Como era fácilmente previsible (si no, incluso, por descontado), el mensaje natalicio de Francisco reafirma, con puntual fidelidad a las declaraciones sincretistas de sus inmediatos predecesores, el valor pastoralmente prioritario del ecumenismo, que puede considerarse el soporte ideológico y la justificación operativa del descerebrado reformismo conciliar; el adjetivo al que se ha apenas recurrido no debe, de todos modos, permitir suponer que el creciente frenesí reformista patrocinado por los vértices de la Iglesia, en contra de claros e inequívocos documentos magisteriales, es fruto de iniciativas desorganizadas e incoherentes.
Es sabido que la praxis ecuménica, consagrada en sede definitiva por las recientes canonizaciones de los Papas que la habían promovido alegre y convencidamente, postula como dato positivamente conforme al diseño original del Creador la pluralidad y la coexistencia de las religiones, que deben converger gradualmente, en recíproca y solidaria comunión de intenciones, sosteniendo las aspiraciones de una humanidad anhelante del bienestar material y de la paz perpetua.
El utopismo subyacente a una perspectiva que niega la unicidad de la Revelación divina, desfavorable a una plena acogida de los presupuestos conciliadores del diálogo entre las diferentes culturas, constituye la versión “eclesial” del funesto relativismo masónico, condenado abundantemente con autorizada clarividencia por Pastores solícitos del bien de la Catolicidad.
Concediendo aunque sea una marginal plausabilidad a los falsos asuntos de la posición revocada, resulta completamente engañoso apelar a una seria y razonable defensa de la fe; la afirmación de su pretendida exclusividad respecto a las demás confesiones religiosas no podría ni siquiera de lejos compensar la perjudicial renuncia a los singulares beneficios desinteresadamente ocasionados por el inagotable fervor filantrópico a favor de individuos atontados por la cotidiana ración de politiquería democrática y de espectáculos demenciales.
Falsamente inducidos, por una patológica idiosincrasia, a considerar anacrónica la preservación de rígidos y saludables espectáculos entre la fúlgida transparencia de la Verdad y la obstinada persistencia del error, las autoridades de la neomodernista “Iglesia en salida”, pródiga de cordiales como escandalosos testimonios de humana simpatía por quien ha difundido y difunde los miasmas de la degradación moral y espiritual, están no pocas veces imbuidos de una mal disimulada vergüenza al definirse católicas; la profesión de una fe vinculada a la inmutabilidad de dogmas y de mandamientos no sujetos a caprichosas revisiones motivadas por la descompuesta persecución de improbables “signos de los tiempos”, se estrella violentamente con el escuálido minimalismo de un desafortunado “hospital de campaña” que, lejos de suministrar a las almas curas espiritualmente regeneradoras, acoge y vehicula las sulfúreas contaminaciones emanadas de las oscuras centrales del programático desorden mundial.
Ante las paroxísticas implosiones de una crisis que sacude la roca eclesial en proporciones incomparablemente más graves que las que connotaron los siglos precedentes, se pone y se impone una pregunta ineludible: si el Catolicismo debe despojarse de sus prerrogativas de única religión divinamente fundada para ceder a las apremiantes presiones de la inimica vis, que invoca su silencioso reflujo en los remolinos pantanosos de la confusión sincretista, ¿cómo se configura el papel decisivo recortado a sí misma por dicha Iglesia en imprudente descarrilamiento de las vías de la sana doctrina teológica y moral? Una valoración exenta de intenciones inútilmente polémicas y de fines vanamente justificatorios, obliga a reconocer que los actos y las declaraciones de Bergoglio dan un apoyo eficaz a la edificación de la babel masónica, rebautizada en términos eufemísticos “nuevo orden mundial”.
Descartando con apriorística suficiencia semejante conclusión, creemos que sería decididamente arduo explicar la objetiva convergencia de la política vaticana con las estrategias del mundialismo judeo-masónico; las frecuentes apelaciones de Francisco a un definitivo archivo de los “nacionalismos”; su imprudente propaganda en defensa de la inmigración, destinada a resolverse en una trágica burla tanto para los pueblos implicados en ella, como para Europa, predispuesta por sus ineptas y serviles democracias a padecer pasivamente sus fatales consecuencias, es el síntoma no desdeñable del divorcio desenvueltamente realizado por la jerarquía con respecto al derecho natural, que prescribe la salvaguardia de la identidad y de los confines territoriales de las naciones.
Se tienen de ello puntuales coincidencias en las comprometedoras reticencias manifestadas por ella en orden a la voluntad de los regímenes democráticos de desterrar la ley natural, que la Iglesia ha puesto siempre como condición preliminar para el cumplimiento de Su divino mandato.
Suenan al respecto reveladoras las expresiones dirigidas por Bergoglio al presidente de la República, que se distingue por su celoso compromiso dedicado a patrocinar la causa del instaurando “nuevo orden mundial” y a eliminar los márgenes de aleatoria soberanía de aquel supuesto Estado del que, en base a las meras convenciones constitucionales vigentes en Italia, es considerado jefe.
Atentando contra el fundamento normativo de la nación de “naturaleza humana”, la democracia coopera activamente en la normalización del desorden y reconduce a su propia engañosa y antijurídica legalidad la subversión de los preceptos divinos, ofendidos por asambleas descalificadas y que operan en aras de la pretendida “voluntad popular” y de sus astutos conductores.
Los pueblos, arrollados por los despiadados mecanismos de la globalización, aparecen como los resignados destinatarios de una vacía predicación filantrópica, que les deja el muy flaco consuelo de sentirse, según los auspicios del Papa actual, “hermanos en humanidad”.
Si esto ofrece una agradable cobertura sentimentalista a los proyectos diabólicos de los brujos del mundialismo, no sirve para colmar el vacío desolador causado por la renuncia de los hombres de Iglesia a profesar sin reticentes atenuaciones la absoluta y eterna verdad del Catolicismo.
La meditación espiritual sobre el valor profético de la victoria que San Miguel Arcángel obtuvo contra las potencias adversas a los planes del Altísimo debe ayudarnos a redescubrir la dimensión militante de la Fe, llamada – de manera vistosamente sujeta a la influencia de Satanás – a disipar la fuerza insidiosa e invasiva del “misterio de la iniquidad”.
Cruce Signatus
(Traducido por Marianus el eremita/Adelante la Fe)