Con la formación que se imparte y entendiendo la vida como una juerga, abundan los momentos y circunstancias en que se emborrona y hasta desaparece la línea que separa el consentimiento y el disentimiento. Es fruta del tiempo.
¿Recuerdan los juicios contra los asesinos de la ETA que se convirtieron en juicios contra el Régimen? Sí, al régimen le salió el tiro por la culata. Pues bien, tengo la rara impresión de que en el juicio contra “La Manada” ha estado ocurriendo algo parecido. Se ha estado poniendo en diálogo la conducta de los agresores y de la agredida como un todo inseparable. Conductas que se condicionan y se complementan recíprocamente.
Y aunque no se explicite, porque es políticamente incorrecto, ahí está sentado también en el banquillo el nuevo diseño socio-sexual, a años luz del mojigato de la prehistoria de anteayer. Confirmado el panorama por la pública condena social -y también jurídica- de los tres futbolistas que abusaron de una menor de 15 años. El argumento de ellos es que voluntariamente se fue la mocita a la casa de uno de ellos, donde se juntaron los otros dos, y que voluntariamente aceptó todo lo que luego denunció como agresión. Si no se hubiese dado la circunstancia de que la chica es legalmente una menor, y por tanto no vale hablar legalmente de relaciones consentidas, su juicio hubiese sido un calco del juicio de “La Manada”. Algo serio está pasando.
Es que tanto a esta agredida como a la otra y como a todas las otras, les enseñaron en la escuela que tienen derecho a comportarse como lo hicieron, sin el menor temor de que la cosa vaya más allá de lo que ellas quieran. Les enseñaron que la mujer tiene todo el derecho de hacer con los hombres en cuestión de sexo cuanto se le antoje sin cohibirse en absoluto, porque ha de comportarse con plena libertad y sin el menor temor. Y que cuando ella diga “se acabó la fiesta”, se acabó. Aunque sea en su punto álgido. Son los derechos sexuales de la mujer. Es lo que se les enseña a diestro y siniestro. ¿Y los del hombre? No están definidos sus derechos, sino sólo sus limitaciones. He ahí pues, un régimen de comportamiento sexual distinto para cada uno. Olvidando (¡menudo olvido!) el principio de la absoluta igualdad de derecho a conducta sexual (¿es eso?) de la mujer y del hombre. Igualdad: pero los derechos del hombre menos iguales que los de la mujer, es decir menos “derechos”.
Pero si en el sexo son dos, se supone que los derechos estarán balanceados con algún tipo de deber para con el otro. El derecho de uno termina donde empieza el derecho de otro. Lo mismo que la libertad. Únicamente puede gozar de libertad absoluta quien está totalmente solo. En cuanto aparece uno más, la libertad de ambos queda limitada por la libertad del otro. Pero en cuestión sexual eso no es así, si hablamos de la mujer: a ella se le reconoce libertad absoluta, sin ningún límite; al hombre en cambio no se le reconoce esa libertad. ¡Qué lástima! Ahí se quiebra escandalosamente el principio de igualdad. Y realmente se quiebra, por más que lo políticamente correcto sea negarlo.
En este nuevo diseño, el concepto de agresión sexual ha dado un giro copernicano. Es que a la “acción” sexual (la nueva ola insiste en que la mujer, para demostrar su rechazo al papel pasivo a que la condenó el arcaísmo sexual, tiene casi la obligación de llevar la iniciativa), corresponde la co-acción: que obviamente ha cambiado muy notablemente su carácter, como consecuencia inevitable del cambio de fórmulas de la “actora” que reivindica la iniciativa. El primer gran precepto de esta revisión del papel sexual de la mujer, es que ha de ser “sexy”, es decir que ha de ser y mostrarse sexualmente atractiva (atraedora de los hombres). En dirección contraria de la cultura islámica, que le impone a la mujer el velo en todas sus variantes, precisamente para evitar que los hombres se sientan atraídos sexualmente por ella. Porque ellos piensan que si la mujer despliega sus atractivos sexuales ante el hombre, no es nada extraño e inesperable que éste reaccione sexualmente. Ellos son así de extravagantes… Como lo fuimos nosotros no hace tanto tiempo.
Eso nos ha llevado inexorablemente a redefinir los parámetros de la co-acción sexual, es decir de la respuesta del hombre a ese despliegue de incitación sexual. Es lo que tiene el haber cargado las tintas en el aura de progreso y bondad de la ilimitada disponibilidad sexual de la mujer. A partir de este nuevo fenómeno ha sido inevitable redefinir la co-acción sexual, es decir la aportación del hombre a esa inmensa y excelsa libertad sexual de la mujer. Porque claro, la disponibilidad de la mujer se da por supuesta. Sobre todo en determinados lugares y circunstancias.
En efecto, tanta libertad sexual culturalmente obligatoria, conlleva una liberalidad nunca antes conocida. Ante esa nueva definición de libertad sexual de la mujer en que lo fetén es llevar la iniciativa y en cualquier caso decir siempre que sí (porque para hacerse la estrecha y decir a piñón fijo que no, ya estaba la carcundia de la represión sexual del antiguo régimen), al hombre no le ha quedado más remedio que repensarse su papel en el mercadeo del sexo. Porque sabiendo los hombres que se educa a las mujeres para que alejándose todo lo posible de la anterior represión sexual digan que sí por defecto, es obvio que los modos de acceso del hombre a la mujer se han tenido que acomodar a esta nueva realidad. Y en su virtud, al contar de entrada con la predisposición a la vía libre, la inmensa mayoría de las acciones con que se corona esta libertad sexual de la mujer, queda descargada de su ancestral agresividad.
En efecto, ésa ha sido la línea de la defensa en ambos casos: si habitualmente la mujer se comporta como demandante -y aceptante- de sexo, el hombre moderno entiende de entrada que la disposición ahí está; sobre todo si coincide con la mujer no en el súper o en el metro, sino en una francachela donde la impresión que causan unos y otras, es de dejarse llevar por la excitación sexual que forma parte de la circunstancia. Los casos de abusos sexuales y violaciones masivas en las fiestas de año nuevo en Suecia y Alemania por parte de la población extranjera, tuvieron como condicionante el ambiente de mayor disponibilidad que se respira en esas fiestas, donde cuesta más distinguir qué es abuso y qué es simple uso. En el supermercado y en el metro no es tan fácil confundirse… ahí no se puede alegar que la situación alborotadamente festiva y el estado de ambos se prestaba a confusión. Pero en otras circunstancias, está clarísimo que sí.
Es el mundo nuevo que se construye sobre la nueva mujer. Oigan, no se vayan tan lejos, pásense por las discotecas, las lonjas más activas de contratación de sexo, y observen a qué va cada cual, y cómo se atiborran ellas y ellos de lo que sea, porque tanto ellos como ellas, tanto ellas como ellos, lo que pretenden es desinhibirse, andar más sueltos, desmadrarse. Es evidente que en esas circunstancias cuesta mucho más discernir entre consentimiento y no consentimiento. Ciertamente cuesta mucho más.
Con una particularidad singularísima: en el sistema liquidado por la nueva era, la mujer era responsable de su defensa. Tenía que cuidarse ella de agresiones y abusos; tenía que evitar situaciones de riesgo; y evitar cualquier equívoco sobre su disponibilidad sexual para ahorrarse abordajes indeseados. Tenía que evitar por ejemplo, enrolarse en juegos equívocos en los que hacen crecer y crecer la excitación de ellos, o irse a casa o a un lugar retirado con uno o varios hombres ya en estado de celo, contando con que siempre estás a tiempo de decir que no, y que por tanto no va a pasar nada. ¡Ni en sueños! La mujer sabía que eso era jugar con fuego, y que debía evitar tales situaciones si no quería quemarse.
Pero hoy ya no va así, porque al fin y al cabo, si la cosa acaba de forma distinta a como lo decidió a última hora tampoco es grave, porque papá Estado ha previsto cómo sacarla del apuro. El sistema sitúa a la mujer en una total y absoluta irresponsabilidad: más que nada, por evitar que la responsabilidad le limite la libertad. Gran argumento. Y el sistema, con un aplomo digno de mejor causa, le asegura que puede comportarse así tranquilamente; por lo que a este respecto queda declarada tácitamente menor de edad (nadie se atrevería a poner esta realidad en palabras) y es tratada explícitamente como mermada de facultades.
Es el Estado el que atiende a su seguridad sexual y a su defensa mediante leyes y procedimientos que la pongan a salvo de cualquier posible agresión o incluso de cualquier molestia o incomodo sexual que quepa bajo la denominación de “acoso”. Lo que haga ella a este respecto, nunca le será imputable; puede hacer lo que le dé la gana: porque lo importante es preservar su libertad sexual. Por consiguiente, sea cual sea su conducta, el sistema no le pedirá nunca responsabilidades. Ella tiene todo el derecho de demandar al hombre al que viene diciéndole sí, sí, sí mientras le divierte, y a decirle no: un no que esta vez sí que es no, en cuanto se le gire el disco. El Estado se lo garantiza.
Y no tiene por qué temer nunca la reacción del hombre: el Estado sexo-protector cuida de la seguridad sexual de la mujer por encima de todo. Sin que sea necesario que ésta haga nada por ponerse a salvo de insistencias indeseadas, porque es cosa del Estado mantener a raya al hombre mediante su sistema de amenazas y coacciones. Ya ven, la represión sexual ha cambiado de bando. En el antiguo régimen era la mujer la que debía proteger su integridad mediante la auto-represión sexual. Hoy quien ha de andarse con cuidado y reprimirse es el hombre, porque las consecuencias de su ligereza le pueden ocasionar disgustos mucho más conflictivos que un embarazo. Un aborto… y arreglado. En cambio, la cárcel es harina de otro costal. ¿Cárcel por acusación de acoso? ¡Por supuestísimo! Y ni siquiera por acoso, sino por acusación de acoso.
Si la mujer denuncia los intentos de aproximación sexual de un hombre como acoso, o califica como agresión su empeño en continuar una faena a la que ella ha querido poner fin diciendo “no” con un retraso de difícil enmienda, la que se le viene encima a ese tal, puede ser mucho más lamentable que lo fue para la mujer el embarazo. Sobre todo si esas cosas ocurren en el ámbito laboral. Es mucho más ruinosa la denuncia de una mujer por acoso, que un embarazo. He ahí el precio que ha de pagar el hombre por la libertad sexual total, absoluta e irresponsable de la mujer: una libertad que la sociedad ha puesto bajo la maternal tutela y protección de las modernas estructuras sexo-protectoras del Estado. Es decir, que vivimos en la máxima excitación porno-carnal y, a la vez, en la máxima represión de los instintos sexuales resultantes.
Ya advirtió San Pablo en el siglo I: Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca. ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios (1Co 6, 18).
Cuando es el Estado quien dicta las normas morales y el sistema exige adoración absoluta e incontestada, sólo la libertad de los hijos de Dios permanece como faro de luz en la profunda oscuridad. Porque es una libertad ganada al precio de la sangre de Cristo frente a los poderes esclavizadores de este mundo. Y sabemos que somos de Dios, y que todo el mundo yace bajo el poder del maligno. Y sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado entendimiento a fin de que conozcamos al que es verdadero; y nosotros estamos en aquel que es verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna (1Juan 5, 19).
Suena raro; pero aunque suene paradójico, en esta doctrina hay mucha mayor libertad que la ofrecida por el mundo, sobre todo a la mujer. El mundo la ha colocado en una tremenda esclavitud que desvergonzadamente llama “libertad”. Y encima sus esclavizadores, con igual desvergüenza, se atreven a decir que no fueron capaces de darse cuenta de que ella no quería, porque su conducta era totalmente equívoca. En esas estamos. Encantados de haber vuelto a la manada.
Padre Custodio Ballester Bielsa