En la medida de lo posible asisto a misa diaria en una capilla dirigida por la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro. Si bien rara vez llevo mi misal para el ordinario de la misa, siempre consulto los Propios y trato de rezarlos profundamente y extraer sabiduría de ellos. De hecho, no sería exagerado decir que vivo aprendiendo mi fe renovadamente y la aprendo mejor gracias a la misa: es una escuela en la que me inscribo siempre y en donde la enseñanza es tranquila, respetuosa, consistente, seria y eficaz. La enseñanza es grata porque ocurre sin una didáctica deliberada, verbosidad tediosa o trucos vergonzosos. Ocurre de la manera en la que un nadador se moja cuando se zambulle.
Algo que me sorprendió en las misas a las que asistí esta semana (¡y cada semana es algo nuevo!) es la fuerza con que la liturgia tradicional destaca el lado femenino y el masculino de la naturaleza humana y de la vida cristiana. Definitivamente no es andrógina. La secuencia de las fiestas del 16 al 20 de noviembre es una maravillosa demostración de esta característica.
El 16 de noviembre, por ejemplo, es Santa Gertrudis Magna, para quien la lectura se toma del Breviario Común de Vírgenes (2 Cor 11, 2): “Porque mi celo por vosotros es celo de Dios, como que a un solo esposo os he desposado, para presentaros cual casta virgen a Cristo.” Por supuesto que esto se aplica a Santa Gertrudis, pero describe a toda la Iglesia como la novia casta de Cristo. El evangelio trata de diez vírgenes (Mt 25) que salen al encuentro del esposo y la esposa. El ofertorio trata de las hijas de reyes y de la reina. En el orden espiritual, todos somos receptivos y hechos fructíferos por Cristo, el Rey: esa es nuestra vocación bautismal básica.
Por el contrario, el 17 de noviembre es San Gregorio Taumaturgo, un hombre de gran valor. El introito anuncia noblemente: “El Señor…le hizo príncipe de su Iglesia, para que tenga eternamente la dignidad del sacerdocio.” La lectura del Eclesiástico dice algo similar: “Lo ha glorificado ante los reyes y le ha dado una corona de gloria… le ha dado el sacerdocio supremo.” El evangelio habla de un hombre de fe que mueve montañas (como hizo Gregorio, literalmente, en una ocasión para hacer lugar para la construcción de una iglesia). El ofertorio: “Hallé a David siervo mío… mi mano le protegerá; y le fortalecerá mi brazo.” La comunión: “He aquí el administrador fiel y prudente, a quien su amo constituyó mayordomo de su familia.” Es todo extremadamente activo y viril: vemos ahora al sacerdote ordenado, una participación especial en Cristo, el esposo, a la vez Cabeza de Su esposa y quien da Su propia vida por ella.
El 18 de noviembre es la dedicación de las basílicas de San Pedro y San Pablo. ¿Y cuál es la lectura?“Y vi la ciudad, la santa, la Jerusalén nueva, descender del cielo de parte de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo.” El tema de la iglesia nupcial se encuentra señalado otra vez. Este tema cobra aún más prominencia cuando el sacerdote utiliza el prefacio galicano para la ocasión, tal como ahora se permite a los sacerdotes, y tal como hizo nuestro capellán local:
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, a Ti, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno: Quien, siendo el Dador de todas las cosas habitas en esta casa de oración que hemos construido, y santificas con tu acción permanente a la Iglesia que Tú mismo has fundado. Porque esta es en verdad una casa de oración, expresada en los edificios visibles, un templo donde habita Tu Gloria, el trono de la verdad, el santuario de la eternal caridad. Esta es el arca que nos conduce, redimidos del diluvio de este mundo, hacia el puerto de la salvación. Esta es la única y adorada esposa a quien Cristo compró con Su propia Sangre, a la que despertó con Su Espíritu: en cuyo seno renacemos por Tu gracia, alimentados con la leche de Tu Palabra, fortalecidos con el Pan de Vida, y cobijados por la ayuda de Tu misericordia. Ella pelea fielmente en la tierra, asistida por su Esposo y coronada por Él, asegurándose su victoria en el cielo. Y por eso con los Ángeles y los Arcángeles, los Tronos y las Dominaciones, y todas las huestes del ejército celestial cantamos un himno a Tu Gloria, diciendo sin cesar: Sanctus, sanctus, sanctus…
El 19 de noviembre es la fiesta de Santa Isabel de Hungría. La carta es de Proverbios: “Una mujer fuerte, ¿quién podrá hallarla? Mucho mayor que las perlas es su precio. Confía en ella el corazón de su marido, el cual no tiene necesidad de tomar botín (a otros).Le hace siempre bien, y nunca mal, todos los días de su vida.” Esta lectura de Proverbios 31, si bien la Iglesia la aplica a las mujeres santas, merece ser leída principalmente como parábola de la misma Iglesia—una parábola que se hace carne (por así decirlo) con total perfección en la Santísima Virgen María.
El 20 de noviembre es la fiesta de San Félix de Valois, quien perteneció a una familia real, renunció a sus bienes, se retiró al desierto y, eventualmente, fundó un instituto para recuperar a los cautivos por musulmanes. La misa común que se le asigna—Justus ut palma—es otra vez muy masculina, si se puede decir así, así como también la oración colecta de ese día.
En otras palabras, lo que vemos parece un diálogo litúrgico entre la novia y el novio, como una lanzadera que va y viene produciendo un tapiz más hermoso por el contraste de la trama vertical y la urdimbre horizontal. Y como las fiestas no son opcionales y las lecturas están en harmonía con el ciclo santoral, todo esto se presenta SIEMPRE, año tras año, a los fieles que asisten a misa diaria.
Con el tiempo, los fieles no pueden evitar ser formados por intuiciones tradicionales, es decir, dadas por Dios, sobre los roles de los hombres y la mujeres, sobre lo que es propio de la masculinidad y la feminidad, sobre los ideales que debiéramos ponernos delante y los modelos que debiéramos esforzarnos por imitar. Si bien la cultura familiar y la catequesis desempeñan ciertamente un gran papel en el desarrollo de una comprensión sana de la sexualidad dual de la naturaleza humana y las diversas formas, en la práctica, en que la complementariedad puede ser vivida—porque sin duda no es que “un talle se ajusta a todos”: hay solteras que aún no han elegido un camino, vírgenes consagradas, esposas, madres y viudas, así como hay solteros, hermanos religiosos, sacerdotes, esposos, padres, viudos—no hay duda de que la oración formal pública de la Iglesia también desempeña un papel sutil al brindarnos luz y ejemplos inequívocos de los cuales recibimos principios de pensamiento y acción. Vemos estos ejemplos tanto en la conducción de la liturgia misma, con sus ministros masculinos y el uso del velo por parte de las mujeres, así como en el culto de los santos que se nos presenta con formularios de misa tan apropiados.
Algo que amo en particular es que la imagen de la mujer en la liturgia tradicional es una imagen de realeza, dignidad, y poder—no de un poder sacerdotal o real, dado que eso no sería apropiado ni posible, sino del de las hijas de los reyes, y de reinas que sirven para poder gobernar. En otras palabras, la diferencia no es “los hombres están a cargo y las mujeres son sirvientas contratadas,” sino que tanto hombres como mujeres gobiernan en sus propios dominios: se perfeccionan tanto por lo que tienen en común como bautizados, como por lo que los diferencia en sus vocaciones específicas. Todos los cristianos forman juntos la Esposa de Cristo, la Iglesia. Las vírgenes consagradas, conducidas por la Virgen María son la esposa de Cristo en la forma más completa posible. Las madres de familias cristianas emulan la maternidad de la Iglesia y de la Madre de Dios. Todos los sacerdotes, como tales, toman el lugar de Cristo, el divino novio, y ejercen la paternidad divina. El rito romano clásico tiene el poder de acentuar y desarrollar lo que es masculino en los hombres, lo que es femenino en las mujeres, lo que es humano en todos nosotros, lo que es divino en nosotros por don de Dios.
En un tiempo en que las funciones sexuales tradicionales han sido rechazadas e incluso criminalizadas por la sociedad secular, cuando el valor mismo de la humanidad está siendo cuestionado, la restauración de la adoración tradicional es todavía más importante para evitar la disforia de género, la misantropía, el aborto y otras enfermedades psicológicas que rara vez ocurrieron en sociedades sanas, si es que alguna vez ocurrieron, pero que ahora proliferan en un mundo occidental decadente apartado de la naturaleza y la gracia. Estas enfermedades pueden prevenirse con el correcto cuidado del alma. Son los grandes ritos litúrgicos de la tradición católica que sirven de marcos preventivos, vitaminas y curas. Incluso si estos ritos no fuesen suficientes en sí mismos para asegurar la salud, jamás tendremos salud en la Iglesia sin ellos.
Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original