La memoria litúrgica de los santos. ¡Cuánta confusión!

«Pero ¿cómo es que un hombre que tiene tanto que hacer, tanto trabajo para guiar a la Iglesia …, tiene tanto tiempo para rezar? Él sabía bien que la primera tarea de un Obispo es rezar. Y esto no lo dijo el Vaticano II, lo dijo San Pedro», son las palabras que pronunció el Papa Francisco durante la homilía que pronunció el 18 de mayo en el altar de Juan Pablo II de la Basílica del Vaticano, el día el día en que se celebró el centenario del nacimiento del Papa Wojtyla. El Concilio Vaticano II siempre se coloca como principio ineludible para ilustrar y garantizar las acciones de la Iglesia, desde las más cotidianas a las más relevantes, tanto en un sentido conceptual como pastoral. Pero esta vez el Papa Bergoglio, para destacar la importancia de la oración, de la vida y de la acción de los Obispos, alude a que no tiene nada que ver con el Concilio sino que deben tenerse en cuenta las palabras de los Hechos de los Apóstoles. (Hechos 6, 4). Esta peculiaridad es interesante y refleja cuánto desorden mental existe en la Iglesia contemporánea.

Confusiones y contradicciones que se multiplican en un vórtice que no tiene tregua … tomemos, por ejemplo, un tema que nos interesa mucho: la memoria litúrgica de los Santos. Precisamente en esta materia, el Concilio Vaticano II ha dado instrucciones muy claras: debía hacerse una depuración. De hecho, en el párrafo 111 de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium se lee lo siguiente:

«De acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias auténticas. Las fiestas de los santos proclaman las maravillas de Cristo en sus servidores y proponen ejemplos oportunos a la imitación de los fieles. Para que las fiestas de los santos no prevalezcan sobre las fiestas que conmemoran los misterios de la salvación, déjese la celebración de muchas de ellas a las Iglesias particulares, naciones o familias religiosas, extendiendo a toda la Iglesia sólo aquellas que recuerdan a santos de importancia verdaderamente universal.»

¿A quién dejar con vida en el nuevo calendario del Novus Ordo y a quién suprimir? ¿Por qué decapitar recuerdos milenarios y seculares? ¿Cómo juzgar qué Santos deben considerarse de importancia verdaderamente universal y quienes no?

Y sobretodo, ¿cuál fue el principio dirimente?

La respuesta está en el delirio de omnipotencia de quien había asumido dicha acción revolucionaria.

Refirámonos a algunos ejemplos: en el cambio del viejo al nuevo calendario fueron suprimidas Santa Apolonia y Santa Bárbara, ambas mártires del siglo III, no obstante universalmente veneradas en virtud de su patronazgo específico y presentes iconográficamente en muchísimas iglesias; o no fue incluido aquel que cuando fue redactado el nuevo calendario era considerado el único santo confesor joven, es decir, Santo Domingo Savio (1842-1857), quien gracias a los Salesianos es universalmente venerado.

Con este gran trabajo de eliminaciones y aggiornamenti, llevado a cabo según criterios subjetivos, se quiso eliminar (no lográndolo, como los hechos lo demuestran porque los cultos continuaron ininterrumpidamente) devociones relacionadas con figuras a veces no suficientemente históricas y se intentó reducir el número de los Santos presentes en el calendario del vetus ordo, llevándose a cabo una operación de masacre. Así, cuando Pablo VI promulgó la edición típica del nuevo Misal Romano, el calendario litúrgico resultó muy insuficiente respecto a la presencia de los Santos y también con relación a las memorias marianas, en conformidad con los dictámenes de la constitución conciliar.

Sin embargo, tanto Juan Pablo II como el Papa Francisco no han cumplido con lo dispuesto en la misma Constitución. Por lo tanto, si examinamos la segunda edición italiana del nuevo Misal de 1983, veremos aparecer el 14 de agosto a San Maximiliano María Kolbe (1894-1941), canonizado el año anterior por Juan Pablo II y es precisamente a partir del Papa polaco que comenzó lo que podríamos llamar la «revancha» de los santos y de la Santísima Virgen María en el calendario litúrgico, en ese calendario del novus ordo que desde el principio se había mostrado hostil hacia ellos.

Después de esta editio typica secunda el Papa Juan Pablo II decidió restablecer algunas fiestas litúrgicas que nunca habían pasado del viejo al nuevo Misal, como el Santísimo Nombre de Jesús, San Apolinario, el Santísimo Nombre de María, Santa Catalina de Alejandría (siglos III-IV), y luego quiso incluir, a lo largo de los años de su pontificado, otras nuevas celebraciones: Santa Josefina Bakhita (1869-1947), San Adalberto (956-997), San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716),Nuestra Señora de Fátima, San Cristóbal Magallanes y compañeros (siglo XX mártires de la Cristiada en México), Santa Rita de Cascia (1381-1457), San Agustín Zhao Rong y compañeros (mártires en China entre 1648 y 1930), San Charbel Makhluf (1828-1898), San Pedro Julián Eymard (1811-1868), Santa Teresa Benedicta de la Cruz (1891-1942), San Pedro Claver (1580-1654), San Andrea Kim Taegon, Paolo Chong Hasang y sus compañeros (siglo XIX, mártires en Corea), San Pío de Pietrelcina (1887-1968), San Lorenzo Ruiz, de nacionalidad filipina, y sus 15 compañeros japoneses (siglo XVII), San Andrea Dung-Lac y sus compañeros (siglos XVIII-XIX, mártires en Vietnam), además de la institución del Domingo de la Divina Misericordia concomitantemente con el domingo in Albis (primer domingo después de Pascua). Finalmente en la editio typica tertia, Juan Pablo II insertó la memoria de la Santísima Virgen María de Guadalupe y de San Juan Diego Cuauhtlatoatzin (1474-1548, vidente de Guadalupe).

Recordemos, además, que la fiesta del Inmaculado Corazón de la Bienaventurada Virgen María, establecida universalmente de segunda clase (el equivalente al grado de fiesta en el Novus Ordo) por el Papa Pío XII en 1944, fue recalificada por Pablo VI como una memoria facultativa y solo Juan Pablo II volvió a hacerla nuevamente obligatoria.

Benedicto XVI, en cambio, se alineó con las directrices conciliares del Sacrosanctum Concilium al proclamar Doctores de la Iglesia a San Juan de Ávila (1499-1569) y a San Hildegarda de Bingen (1098-1179), no instituyó sus memorias litúrgicas: hasta entonces todos los Doctores tenían al menos la memoria facultativa.

La misma elección fue hecha por el Papa Francisco cuando proclamó Doctor al armenio San Gregorio de Narek (951-1003), de quien no fue instituida una memoria litúrgica. Sin embargo, el actual Pontífice reinante fue aún menos parco que Juan Pablo II en el enriquecer el calendario con nuevas fiestas: Juan XXIII (1881-1963), Pablo VI (1897-1978), Juan Pablo II (1920-2005), Santísima Virgen María Madre de la Iglesia, Santísima Virgen María de Loreto, Faustina Kowalska (1905-1938), todas memorias por él instituidas, además de haber elevado de memoria al grado de fiesta la conmemoración de Santa María Magdalena. Se observa, entonces, que el Papa Francisco instituyó como promedio un nuevo aniversario litúrgico en cada año de su pontificado. Precisamente en la mañana del 18 de mayo ppdo. en San Pedro, el Pontífice anunció la institución de la fiesta de la santa polaca Faustina Kowalska. El lunes 1 de junio, el día después de Pentecostés, en cambio, se celebrará por tercera vez el recuerdo de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, título con el que el 21 de noviembre de 1964, la Virgen fue proclamada por Pablo VI, en el cierre de la tercera sesión del Concilio Vaticano II.

A partir de estos análisis nos damos cuenta de cómo Juan Pablo II y Francisco han descuidado en este sentido la imposición de la Constitución Conciliar inherente a este tema, orientada a suprimir tanto fiestas marianas como las de los Santos, al mismo tiempo que surgen los olvidos ciertamente no privados de interrogantes. Interrogantes que no solo nos hacemos nosotros los fieles laicos, sino muchísimos sacerdotes jóvenes que, estudiando y formándose en los documentos del Concilio Vaticano II y sus interpretaciones, detectan incongruencias de no poca importancia y, como hemos sabido de fuentes incuestionables, las discuten apasionadamente entre ellos.

Además, como ya fue dicho, para desmentir a los nuevos Doctores, en una época en que la Eucaristía y el Domingo se encuentran bajo ataque, con enemigos fuera y dentro de la Iglesia, sería oportuno instituir la memoria de San Tarcisio (263-275) y de los santos Saturnino y compañeros, mártires de Abitene (siglo IV). Después falta el llamamiento al recuerdo de tres grandes persecuciones de católicos que constituyen, con otras, la columna vertebral de la historia de la Iglesia: los santos Antonio Primaldo y 800 compañeros, mártires de Otranto (siglo XV), San Salomón Leclerq (1745-1792), hasta hoy el único mártir de la Revolución Francesa ya canonizado, Revolución (que tanta parte tuvo en la persecución de la Iglesia) y un recuerdo litúrgico de los once santos mártires en el contexto de la guerra civil española (siglo XX).

En tiempos de pandemia, sería sumamente oportuno hacer universal el recuerdo de San Roque (1295-1327). También es muy extraño que no se haya instituido la memoria de santos tan famosos y tan venerados como Bernardette Soubirous (1844-1879), Francisco (1908-1919) y Jacinta Marto (1910-1920, ambos fallecidos debido a la pandemia de la gripe española) y la Madre Teresa de Calcuta (1910-1997).

Lamentablemente, ningún canonizado aún figura, del lado católico, entre las innumerables víctimas de los regímenes comunistas de Europa del Este y del genocidio armenio. Solo faltaba la firma del Papa Francisco para reconocer el milagro atribuido al Beato Alojzije Viktor Stepinac (1898-1960), Arzobispo de Zagreb de 1937 a 1960 y Cardenal mártir del régimen comunista de Tito, para allanar el camino a su canonización, pero el Papa optó por cuestionar todo el asunto, junto con la Iglesia Ortodoxa serbia.

Entre los mártires de la persecución comunista, que hasta ahora han sido beatificados, la figura de Stepinac, que dejó una correspondencia imperdible (Cartas del martirio cotidiano, a cargo de la Associazione Editoriale Promozione Cattolica, 2010, Vigodarzene-Padua), es la más incómoda, verdadera y propiamente dicha piedra en el camino para quienes persiguen la religión, no la religión ecuménica. Este Cardenal santo, que vivió para el triunfo del Inmaculado Corazón de María, dejó un patrimonio indeleble, que nos entrega, al clero y los fieles del siglo XXI, contenido en sus deslumbrantes palabras: «O somos católicos o no lo somos. Si lo somos, es preciso que se manifieste en todos los campos de nuestra vida».

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