Hacia el final de su vida terrrena, Nuestro Señor Jesucristo pasaba un día por el Templo de Jerusalén, inmensa construcción levantada por los hombres, labrada por hebreos que se atrevieron a imaginar que aquella era la casa de Dios, así como el palacio de Herodes era la casa de éste. Por lo visto, que el primer templo construido en tiempos de Salomón hubiera sido totalmente arrasado por el ejército babilonio no bastó para convencer a los hebreos de que su sueño estaba abocado al fracaso.
«Cuando Él salía del templo, uno de sus discípulos le dijo: «¡Maestro, mira! ¡Qué piedras y qué edificios!» Respondióle Jesús: «¿Ves estas grandes construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada.» (Mc. 13, 1-2)
La única finalidad del templo había sido ser una morada temporada de Dios en medio de Israel, unión que estaba destinada a concretarse en el Verbo encarnado, el templo no hecho por mano de hombres, en el que Dios y hombre son indisolublemente y para siempre una misma realidad. El Cuerpo de Cristo es el tabernáculo del Altísimo, el lugar donde reside su gloria. Por tanto, cumpliendo el plan de la Divina Providencia, en el año 70 d.C. los romanos destruyeron el templo construido por mano de hombres y despejaron así el terreno para que se levantara el templo universal del Cuerpo Místico de Cristo.
Eso no quiere decir que la religión cristiana esté desencarnada. Cierta corriente espiritualista cristiana de marcada tendencia hacia la iconoclasia ha sentido la tentación de creerlo, sobre todo en los siglos VIII, XVI y XX. Pero es al contrario: tenemos un templo nuevo y mejor, el Cuerpo de Cristo, el cual está verdadera y sustancialmente presente en todo sagrario del mundo.
Todo templo católico es un lugar en el que «habita toda la plenitud de la Deidad corporalmente» (Col. 2,9). Por ello, hasta la más humilde capilla es más grande, digna y gloriosa que el primer templo, el de Salomón, o el segundo, construido por Herodes. Lo que dice Nuestro Señor de los lirios del campo puede aplicarse muy bien a los templos católicos: «Yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos» (Mt. 6,29), pues «aquí hay algo más que Salomón» (Mt. 12, 42).
Es muy apropiado -y desde luego más que apropiado; es algo que exige la virtud moral de la religión-, por tanto, que nuestras iglesias se diseñen y adornen de tal manera que señalen de modo inequívoco y proclamen claramente el templo que es Jesucristo, el Verbo encarnado, y el templo de su Cuerpo Místico, la Iglesia Católica. De este modo, una iglesia imita y perpetúa la misión del precursor que clamó: «¡He aquí el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo!».
La sagrada liturgia debe igualmente señalar y proclamar a Cristo. En tanto que opus Dei u obra de Dios, como una acción que primariamente procede de Dios y está dirigida a Él, debe ya participar en sus propios atributos, tal como Él nos los ha revelado en la historia de la salvación, y nos los presenta para que los interioricemos. Debe manifestarse tal como Él es: estable, indestructible, permanente, fuerte, santa, trascendente, misteriosa y, en ocasiones, sorprendente. Ante todo, no debe parecer obra de hombres, es decir, elaborada a un nivel meramente humano, temporal, de este mundo, secular. De lo contrario sería objeto de nuestro desprecio, y le aguardaría el mismo destino que a los templos de Salomón y Herodes. En realidad, podríamos poner en boca de la liturgia, como realidad viva forjada por una mano divina en el seno de la Iglesia, las palabras del salmista:
«Tú formaste mis entrañas; me tejiste en el seno de mi madre […]. Mi cuerpo no se te ocultaba, aunque lo plasmabas en la oscuridad, tejiéndolo bajo la tierra. Tus ojos veían ya mis actos, y todos están escritos en tu libro; los días míos estaban determinados antes de que ninguno de ellos fuese» (Sal. 139,13, 15-16).
¡Qué diferente, incluso chocante, es el Novus Ordo (seclorum, nos sentiríamos tentados a añadir*), el rito ordinario, en el cual la liturgia es y se manifiesta como obra de manos humanas, remodelada con arreglo a la mentalidad actual, sujeta a manipulaciones humanas, en un galimatías de lenguas vulgares, dando lugar a compuestos culturales cada vez más novedosos como un elemento químico inestable!
«Como algunos, hablando del Templo, dijesen que estaba adornado de hermosas piedras y dones votivos, dijo: «Vendrán días en los cuales, de esto que veis, no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida”» (Lc. 21,5-6).
Al leer estas inquietantes palabras, ¿cómo no acordarnos del rito litúrgico reformado, edificado por comisiones humanas, por expertos cubiertos de eruditas filacterias que adornan la liturgia (según su criterio) con «hermosas piedras y exvotos» especialmente concebidos para el hombre moderno? Estos suntuosos edificios, todos ellos, serán derribados, porque no son el templo edificado a lo largo de los siglos por el Espíritu Santo en el seno de la Santa Madre Iglesia, en el que los ritos tradicionales, con toda su pompa, se tejieron y fueron formando un cuerpo en secreto.
«Toda casa dividida contra sí misma no puede subsistir» (Mt. 12,25). La nueva liturgia es una casa dividida contra sí misma; ya no es el rito romano tradicional desarrollado orgánicamente a lo largo de muchos siglos, sino una invención a base de retazos antiguos y modernos. Es como la visión que interpretó el profeta Daniel:
«Tú, oh rey, estabas mirando, y veías una gran estatua. Esta estatua era inmensa y de un esplendor extraordinario. Se erguía frente a ti, y su aspecto era espantoso. La cabeza de esta estatua era de oro fino; su pecho y sus brazos de plata; su vientre y sus caderas de bronce; sus piernas de hierro; sus pies, en parte de hierro y en parte de barro» (Dan. 2,31-33).
Lo mismo pasa con la nueva liturgia, imponente obra construida por manos humanas que es defectuosa y no tiene remedio por su falta de unidad, integridad, coherencia y cohesión. No es el rito romano ancestral, sino un producto voluntarista cocinado por centenares de expertos que trabajaron al alimón en pequeños comités, y asesinando para hacer disecciones, para que sea de una misma sustancia e infundirle aliento de vida. Por eso algunos la comparan con el monstruo de Frankenstein.
En Vidas de los padres del desierto, leemos lo siguiente sobre San Juan de Ortega:
«Su único alimento era la comunión que le llevaba el sacerdote los domingos. Su regla de vida no le permitía otra cosa. Un día, Satanás adoptó la forma de sacerdote y fue a verlo más temprano de lo habitual, fingiendo que quería darle de comulgar. Juan lo reconoció y le dijo: “Padre de toda intriga y enredo, enemigo de toda justicia, ¿no te contentas con engañar las almas cristianas, sino que encima pretendes atacar los propios Misterios?”» [1]
Esto mismo es lo que ha osado hacer en nuestros tiempos, a una escala sin precedentes, el padre de toda intriga y enredo: ha atacado en la raíz y en todas sus ramas los misterios de nuestra salvación. Para ello, ha inducido a los hombres a corromper la liturgia de todos los sacramentos, los sacramentales y el oficio divino, y luego ha hecho que se apeguen a ellos como si fueran mejores que la imagen visible del Dios invisible que habíamos recibido de nuestros antepasados. Ha sembrado duda, errores y confusión en el dogma y en la moral, encontrando muchos cómplices gustosos entre quienes se jactan de la superioridad de los tiempos modernos, de la mentalidad y los métodos actuales.
Sabemos lo que le sucedió a la estatua del sueño de Nabucodonosor:
«Mientras estabas todavía mirando, se desgajó una piedra –no desprendida por mano de hombre–, e hirió la imagen en los pies, que eran de hierro y de barro, y los destrozó. Entonces fueron destrozados al mismo tiempo el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro, y fueron como el tamo de la era en verano. Se los llevó el viento, de manera que no fue hallado ningún rastro de ellos. Pero la piedra que hirió la estatua se hizo una gran montaña y llenó toda la Tierra» (Dan.2, 34-35).
Como todas las visiones simbólicas, ésta admite numerosos cumplimientos y aplicaciones. Daniel la interpretó con relación a una sucesión de reinos que culminaría en uno que nunca sería destruido. ¿Podemos extraer alguna otra enseñanza para nosotros?
La piedra que golpea la obra del ingenio humano es se desgajó de un monte, «no por mano de hombre». El gigantesco y temible monolito que se cierne sobre nosotros, obra de laboriosas cuadrillas, es destrozado por una piedrecilla que debe su existencia a un escultor sobrenatural. Esa piedra crece hasta convertirse en una gran montaña que llena toda la Tierra.
¿No recuerda esto al movimiento tradicionalista? Empezó pequeño, pero crece, y su crecimiento es imparable, porque es obra del Espíritu Santo. No ama, defiende y promueve improvisaciones banales de comités, sino el tesoro heredado y transmitido durante siglos, digno receptáculo del Verbo encarnado, testimonio en canto y en silencio de la gloria de Dios. Este movimiento se convertirá en una montaña que cubra toda la Tierra, mientras el gigantesco experimento de barro se desmorona década tras década.
Adaptando un antiguo texto litúrgico, podríamos decir: «¡Oh feliz culpa, que mantuvo para nosotros tan gran liturgia!» El movimiento litúrgico radicalizado de mediados del siglo XX se empeñó en trastocar la liturgia romana, y poco a poco la desnaturalizó y desintegró, sobre todo a partir de 1948. ¿No deberíamos también nosotros, por ilógico que parezca, agradecer que los promotores del cambio hayan llegado tan lejos? La Divina Providencia ha permitido que la revolución litúrgica alcanzara tan increíbles proporciones para que a la larga fuera posible regresar a la Tradición en su totalidad, porque con el tiempo el clero y los laicos se darían cuenta de la corrupción y la repudiarían en su totalidad. Incluidas las simplificaciones arqueologistas y las desfiguraciones introducidas en los años cincuenta bajo el pontificado de Pío XII, que en esta materia se movió como un Pablo VI en cámara super lenta. El movimiento tradicional internacional está cayendo por fin en la cuenta del alcance del daño provocado, y ve más claro que nunca cuál es la única salida: la plena adherencia al Rito Romano en su forma tridentina, antes de que expertos miopes le metieran mano con arrogancia.
El Santo Sacrificio de la Misa, con toda la fuerza de su pureza, y la liturgia tradicional en general, exorcizan la Iglesia expulsando el espíritu modernista. No hay nada más urgente que ese exorcismo. Y ya se está haciendo en aquellos lugares en que la Tradición ha instalado una cabeza de playa en territorio enemigo.
* N. del T.: Novus ordo seclorum = nuevo orden mundial. Expresión iluminista que figura bajo la pirámide masónica en el reverso del billete de un dólar estadounidense.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe. Artículo original)