Hace poco, Mons. Schneider describió la situación de la Iglesia como un inquietante estado de ocupación, evocando con ello el título de la magnífica obra de Jacques Plocard d’Assac, «La Iglesia ocupada«. En un paralelismo elocuente y estremecedor, nos hace imaginar cómo el enemigo invasor se adentra en una nación, para fagocitar, engullir y usurpar sus estructuras legales y edificios.
En verdad, no existe metáfora que permita ilustrar con mayor elocuencia aquello que, durante más de medio siglo, nos ha acompañado como sombra implacable; y precisamente de la renuencia a comprender tal situación, surge una miríada de extravíos, luchas estériles, silencios sepulcrales y concepciones vilmente pervertidas del sagrado principio de la obediencia.
No me propongo aquí plasmar lo que en reiteradas ocasiones ha sido minuciosamente documentado; me refiero al modernismo, esa herejía insidiosa que, desde mucho antes del Concilio Vaticano II, fue socavando e infiltrándose en la estructura eclesial con la solapada y serpenteante habilidad de un aceite que se desliza por las rendijas más recónditas. Fue en el Vaticano II donde culminó aquel proceso, donde finalmente eclosionó con toda su fuerza, dando lugar al triunfo indiscutible de esa invasión silenciosa desde las sombras.
Esta embestida inopinada, de súbito y sin preámbulo, lo primero que hizo fue metamorfosear con ímpetu los rituales sagrados de la Iglesia, consciente de que la doctrina que se cree, es la doctrina que se ora – lex credendi, lex orandi -, empleando así su novus ordo misae cual ariete formidable, para desmantelar con vehemencia y precisión la fe en el Sacrificio Eucarístico.
Desde aquel instante crucial, el adversario, emulando los movimientos de una invasión militar, se adueñó de nuestras más preciadas estructuras arquitectónicas, de los cargos que antaño nos habían sido confiados y, con un arrojo casi sacrílego, se atavió en los uniformes que simbolizaban nuestro honor y deber.
Tal y como acaece en cada incursión bélica que abate las murallas de una nación, emergió una figura indispensable, cuya misión es acallar la resistencia lógica y legítima: el colaboracionista. Esta presencia esencial en todo asalto, consciente o inconscientemente, contribuye con astucia y determinación a engatusar al pueblo fiel, sumiéndolo en un sopor que atenúa su conciencia y conduce a la aceptación paulatina de aquellas cuestiones que antes hubieran sido rechazadas con vehemencia.
En esta danza de sombras, el neoconismo representa la máxima expresión del colaboracionismo, necesario para que el invasor penetre, dulce y silenciosamente, en el espíritu de cada alma. Por ende, no es de extrañar aquello que repetíamos hace poco en este medio, que el llamado conservador no es más que un progresista disfrazado, avanzando con paso lento, pero inexorable, hacia la sumisión de la voluntad popular y la suya propia.
Se ha olvidado que la iglesia no es un mero edificio, no es vestimenta eclesiástica ni un «gorrito» carmesí o blanco, no es un trozo de papel con un sello que te otorga membresía al «club»; la iglesia no es nada de eso, que es lo secundario, lo accesorio. La Iglesia surge en primera instancia desde la Fe, y cuando el invasor ha profanado la Fe y ya no cree en la creencia que sostiene a la Iglesia, todo lo demás se torna tan insustancial como el cero, y quien no perciba esto no ha comprendido ni un ápice de lo que acontece.
Y resulta igualmente indiferente que ese invasor ostente la legitimidad (por ocupación) del cargo de alcalde o no en el consistorio municipal, pues en tanto invasor, el pueblo tiene el imperativo y el deber de sublevarse y organizar la resistencia en su contra.
No es, en efecto, un evento sin precedentes lo que ahora acontece; ya antaño San Atanasio experimentó en su carne el azote de la controversia arriana, viéndose forzado a abandonar aquellos sagrados recintos y sufrir la persecución de los prelados que, erigidos en árbitros del destino, clamaban en pos de la obediencia por parte de la grey mayoritaria. Así, muchos, presas de la cobardía y aferrados con garras de hierro a su estatus y forma de vida, desviaban la mirada con fingida indiferencia, como si el sino que se cernía sobre su hermano en la fe no les atañera en absoluto.
Rememorad siempre estas palabras de San Atanasio.
Ellos entonces poseen los templos. Vosotros en cambio la tradición de la Fe apostólica. Ellos, consolidados en esos lugares, están en realidad al margen de la verdadera Fe, en cambio vosotros, que estáis excluidos de los templos, permanecéis dentro de esa Fe. Confrontemos pues qué cosa sea más importante, el templo o la Fe, y resultará evidente desde luego, que es más importante la verdadera Fe. Por tanto, ¿quién ha perdido más, o quién posee más, el que retiene un lugar, o el que retiene la Fe? El lugar ciertamente es bueno, supuesto que allí se predique la Fe de los Apóstoles, es santo, si allí habita el Santo. Vosotros sois los dichosos que por la Fe permanecéis dentro de la Iglesia, descansáis en los fundamentos de la Fe, y gozáis de la totalidad de la Fe, que permanece inconfusa.
¡No temáis! No os amilane la falta de suntuosos templos, ni la ausencia de la aceptación del enemigo, si es que alguna vez podemos esperar tal cosa. Incluso si os consideran malditos y apestados, ¡no desfallezcáis! Pues poseemos la Fe, y cuando Dios lo desee, los templos.
No os dejéis seducir por las dulces melodías de los cobardes que pretenden mantener sus cómodos ingresos y su forma de vida. Recordad, en tiempos de guerra, no podemos aceptar al invasor, pues estamos en plena batalla. Es nuestra sagrada tarea luchar contra aquellos que han osado invadir nuestros territorios.