta a la Bestia de la tierra [i.e.: el poder religioso] haciendo «que la tierra y sus habitantes adoren a la primera Bestia [del mar = el poder civil], seduciendo «a los habitantes de la tierra» y ordenándoles «que hagan una estatua a la Bestia», basta sólo que un concilio ecuménico mane un documento como la Gaudium et spes y que uno de sus peritos, devenido Papa, lo celebre, sin sonrojarse, como un Anti-syllabus. Y que, a fuer de cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, suscriba una Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política (24-XI-2002), donde separa explícitamente (en estos tiempos, que son los sucesivos a la Redención) el bien común de la sociedad de la confesionalidad del Estado, y donde se sirve precisar que para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica –nunca de la esfera moral–, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado, distinción que de paso propicia, según explícita confesión, la autonomía de la moral respecto de la religión, presentando esta autonomía nada menos que como un «valor adquirido y reconocido por la Iglesia». Y donde, luego de hacer la prevención –realmente innecesaria en nuestros días de irreligión galopante- de que no deben confundirse las esferas religiosa y política, se advierte que todos los fieles son bien conscientes de que los actos específicamente religiosos (profesión de fe, cumplimiento de actos de culto y sacramentos, doctrinas teológicas, comunicación recíproca entre las autoridades religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la competencia del Estado, el cual no debe entrometerse ni para exigirlos o para impedirlos, salvo por razones de orden público, aunque el reconocimiento de los derechos civiles y políticos, y la administración de servicios públicos no pueden ser condicionados por convicciones o prestaciones de naturaleza religiosa por parte de los ciudadanos, lo que equivale a afirmar, sin demasiados rodeos, que la Iglesia no tiene injerencia alguna en las cosas temporales, pero que el poder civil sí goza, «por razones de orden público», de algunas prerrogativas sobre la religión. Ergo, la supremacía corresponde a lo temporal. Debe admitirse que esta enseñanza ha sido cabalmente interpretada por aquellos reptiles togados que prohíben la exhibición de la Cruz en los lugares públicos “para no ofender a los incrédulos”. O por los ministrillos que imponen omnímodo acatamiento, incluso en los colegios católicos, a aquellas hipótesis sobre el origen del hombre y las especies más reñidas con la doctrina creacionista desde siempre sostenida por la Iglesia.
Documentos de este tenor, suscritos con cruel ironía con ocasión de la festividad de Cristo Rey, son la más clara reivindicación de aquella otra premisa combatida por el Syllabus: «en caso de conflicto de las leyes de una y otra potestad, prevalece el poder civil». Es el principio de inmanencia que anima al modernismo, que a su vez admite a la religión apenas como acarreadora de beneficios para la civilización, un bien adyacente a ese bien por antonomasia que sería el meramente terreno, a cuyo definitivo criterio debe juzgarse toda enunciación de fe. Esta será la religión del Anticristo, que no necesitará combatir explícitamente al cristianismo, sino que le bastará disolver a Jesús, solvere Iesum (I Io 4,3), esto es, adecuar su doctrina a las debilidades de los hombres y a la consolidación universal de la tiranía. Es el programa del Gran Inquisidor de Dostoievski, un tutor complaciente de los vicios colectivos. Con el escabroso añadido, en el ápice de la traición a su cargo, de rendir su público vasallaje –y con éste el de los suyos- al César.
Nada que extrañarse, entonces, de que Bergoglio vocifere que «un Estado debe ser laico. Los Estados confesionales terminan mal. Esto va contra la Historia» (entrevista a La Croix, 16-V-2016). La continuidad con Ratzinger, en este punto, es un hecho; la distinción es sólo relativa a los temperamentos. Según aquello de stylus virum arguit, el uno destilará sutilezas para que el otro las traduzca en guarangadas; en aquél discurrirán los pacientes meandros de una disertación en tono profesoril mientras que en aqueste irrumpirá, diáfana, la bravuconada del compadrito. La sustancia –la traición- permanece una y la misma.