Texto completo de la conferencia pronunciada por el Dr. Kwasniewski en Denver
Esta conferencia tuvo lugar en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de Littleton (Colorado) el 31 de julio de 2021. El video se puede encontrar en YouTube, pero en el texto que reproducimos a continuación figuran extensas notas que contienen mucha información importante. Lo que me propongo, sobre todo a raíz de Tradiciones custodes, es refutar a la avalancha de apologistas católicos que, aplicando fuera de contexto documentos magisteriales del mismo modo que hacen los protestantes con las cartas de San Pablo, sostienen que el Papa ejerce los poderes ejecutivo, legislativo y judicial sobre la liturgia. Yo, por el contrario, sostengo que la autoridad pontificia se ciñe a un contexto histórico en la Iglesia que condiciona y limita su legítimo ejercicio, y fundamenta además el derecho de los fieles a resistir frente a abusos considerables que vulneran costumbres inmemoriales y tradiciones venerables. Defendemos, en resumidas cuentas, los cimientos mismos del movimiento tradicionalista de la Iglesia Católica.
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La obligatoriedad de que el Papa se atenga a la Tradición como límite legislativo
Réplica a los apologistas ultramontanos
A lo largo de las décadas, los apologistas católicos han realizado una labor excelente, rebatiendo a muchos protestantes, mormones, testigos de Jehová y otras religiones raras por el estilo, y ayudado a numerosos judíos, musulmanes, ateos, agnósticos, neopaganos y miembros de las variopintas religiones falsas a conocer a Cristo y entrar en su Iglesia. Todos lo agradecemos en el alma, y esperamos que su labor en este sentido sea muy duradera.
Ahora bien, esos mismos apologistas no se desempeñan tan bien cuando se fijan en cuestiones intraeclesiales, en concreto en lo que se refiere a explicar la naturaleza, finalidad y límites de la infalibilidad del Papa. En casos así, no se les da mal justificar grandes textos como Humanae vitae, pues las enseñanzas de este documento se ajustan a la ley natural y la ley divina y a la Tradición de la Iglesia, y la misión del Sumo Pontífice es sostener todo ello, por mucha presión que tengan que enfrentar. Pero cuando el Papa toda decisiones estridentemente erróneas o enseña algo ambiguo, o que suene mal o sea materialmente erróneo, los pilla desprevenidos o faltos de argumentos. Entonces se ven tentados a no hacer caso del problema viéndolo como una embarazosa excepción, o a recurrir osadamente a un irreflexivo ultramontanismo, como si pudieran disimularlo por medio de palabrerías.
Hemos visto muchos ejemplos de este último problema desde la publicación del motu proprio Traditionis custodes. Cierto es que la mayoría de los comentaristas se pueden clasificar dentro de dos categorías más amplias: los progresistas que se regodean descaradamente de esos antipáticos tradicionalistas, y casi todos los demás, que consideran la decisión del Papa injustificada, malintencionada, provocadora, belicosa, no factible y –lo que constituye un pecado imperdonable después del Concilio– nada de pastoral. Pero hay un sector de supuestos apologistas que se han apresurado a grabar podcasts defendiendo el supuesto derecho del Papa a crear, derogar o modificar la liturgia según le venga en gana.
Esta conferencia no va a ser una crítica extensa de Traditionis custodes; a estas alturas se pueden encontrar en muchos sitios [1]. Lo que me propongo, por el contrario, es explicar cómo se ha podido llegar a un extremo tan absurdo de que un romano pontífice se atreva a arrinconar de un plumazo y relegar al olvido un patrimonio litúrgico más que milenario y a afirmar que los nuevos ritos inventados por una comisión a las órdenes de Pablo VI sean la «única lex orandi» o regla de oración de la Iglesia Católica. Así como el absurdo más grande aún de que haya apologistas católicos que lo defiendan y que defiendan su supuesto derecho a hacer tal cosa.
El error fundamental de esos apologistas es que, al igual que sus equivalentes adversarios protestantes, han caído en el error de recurrir a textos tomados fuera de contexto. En muchos casos, en vez de sola Scriptura es solo Papa; mientras que los calvinistas citan a San Pablo para justificar la fe sola, los papalistas citan un pronunciamiento conciliar que habla de la jurisdicción universal del Papa. En realidad, todos los polemistas (incluidos los tradicionalistas radicales) tienden a invocar citas fuera de contexto como si así se pudiera zanjar la cuestión, cuando lo cierto es que no hacen otra cosa que iniciar la controversia. Porque no hay que limitarse a citar un pasaje de las Escrituras, los Padres, los Doctores o el Magisterio; es preciso también entender cuándo, dónde, por qué y cómo se declaró tal cosa; es decir, el contexto. En algunos casos, está tan claro el texto que nos evita el trabajo pesado, pero otros son sutiles, parciales, sobreentendidos o dicen más de la cuenta, y es necesario encajarlos en su lugar, como los ladrillos al construir una pared. Lo que nos interesa es el muro, no ladrillos aislados que se hayan extraído de él [2].
Así, pues, a los apologistas les gusta mucho citar Pastor Aeternus del Concilio Vaticano (1870) al hablar de la jurisdicción del Sumo Pontífice:
Por ello enseñamos y declaramos que la Iglesia Romana, por disposición del Señor, posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata. A ella están obligados, los pastores y los fieles, de cualquier rito y dignidad, tanto singular como colectivamente, por deber de subordinación jerárquica y verdadera obediencia, y esto no sólo en materia de fe y costumbres, sino también en lo que concierne a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe (Pastor Aeternus, Cap.3, nº2).
Se apresuran a citar la encíclica Mediator Dei de Pío XII (1947):
«El Sumo Pontífice es el único que tiene derecho a reconocer y establecer cualquier costumbre cuando se trata del culto, a introducir y aprobar nuevos ritos y a cambiar los que estime deben ser cambiados» (nº74) [3]. El Código de Derecho Canónico de 1983 declara la «potestad suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia» (Canon 331). Como señala John Monaco, «dado que la administración de los Sacramentos es competencia de la disciplina de la Iglesia, no tiene nada de sorprendente que el derecho canónico asigne al Papa la labor de ordenar la sagrada liturgia (Can. 838 §2) y hasta le conceda autoridad para «aprobar o definir lo que se requiere para su validez» (Canon 841).
Hasta aquí sin problema. Pero dejar estas citas así es facilitar textos sin contexto.
Para empezar, la liturgia no se puede reducir a una cuestión de mera disciplina; siempre está relacionada con doctrinas que tienen que ver con la Fe y la moral según las ha profesado la Iglesia a lo largo de su historia y se ha expresado en el Magisterio de todos los tiempos[5]. El Papa no es un solista; forma parte de una orquesta, y la partitura que toca ya existía antes de que él llegara para ejercer el cargo; y con más razón cuanto más haya avanzado la historia.
En segundo lugar, la jurisdicción pontificia en materia de disciplina no se apoya en el aire; es parte integral del cargo que ejerce, cargo que posee una naturaleza, finalidad y deberes propios. La autoridad para introducir, eliminar o modificar ritos no es una especie de omnipotencia [occammista] que pueda prescindir de toda sensatez, bondad y justicia: hay circunstancias inherentes al pontificado que delimitan y condicionan la autoridad y dotan al ejercicio de dicho poder de autoridad o falta de autoridad [6]. De ahí que los historiadores puedan evaluar si un pontífice hizo un uso bueno o malo, prudente o imprudente, justo o injusto de su autoridad.
En tercer lugar, el mero hecho de que se afirme algo en un texto magisterial no es garantía de que esté expresado de la mejor manera posible, o de un modo que no se preste a malentendidos o interpretaciones erróneas. Encontramos un ejemplo elocuente de ello nada menos que en Mediator Dei: hay un momento en que Pío XII invierte el tradicional axioma lex orandi, lex credendi afirmando que la lex credendi debe determinar la lex orandi y que ahí está el motivo de que el Papa pueda modificar la liturgia a fin de que exprese con más claridad una doctrina determinada [7]. En cierto modo es verdad: lo que ya enseña la liturgia, aunque de un modo tácito o vago, puede cristalizar en una nueva observancia, como cuando en 1925 Pío XI introdujo la festividad de Cristo Rey. La Iglesia ya profesaba desde hacía tiempo la realeza de Cristo, que estaba presente a lo largo y ancho de la liturgia; lo que pasó fue que el Papa, en respuesta al secularismo moderno, quiso que la liturgia enseñara de forma más directa esa verdad[8]. Con todo, sería una falsedad afirmar que un pontífice tenga autoridad para expresar litúrgicamente lo primero que le venga a la cabeza, o cualquier ocurrencia teológica, como sería por ejemplo la institución de un domingo contra las armas, o eliminar de las lecturas todos los milagros para complacer a la crítica bíblica moderna, o aprobar la confección de casullas con los colores del arcoiris como símbolo de la inclusión del movimiento LGBT. Alguno se reirá con estos ejemplos y dirá que cosas así nunca llegarán a pasar, pero el único motivo de que pensemos así es que implícitamente reconocemos que el Papa no es el único que define principal o definitivamente la lex credendi ni la lex orandi [9].
Para entender la relación entre el pontificado y la legislación en materia litúrgica, hay que partir de una pregunta fundamental: ¿cuál es el deber del Papa para con la Tradición? Podemos encontrar una respuesta ejemplar en una temprana fuente medieval: la protestación de fe o juramento pontificio que aparece en el Liber diurnus romanorum pontificum, manual de fórmulas que se emplean en la cancillería pontificia, algunas de las cuales se remontan a San Gregorio Magno [10]. Si bien hay controversia en cuanto a la exacta utilización de este juramento por el cual un papa era investido de sus funciones, no cabe la menor duda de que refleja el sentir de la Cristiandad, en el sentido de que compendia los deberes del Sumo Pontífice, además del concepto que tenían los papas de sí mismos y de su manera de hablar y de comportarse. Es, por consiguiente, un valioso testimonio de lo que entendían nuestros antepasados de finales del primer milenio hasta principios del segundo. La obligación primordial de un nuevo pontífice, y la cualidad que más lo distingue, es –como bien sintetiza monseñor Athanasius Schneider– su inquebrantable fidelidad a la Tradición tal cómo se la habían transmitido sus predecesores. El juramento expresaba de modo específico la fidelidad a la lex credendi o norma de la Fe y la lex orandi o norma de la oración.
Según la fórmula, el Papa jura lo siguiente:
Yo (nombre), por misericordia de Dios diácono, elegido y futuro obispo por la gracia de Dios de esta Sede Apostólica, te juro, bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles (...) y a tu Santa Iglesia, que asumo hoy estas funciones para gobernar bajo tu amparo, y que observaré con todas mis fuerzas, hasta la muerte o hasta derramar mi sangre, la Fe recta y verdadera que habiéndoseme transmitido desde Cristo su autor por intermedio de tus sucesores y discípulos hasta mi insignificancia, encontré en tu Santa Iglesia. Con tu ayuda, soportaré con paciencia los tiempos difíciles. Conservaré el misterio de la Santísima Trinidad indivisa que es un solo Dios, así como la administración según la carne del Hijo unigénito de Dios, Nuestro Señor Jesucristo y los demás dogmas de la Iglesia de Dios, conforme al depósito de los concilios universales y las constituciones de los apostólicos pontífices y los escritos de los doctores más autorizados de la Iglesia; es decir, todo lo relativo a la corrección y ortodoxia de la Fe que nos transmitiste y que compartimos contigo; yo también mantendré inalterados en lo más mínimo los santos concilios ecuménicos (...), y predicaré cuanto predicaron y condenaré de corazón y de palabra cuanto condenaron; asimismo, confirmaré diligentemente y de todo corazón y mantendré intactos todos los decretos de los apostólicos pontífices que me precedieron, y todo cuanto promulgaron y confirmaron en sínodo e individualmente, con el mismo vigor con lo que lo establecieron mis antecesores, condenando con la misma autoridad toda doctrina y persona que ellos anatematizaran y rechazaran; mantendré incólume la disciplina y los ritos de la Iglesia tal como se me transmitieron mis predecesores [disciplinam et ritum Ecclesiae, sicut inueni et a sanctis predecessoribus meis traditum repperi, inlibatum custodire], y conservaré íntegras las propiedades de la Iglesia y me ocuparé de que sigan íntegras; no suprimiré ni alteraré nada de la Tradición que mis predecesores custodiaron y que recibí de ellos, no admitiendo tampoco la menor novedad; antes bien, la observaré y veneraré con todas mis fuerzas como verdadero discípulo y seguidor de mis antecesores. Si algo contraviniere la disciplina canónica, lo corregiré, y guardaré los sagrados cánones y constituciones de nuestros pontífices como mandamientos de Dios y del Cielo, sabiendo que en el Juicio Divino te habré de dar rigurosa cuenta de cuanto profeso; a ti, cuyo puesto ocupo por divina condescendencia y cuyas funciones ejerzo con ayuda de tu intercesión [11].
De modo parecido, en el siglo XIV el Concilio de Constanza (1414-1418)«se pronunció sobre el Papa como la primera persona en la Iglesia que está obligada por la Fe y que debe escrupulosamente velar por la integridad de la fe» [12]:
Dado que el Romano Pontífice ejerce el poder tan grande entre los mortales, es justo que se le vincule a todos los lazos indiscutibles de la fe y los ritos que deben ser observados con respecto a los sacramentos de la Iglesia.
De conformidad con la trigésimonovena sesión del Concilio de Constanza, el papa recién electo tiene que hacer un juramento de fe que incluía el siguiente pasaje:
Yo, N., pontífice electo, confieso con el corazón y la boca y hago profesión de fe ante Dios todopoderoso, cuya Iglesia me dispongo a gobernar asistido por Él, y al bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles, de que en tanto que esté en esta frágil vida creeré y sostendré firmemente la Fe católica conforme a la tradición apostólica y a los concilios generales y de otros santos padres (...) y conservaré esta Fe intacta e íntegra, y la confirmaré, defenderé y predicaré hasta la muerte y hasta derramar la última gota de mi sangre. Asimismo, obedeceré y observaré en todos los sentidos el rito de los Sacramentos de la Iglesia Católica que me han sido transmitidos. [13]
Estos textos no son curiosidades excepcionales. Reflejan el consenso en torno a la obligatoriedad de que el Papa se atenga a la Tradición, hasta el punto de que eminentes canonistas y teólogos llegaran a sostener que sería preciso resistir al pontífice que perjudicase una tradición o la fe de los cristianos que confiaran en ella.
El cardenal Juan de Torquemada (1388-1468) afirma que si un papa no cumple «el rito universal del culto» y «se aparta con pertinacia de la observancia de la Iglesia universal» puede «incurrir en cisma» y no se lo debe obedecer ni tolerar (non est sustinendus) [14]. Cayetano (1469-1534), el conocido cardenal comentarista de Santo Tomás, da el siguiente consejo: «Si un papa llegara a desgarrar el tejido de la Iglesia –por ejemplo, se negase a conferir cargos eclesiásticos salvo por dinero o a cambio de servicios (…) Es preciso denunciar siempre la simonía, aunque la cometa el Papa» [15]. Cayetano se refiere a la simonía, la compra o venta de cargos eclesiásticos, que evidentemente eran un problema serio en otros tiempos, pero dista mucho de ser el más grave de los pecados o de los problemas. Siendo objetivos, la imposición de una disciplina dañina, como por ejemplo lo sería la promulgación de una liturgia válida pero inadecuada e inauténtica, o un ataque a la integridad de la doctrina, es mucho más grave que la simonía. Francisco Suárez (1548-1617), por supuesto declara: «Si el Papa promulgase una orden contraria a las buenas costumbres, no hay que obedecerlo; si intentase hacer algo claramente contrario a la justicia y el bien común, sería lícito resistirle; si atacase por la fuerza, se lo podría enfrentar por la fuerza, dentro de la moderación que caracteriza una buena defensa»[16]. Suárez afirma además que el Papa puede ser cismático «en caso de que quisiera alterar todas las ceremonias de la Iglesia que se basan en la Tradición apostólica» [17]. (Obsérvese que dice «se basan», apostolica traditione firmatas; se refiere al edificio que se ha levantado sobre los orígenes apostólicos. Podría significar algo así como el Misal Romano de 1570.) El dominico Sylvester Prierias (1456-1523), que se destacó durante la respuesta inicial a Lutero, explica que si un papa destruye la Iglesia con malas acciones,
indudablemente pecaría. No debe permitírsele semejante conducta ni debe obedecérsele en lo que es malo; pero hay que resistirlo con una amonestación amable. (No tiene autoridad para destruir; por tanto, en caso de haber pruebas de que lo está haciendo, es lícito resistirlo. La consecuencia es que si el Papa destruye la Iglesia con sus órdenes y sus actos, es posible resistirlo y evitar que se cumplan sus órdenes. El derecho a resistir abiertamente los abusos de autoridad procede del derecho natural [18].
Francisco de Vitoria (1483-1546) dice igualmente: «Si con sus mandatos y sus actos un papa destruye la Iglesia, es posible resistirlo e impedir que se cumplan sus mandatos». San Roberto Belarmino (1542-1621):
Así como sería lícito resistir al Sumo Pontífice si atacase a una persona, igualmente sería lícito resistirlo si asaltara las almas, o causara quebraderos de cabeza al Estado, y muchos más males haría si intentase destruir la Iglesia. Reitero que sería lícito resistirlo absteniéndose de hacer lo que él dispone y poniendo trabas a la ejecución de su voluntad. De todos modos, no es lícito juzgarlo, castigarlo o ni siquiera deponerlo, porque es ni más ni menos que un superior[19].
Obsérvese –y esto es crucial– que todas estas autoridades dan por sentado que somos capaces de reconocer que el Papa agrede las almas o destruye la Iglesia en un momento determinado o con una norma concreta. Dicho de otro modo: el Sumo Pontífice no es el único juez capaz de dictaminar si ayuda o perjudica a la Iglesia, como si esperábamos que de un momento a otro anunciase: «Hermanos, como ahora estoy ayudando a la Iglesia es necesario que me obedezcáis en todo» o «ay de mí, que estoy haciendo daño a la Iglesia, así que me podéis resistir». La fe informada y la razón hacen también su parte para evaluar las palabras y acciones del Pontífice. Los fieles de Cristo no tienen por qué aceptar pasivamente los mandatos, decretos y actos del Papa; su obediencia es inteligente, libre y consciente.
Naturalmente, en circunstancias normales el católico debe dar por sentado lo mejor y obedecer y seguir de corazón; de ahí que para adoptar una postura diferente, y sobre todo de resistencia, tendría que verse obligado a ello. Pero incluso decir esto equivale a reconocer que es posible que un papa se comporte tan mal que se haga evidente que está perjudicando a la Iglesia y merece que se lo resista. En resumidas cuentas, el derecho a resistir un abuso de autoridad supone lógicamente el derecho a juzgar si algo constituye un abuso de autoridad [20]. Esta capacidad para saber reconocer un abuso es inseparable de la obligada y elogiable adherencia de los fieles a las costumbres inmemoriales y venerables tradiciones. Para que el sistema inmunitario de la Iglesia funcione en tiempos de crisis, tiene que haber católicos que no se dejen intimidar por las autoridades, ya sean seculares o eclesiásticas, al extremo de abandonar la tradición que se les transmitió. Eso fue ciertamente lo que hizo la primera generación de tradicionalistas a raíz de las reformas litúrgicas del Concilio [21].
Para comprender que la postura que defiendo no tiene nada de extravagante, tengamos en cuenta lo que dijo un insigne partidario de ello no hace mucho. En El espíritu de la liturgia ( ), Joseph Ratzinger escribe:
Después del Concilio Vaticano II se extendió la impresión de que el Papa, en realidad, lo podía hacer todo en materia litúrgica, sobre todo cuando actuaba con el respaldo de un concilio ecuménico. En último extremo, lo que ocurrió fue que la idea de la liturgia como algo que nos precede, y que no puede ser elaborada según el propio criterio, se perdió en la conciencia más difundida en Occidente. Pero, en realidad, el Concilio Vaticano I en modo alguno trató de definir al Papa como monarca absoluto, sino todo lo contrario, como el garante de la obediencia frente a la palabra revelada: su poder está ligado a la tradición de la fe, lo cual es aplicable también al campo de la liturgia. La liturgia no es elaborada por funcionarios. Incluso el Papa, ha de ser únicamente un servidor humilde que garantice su desarrollo adecuado y su integridad e identidad permanentes. (...) La autoridad del Papa no es ilimitada; está al servicio de la sagrada Tradición.
En su primera homilía como pontífice en San Juan de Letrán, Benedicto XVI retoma la cuestión:
El poder conferido por Cristo a Pedro y a sus sucesores es, en sentido absoluto, un mandato para servir. La potestad de enseñar, en la Iglesia, implica un compromiso al servicio de la obediencia a la fe. El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario: el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo (...) El Papa es consciente de que, en sus grandes decisiones, está unido a la gran comunidad de la fe de todos los tiempos, a las interpretaciones vinculantes surgidas a lo largo del camino de peregrinación de la Iglesia. Así, su poder no está por encima, sino al servicio de la palabra de Dios, y tiene la responsabilidad de hacer que esta Palabra siga estando presente en su grandeza y resonando en su pureza, de modo que no la alteren los continuos cambios de las modas.
Obsérvese que Ratzinger reconoce la libertad pontificia para obrar o no en conformidad con esta obligación; no es un autómata que siempre hace lo que se espera de él, sino alguien a quien se le ha conferido un solemne deber que debe cumplir para no hacer daño a la Iglesia.
Si tenemos este concepto tan verdaderamente católico del pontificado, que lo entiende como un cargo al servicio de un patrimonio sagrado que ha de ser recibido, salvaguardado, defendido, explicado y transmitido, de ello se sigue que es impensable abrogar unos ritos cuyo origen se remonta a tiempos inmemoriales. Cómo señaló Joseph Ratzinger en su discurso de 1998, conviene recordar lo que dijo el cardenal Newman: que en ningún momento de su historia ha abrogado ni prohibido la Iglesia ritos litúrgicos ortodoxos, lo cual sería bastante ajeno al espíritu de la Iglesia [23]. Esta conocida afirmación ya se vislumbra en germen en la carta a los obispos que acompañaba Summorum Pontificum: «Lo que generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser improvisamente totalmente prohibido o incluso perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo puesto. ». Recordemos la significativa observación que hizo el cardenal Ratzinger en una entrevista en 1996: «Cuando a una comunidad de fieles le dicen que aquello, que hasta entonces había sido verdadero y sagrado, en realidad era sólo una majadería, y por tanto se debe omitir, después, no parece muy conveniente decirle que es mejor volver a revivirlo. ¿Omitirán mañana lo que se permite hoy?» [24]
Como vimos hace un momento, Ratzinger invoca como testigo al cardenal Newman. Echemos un vistazo al pasaje en cuestión del gran catedrático de Oxford. En un sermón titulado Ceremonias de la Iglesia, San John Henry Newman explica que tan grande debe ser nuestra reverencia por los ritos heredados que el propio Señor y sus Apóstoles, en vez de instituir de novo la liturgia cristiana continuaron practicando los ritos judíos, que ellos desarrollaron y transformaron en los ritos apostólicos de la Misa, los Sacramentos, el Oficio Divino y las fórmulas de consagración y bendición:
Ciertamente, las cuestiones de fe nos las revela por inspiración, porque son sobrenaturales; ahora bien, en lo que se refiere a obligaciones morales, lo hace por medio de nuestra conciencia y la razón guiada por Él. Y por lo que respecta al rito [las formas de la oración], lo hace mediante la Tradición y la costumbre ancestral, que nos obliga a observarlo, aunque no lo mande la Escritura. (...) Las modalidades de la devoción son parte de la devoción. Mal amigo sería, por ejemplo, quien nos tratase mal, nos negara el alimento o nos encarcelase, y dijera luego que lo que maltrató no fue nuestro cuerpo sino nuestra alma. Del mismo modo, nadie puede respetar de veras la religión agraviando sus ritos. Admitiendo que los ritos no proceden directamente de Dios, su uso ancestral los ha hecho divinos para nosotros; porque el espíritu de la religión los ha empapado y vivificado hasta tal punto que su destrucción supone, con respecto a la muchedumbre de los hombres, trastornar y sacar de su sitio el principio mismo de la religión. La mayoría los identifica en tal medida con el concepto de la religión que no se puede eliminar a uno de los dos sin eliminar al otro. (...)
Los servicios y ordenanzas de la Iglesia son la forma externa en que se ha representado la religión ante el mundo durante siglos, y es como siempre la hemos conocido. Los lugares consagrados en honor de Dios, el clero apartado del mundo para servicio de Él, la observancia piadosa del domingo, el culto público, todo ello en conjunto, es relativamente sagrado para nosotros, aunque no estuviera --como lo está-- sancionado por Dios. El uso ancestral de ritos dispuestos por la Iglesia --pues la autoridad de la Iglesia procede de Cristo-- impide que sean abandonados sin que nuestras almas paguen las consecuencias. [25]
Comentando este pasaje, Wolfram Schrems señala:
La Iglesia nunca abroga oraciones cuyo uso ancestral ha santificado. (...) Es siempre un sacrilegio sumamente perjudicial para la Fe que se derogue un rito antiguo y santificado. San Pío V, cuya reforma tridentina del Misal fue de todo menos revolucionaria, declaró que a partir de aquel momento quedaban prohibidos todos los ritos de la Iglesia latina salvo los que tuvieran más de dos siglos de antigüedad. Pío V era conscientes de los límites de la autoridad pontificia. [26]
Cuando Ratzinger define lo que es un rito lo vincula inmediatamente a la Tradición, el contenido de la Fe y la transmisión (que es lo que significan traditio en latín y paradosis en griego):
El rito, esa forma de celebración y oración madurado en la fe y en la vida de la Iglesia, es una síntesis de la Tradición viva en que en su conjunto ese rito expresa la Fe y la oración, y con ello al mismo tiempo la hermandad de las distintas generaciones entre sí se convierte en algo que podemos vivir, en una confraternización con quienes han rezado antes de nosotros y habrán de rezar después. Por esa razón, el rito es un beneficio otorgado a la Iglesia, una forma viva de paradosis, de transmisión de la Tradición.[27]
Dicho de otra manera: una vez más, lex orandi, lex credendi, lex vivendi. El rito se va desarrollando con el tiempo en el seno de la Iglesia como expresión de lo que Ella es, lo que Ella cree, de cómo ora, y por tanto siempre se le da a la Iglesia a lo largo de los siglos. El Papa no puede ni debe interrumpir dicha transmisión ni desviarla; es un siervo de los siervos de Dios que contribuye a su fiel realización.
Por eso pudo el cardenal Ratzinger escribir estas contundentes palabras sobre lo que se torció en el postconcilio:
En su concreta implementación, la reforma litúrgica se ha ido distanciado cada vez más de sus orígenes. A consecuencia de ello no ha habido reavivamiento sino devastación. La liturgia, que era fruto de un desarrollo continuo, la han sustituido por una liturgia postiza. Han abandonado un proceso vital de crecimiento y desarrollo para reemplazarlo con algo artificial. No quisieron que continuara el desarrollo, la maduración orgánica de algo vivo a lo largo de los siglos, y como si fuera un producto fabricado en serie, lo canjearon por un producto falso y barato de pronta fecha de caducidad .[28]
Ratzinger era partidario de una reforma litúrgica gradual y prudente. Aunque siempre reconoció la validez sacramental del Novus Ordo, entendía la ruptura que había supuesto por culpa de un pontífice que, a diferencia de los cientos de papas que lo precedieron, no había cumplido como un hortelano y prefirió actuar como un mecánico o un fabricante, lo cual dio lugar a un rito litúrgico romano muy diferente a la tradición anterior. Por eso Benedicto XVI pudo hablar de dos formas y proponer su coexistencia; no imaginaba otro modo de que un papa pudiera hallar, de manera responsable, una solución a ese callejón sin salida que permitir que lo que él consideraba las virtudes de cada forma se beneficiasen o enriqueciesen mutuamente. Por muy rebuscada que fuera esta solución, es preciso señalar que se escogió (tal vez irónicamente) por ser la más coherente con un concepto tradicional del papado: el Papa, preocupado ante todo por transmitir lo que había recibido –¡aunque parte de ello fuera problemático!–, promueve unos procesos orgánicos graduales en vez de imponer reparaciones repentinas que corran el riesgo de desatar más adelante el caos.[29]
Yo diría que actualmente estamos en mejor situación para comprender por qué el primer y más fundamental error que cometen los apologistas del Papa es entender que la liturgia tiene ante todo un carácter disciplinario [30] y que su jurisdicción «inmediata y universal» lo dota de autoridad para cambiar cualquier cosa; excepto la forma de los sacramentos [31]. Con esa finalidad, pueden citar documentos fuera de contexto, pero al hacerlo los despojan del contexto de la verdadera Tradición, a la vez diacrónico y sincrónico, que fija los límites al ejercicio de dicha autoridad. Sebastian Morello lo explica con bastante lucidez:
El Gobierno existe para la salvaguarda de la sociedad y de su forma de vida, a fin de que la sociedad pueda lograr los fines para los que se constituyen las sociedades humanas; no es el creador de la sociedad. De igual manera, el Papa y los obispos tienen la misión de custodiar y transmitir la Tradición que les ha sido entregada (2Tes.2,15) y no deben repudiarla ni abrogarla, como tampoco inventarse una nueva versión. La Tradición de la Iglesia, tanto en creencia como en práctica, no es algo de su propiedad con lo que puedan obrar a su antojo. Las tradiciones de la Iglesia pertenecen a todos los fieles. Los obispos (el Papa entre ellos) son siervos y custodios de dicha Tradición. En ningún momento son dueños ni creadores de la doctrina, prácticas o vida litúrgica, sino que están encargados de defender y promulgar el legado religioso común de todos los fieles. Si los papas y los prelados tratasen a la Tradición de la Iglesia como algo de su propiedad con lo que pudieran hacer cuanto les viniera en gana, obligando al resto de los fieles a aceptarlo, incurrirían en el más crudo clericalismo [32].
Como reconoció John Henry Newman, la autoridad pontificia tiene sentido precisamente dentro del contexto de la común Tradición: cumple la evidente función de impedir la corrupción y resolver las dificultades que puedan surgir. No es un concepto vago y abstracto, sino la custodia de un depósito, que por encima de todo es el depósito revelado de la Fe, pero también un depósito de tradiciones y costumbres eclesiásticas que se han desarrollado juntamente con él y lo expresan y protegen. Esa totalidad le es confiada al Papa para que la salvaguarde y transmita. Ciertamente todos sabemos que de vez en cuando es posible y hasta deseable hacer algunos pequeños añadidos o modificaciones, pero el consenso general entre canonistas y teólogos es que esas alteraciones deben adaptarse armónicamente y respetar lo que ya está ahí.
Afirmar que sólo el Papa puede determinar cuándo y cómo ejercer su autoridad disciplinaria equivale a decir que es imposible que el Romano Pontífice pueda cometer un abuso contra ese depósito, o contra cualquiera o cualquier cosa. Es afirmar que tiene derechos pero no deberes; poderes pero no límites, sean éstos naturales, divinos o eclesiásticos. Quienes sostienen que el Papa tiene autoridad para abrogar o suprimir un rito que se remonta a tiempos inmemoriales y sustituirlo por otro de nueva planta demuestra que ha abandonado el catolicismo histórico confesional a cambio de una caricatura. Es una reductio ad absurdum del Papado que les hace el juego a los polemistas protestantes y ortodoxos que lo objetarían con sobrada razón [33].
Para dejar más claro el absurdo al que forzosamente quedaría reducido el catolicismo de resultas de las lógicas consecuencias de la postura hiperpapalista, estudiemos cuatro series de cuestiones que podrían plantearse [34].
1. ¿Puede el Papa eliminar porciones enteras de la Misa? Por ejemplo, decretar que consiste solamente en la de los fieles o en la Liturgia Eucarística, excluyendo la Misa de los Catecúmenos o la Liturgia de la Palabra.
2. ¿Qué competencia tiene el Romano Pontífice para alterar las fechas de las festividades y tiempos litúrgicos? ¿Puede cambiar la fecha de la Navidad? ¿Puede suprimir definitivamente Navidad o Pascua de Resurrección del calendario litúrgico? ¿O Cuaresma y Adviento?
3. ¿Está autorizado el Papa a alterar el rito bizantino mandando que se celebre sólo en latín (o en esperanto)? ¿Puede suprimir totalmente dicho rito? ¿U obligar a una Iglesia sui iuris que celebra según el rito bizantino a utilizar el rito armenio?
4. ¿Le está permitido al Sumo Pontífice crear de cero un rito litúrgico que no tenga precedente alguno? ¿Podría crear un rito amazónico que no tuviera la menor semejanza con el romano? ¿O trocar el rito de la Iglesia latina por el amazónico, o por ejemplo el bizantino? ¿Haría esa adopción que el rito bizantino fuera el romano por ser ni más ni menos el empleado en la Iglesia de Roma?
El papalista de estricta observancia tendría que responder afirmativamente a estas preguntas. La cuestión no es que el Papa haga tal cosa, sino si puede hacerla y si le está permitido. Y sólo hay dos posibilidades. O bien tiene atribuciones para hacerlo –podría promulgar un decreto con fuerza de ley– pero carece de autoridad moral para hacerlo, o no tiene en modo alguno atribuciones para hacerlo; podría promulgar un decreto válido en cuanto a procedimiento que legalmente, por su contenido (hipótesis contemplada por los iusnaturalistas), sería nulo. En el primer caso promulgaría un decreto válido en cuanto a procedimiento y legalmente vinculante que moralmente estaría mal; en el segundo, sería un acto sin efecto por faltar ratio legis [35]. En cualquier caso, la ley o apariencia de ley causaría un serio daño a la Iglesia y el legislador sería culpable de pecado grave [36]. Si es una ley mala, haríamos bien en rezar y ocuparnos en su derogación o modificación y en hacer lo posible por mitigar sus efectos; si es injusta, y no tiene por lo tanto validez, podríamos con todo derecho hacer caso omiso de ella e incumplir con toda libertad sus disposiciones.
Preguntas como las cuatro de más arriba nos ayudan a ver los límites implícitos y explícitos que hay antes de que un papa acceda al trono y los que son subyacentes trascienden su cargo. Las realidades litúrgicas son claras y concretas; constituyen la verdadera regla o normativa de la Iglesia. Por eso afirmó Massimo Viglione con toda razón:
De hecho, la lex orandi de la Iglesia no es un precepto de derecho positivo aprobado en votación por un parlamento ni decretado por un soberano, que siempre es pasible de derogación, alteración, sustitución o mejora o de ser reemplazado por otro peor. Es más, la lex orandi de la Iglesia no es un objeto concreto y determinado que ocupa un lugar en el tiempo y el espacio, por cuanto es el conjunto de normas teológicas y espirituales y de prácticas pastorales acumulados a lo largo de la historia de la Iglesia desde los tiempos del Evangelio --en concreto desde Pentecostés-- hasta hoy. Aunque su vigencia actual es evidente, hunde sus raíces en todo el pasado de la Iglesia. No nos referimos por consiguiente a algo humano --exclusivamente humano-- que el jefe de turno pueda cambiar según le venga en gana. La lex orandi abarca los veinte siglos de historia de la Iglesia, y ningún hombre ni grupo de hombres puede alterar ese depósito de dos mil años de antigüedad. No hay pontífice, concilio ni episcopado que pueda alterar el Evangelio, el Depósito de la Fe ni el Magisterio universal de la Iglesia. Como tampoco se puede efectuar un cambio radical en la liturgia se siempre [37].
No olvidemos algo que hoy en día nos deja estupefactos pero que no habría sorprendido a nadie a lo largo de casi toda la historia de la Iglesia: que la liturgia del rito latino de Occidente existió en una amplia gama de variedades durante 1500 años –quince siglos nada menos– antes de que un pontífice hiciera uso de su autoridad para codificar o definir un texto litúrgico. En respuesta a la revuelta protestante, S. Pío V tomó la grave iniciativa de fijar una edición definitiva o editio typica de un rito que se había celebrado durante muchos siglos y era una costumbre con autoridad. Lejos de inventar un misal a su gusto, como siguen diciendo algunos ignorantes, Pío V no pudo haber tomado una decisión más conservadora dadas las circunstancias: actuó precisamente para conservar la Tradición ante una ofensiva de los herejes con infinidad de innovaciones.
Uno de los más eminentes canonistas de la Iglesia Católica, que durante años fue el principal experto en derecho canónico de la Santa Sede, el cardenal Raymond Leo Burke, lo entiende de la misma manera en un pasaje que sintetiza todo lo que llevamos considerado:
¿Tiene autoridad el Romano Pontífice para abrogar jurídicamente el usus antiquor? La plenitud de poder (plenitudo potestatis) del Sumo Pontífice es la autoridad que necesita para defender y promover la doctrina y disciplina de la Iglesia. No es un poder absoluto que le permita alterar la doctrina o erradicar la disciplina litúrgica vigente en la Iglesia desde los tiempos de San Gregorio Magno e incluso antes. (...) Nuestro Señor, que nos dio el admirable regalo del usus antiquor, no permitirá que desaparezca de la vida de la Iglesia.
Es preciso recordar que desde el punto de vista teológico toda celebración válida de un sacramento, por el mero hecho de ser un sacramento, es también --y más allá de toda legislación eclesiástica-- un acto de culto y por lo tanto una profesión de fe. En ese sentido, no es posible suprimir el Misal Romano según el usus antiquor como expresión válida de la lex orandi y por consiguiente de la lex credendi de la Iglesia. Es una cuestión de la realidad objetiva de la Gracia divina que no se puede cambiar con un mero acto de la voluntad, ni siquiera por parte de la más alta autoridad eclesiástica [38].
Así pues, cuando los los apologistas dicen tan frescamente que el Papa puede cambiar la liturgia a su antojo, podemos interrumpirles para expresar cortésmente nuestro desacuerdo. El Papa, o cualquier otra autoridad dentro de la jerarquía, puede legislar en pro de la liturgia, es decir, en cuanto a las circunstancias de ésta, las ediciones impresas, los requisitos que deben observar los ministros del culto, etc; lo que no puede hacer es legislar en cuanto a la liturgia en sí. La plena potestad significa la autoridad para hacer todo lo que se pueda hacer dentro de los límites de la ley, no para hacer lo que le plazca al que la utiliza [39]. Si se acepta incondicionalmente que el Papa puede cambiar la liturgia a su antojo, la Tradición no significaría en esencia nada, lo cual no es –ni ha sido jamás– una postura católica, sino una opinión nominalista y voluntarista [40]. La norma católica la ha expresó magníficamente el P. John Hunwicke:
Uno de los pilares fundamentales de la Sagrada Tradición es, desde luego, la Sagrada Escritura. La Sagrada Tradición, cuya máxima manifestación se realiza día tras día en la liturgia. Nuestra mejor ama es la Sagrada Tradición. La máxima autoridad, por encima de la cual no hay ninguna otra en la vida de la casa de Dios. No puede subsistir la menor autoridad en disposiciones que pervierten la Sagrada Tradición [41].
* * *
No he explicado en detalle en estasconferencia las disposiciones concretas de Traditiones custodes ni la explicación que da Francisco de su decisión en la carta adjunta [42]. Pero todo el mundo está pensando en ello y por eso parece conveniente tratar el asunto más directamente.
El cardenal Walter Brandmüller ha escrito un breve artículo en el que señala que si una ley que no es acogida y aprobada, o sea, si en la práctica se deja de lado y no se cumple, la tradición canónica reconoce que le falta el pleno carácter q qde ley. Añade que hay situaciones en las que el derecho consuetudinario puede suspender la obligatoriedad de una ley nueva que lo contravenga; el derecho canónico contempla costumbres que hacen nulas las leyes que las contravienen. Por último, Su Eminencia nos recuerda que una ley dudosa no es vinculante. Dicho de otro modo: si la pertinencia, aplicabilidad o compatibilidad de esa ley con otras no es clara o presenta problemas, carece de fuerza de ley. Y sin duda es así con este motu proprio tan plagado de errores y canónicamente chapucero. Yo diría más; afirmaría que el motu proprio carece de valor legal. Vale decir que es ilícito o ilegítimo, porque se cimenta en numerosas falsedades demostrables y contiene contradicciones y ambigüedades que harían arbitraria e incierta su aplicación [43].
Admitiendo como hipótesis que el documento tiene fuerza legal (al menos en la medida en que es inteligible) y que sus disposiciones se ajustan a lo que puede promulgar un papa, todavía tendríamos el derecho y el deber de luchar por que sea revocado y de resistirlo por todos los medios a nuestro alcance. Pues seguiría siendo el acto tiránico del poder de un jerarca que se enseñorea de sus súbditos y los despoja de algo que les pertenece; es más, se propone acabar con una minoría en la Iglesia, del mismo modo que el Partido Comunista Chino, con el que el Vaticano tiene una alianza secreta, hace redadas de las minorías étnicas y religiosas y las interna en campamentos de reeducación para que aprendan a ser ciudadanos ejemplares de China.
¿Cómo hemos podido llegar al punto en que en vez de tener un papa que recibe, custodia, promueve y transmite la Tradición tenemos a uno que ha intentado declarar la guerra en todo el mundo a los católicos, los sacerdotes, los religiosos y los laicos que están haciendo lo que tienen que hacer? Es una pregunta muy compleja que habría que responder en otra conferencia, pero intentaré hacerlo en líneas generales. Hay dos causas principales.
La primera es lo que he dado en llamar espíritu del Concilio Vaticano I; fíjense bien que he dicho Vaticano I. Aquel concilio definió mínimamente la infalibilidad papal mientras hacía una amplia descripción de su singular posición como Vicario de Cristo en el cuerpo visible de la Iglesia en la Tierra. Por desgracia, en vez de aceptarse con moderación y entenderse en continuidad con el más pleno concepto de la relación del pontificado con la Tradición que he sintetizado en esta conferencia, la constitución Pastor Aeternus fue entendida por muchos como una aprobación de un hiperpapalismo que concentra toda autoridad, toda verdad, toda ley y la totalidad de la identidad católica en el cargo y en la persona misma del Papa, como si de él emanara hacia cualquier otra autoridad. Aunque los más rabiosos ultramontanos perdieron en el Concilio, su culto al Romano Pontífice no sólo sobrevivió sino que prosperó, y con el tiempo dio lugar al fenómeno de los papas mediáticos, que cuanto dicen y hacen es transmitido de inmediato a todo el mundo para un público ansioso de que lo guíe. Ello ha contribuido a debilitar el instinto católico de obtener las verdades de Fe a partir de una larga serie de fuentes: la Sagrada Escritura, la Sagrada Tradición, los monumentos de la Tradición eclesiástica (el mayor de ellos es la Sagrada Liturgia), los Padres y Doctores de la Iglesia, los grandes santos místicos y ascéticos y las devociones y costumbres populares. Es más, con una nueva especie de epistemología o teoría del conocimiento ha hecho que no accedamos tanto a la verdad mediante el ejercicio de la virtud de la fe y de la razón con relación a sus propios objetos, sino subyugando el intelecto y voluntad propios a los de una jerarquía superior, entendidos como único y suficiente patrón apara medir la fe. La obediencia entonces se reinterpreta como el acto de vaciarse de los propios conocimientos y criterios para sustituirlos por cualquier cosa, sin preguntar si armoniza con otras fuentes. Actualmente el catolicismo en sí consiste en la sumisión a una jerarquía, y tenemos en gran estima la virtud de la obediencia, pero como sabemos, corruptio optimi pessima: la corrupción de lo mejor es lo peor. Hay una sumisión buena y una sumisión mala, una verdadera y una falsa obediencia, y la diferencia puede ser como de la noche al día. Rara vez se hacen esas distinciones, porque todos estamos sometidos a la influencia de un concepto exageradamente jesuítico de la obediencia ciega (la culpa no es de San Ignacio de Loyola, cuyo nacimiento a la vida eterna celebramos hoy, sino de sus sucesores [44]). En consecuencia, hemos perdido un sensus catholicus más rico de las normas que gobiernan la vida y el pensamiento cristiano. Volviendo al ultramontanismo, observamos que en él confluyen varios factores: una tendencia cada vez mayor a imitar el absolutismo del estado moderno, junto con el fracaso de las estructuras legales subsidiarias intermedias y centros de gravedad culturales que hacían de contrapeso a una autoridad central y a las ideas monopolísticas[45]; una especie de clericalismo y triunfalismo que no es lo mismo que celebrar la dignidad del sacerdocio y el reinado de Cristo; y, como dije, un concepto jesuítico de obediencia ciega a la autoridad religiosa. Combinando todos estos factores, se termina creyendo que la Iglesia está gobernada por un monarca absoluto[46] que siempre tiene razón, cuya voluntad es ley y cuya autoridad sobrepasa sin límites la historia, costumbres, tradición o incluso enseñanzas magisteriales anteriores. Es el oráculo de Delfos, un dios mortal, una imagen de la omnipotencia divina, la síntesis de todo el catolicismo. Huelga decir que el Papa no es ni puede ser nada de eso[47].
La segunda causa de la crisis está en el modernismo, que apareció en la segunda mitad del siglo XIX, alcanzó su primer apogeo durante el pontificado de Pío X, y tras pasar a la clandestinidad, resurgió con más fuerza durante el de Pío XII, después del cual desembocó en el Concilio y ejerció una indiscutible influencia en la elaboración de sus documentos y en su puesta en práctica. Su programa de aggionrmento no sólo cobró una dimensión pastoral o práctica, cuya supuesta inocencia se podría tal vez aducir, sino también teológica, que luego se transformó en ideológica: la Iglesia se conformó a los ideales y valores del mundo liberal engendrados por la era de las revoluciones, en plena contravención de las condenas del Syllabus de errores de Pío IX[48]. Antes de Juan XXIII, los papas habían tenido una postura más o menos resueltamente antimodernista. Después de él, la situación se volvió más ambigua, confusa y anárquica; los pontífices daban unas de cal y otras de arena: unas veces corroboraban el Magisterio tradicional y otras parecían contradecirlo, o lo entremezclaban con ideas extrañas, condenándolo al silencio[49]. Ahora bien, con el papa Francisco hemos iniciado una nueva etapa en la que el modernismo está mezclado en mayor o menor medida con casi todo lo que él hace y dice; tampoco es difícil de demostrar. Como vemos, en el pontificado de Francisco las dos corrientes han confluido: en una persona se unen el espíritu del Concilio Vaticano I y el del Concilio Vaticano II; un concepto ultramontano del gobierno pontificio y una orientación teológica modernista[50]. Es una combinación verdaderamente monstruosa, y la prueba más difícil por la que ha tenido que pasar la Iglesia hasta ahora, aunque la mayoría de los católicos están tan locos por todo lo que sea moderno y tan deslumbrados por la autoridad pontificia que tienden a creer que sería peor que el Papa tuviera una amante o incurriera en simonía. Como me gusta recordarles a muchos, el papa Alejandro VI Borja, que tuvo al menos siete hijos de dos queridas que eran además casadas, y que prodigó cargos a parientes suyos, aunque cedió a la tentación de la lujuria y la ambición, en ningún momento se atrevió a tocar la liturgia católica; ni siquiera la moral que el mismo contravenía[51]. Por ejemplo, no suprimió textos litúrgicos que hablasen del pecado, el juicio, la muerte y la realidad del Infierno[52], o de la importancia de despreciar los bienes materiales y aspirar a los celestiales[53]. No declaró que estuviera mal la pena de muerte ni que los católicos divorciados y vueltos a casar por matrimonio civil pudieran recibir los sacramentos sin arrepentirse. Actos tan atroces contra la naturaleza, finalidad y límites del pontificado los cometerían Pablo VI y Francisco.
Habiendo mostrado esta tremenda perspectiva, tengo que poner punto final a la conferencia. ¿Cómo debemos responder los católicos a la situación francamente catastrófica que vivimos en la Iglesia? La solución es tan sencilla como antigua: ora et labora, rezar y trabajar. Fue así como los benedictinos y las monjas mantuvieron viva la llama de la fe en los tiempos oscuros de la alta Edad Media y sentaron las bases de la grandiosa época que siguió, en la que la Cristiandad alcanzó su cenit. Hemos acabado en una nueva edad oscura, pero debemos emplear los mismos medios que utilizaron ellos. En parte, nuestra labor consistirá en estudiar: es necesario que leamos libros, no sólo espirituales, que nos ayuden a entender, a pensar con claridad, a actuar debidamente y a dar buenas explicaciones. No todos están llamados a ser eruditos, pero sí que pueden todos reservar un tiempo cada día para leer diez o veinte páginas. Recomiendo en particular cuatro libros que tratan del tema del que estoy hablando.
1. Monseñor Athanasius Schneider, Christus vincit: el triunfo de Cristo sobre la oscuridad de la Iglesia. Cuando me preguntan qué libro recomiendo para entender la crisis actual de la Iglesia, cómo se ha producido y cómo podemos salir de ella, siempre aconsejo éste. Escrito con la claridad, fortaleza, suavidad de maneras y ortodoxia por las que es conocido monseñor Schneider.
2. Roberto de Mattei, Love for the Papacy and Filial Resistance to the Pope in the History of the Church. Es necesario conocer los momentos de la historia en que los pontífices causaron graves trastornos en materia de doctrina o por falta de prudencia y fueron legítimamente resistidos por miembros de la Iglesia. Resulta consolador y a la vez fortalece y galvaniza saber que existen precedentes de dicha fortaleza y cómo se manifestaban. La Divina Providencia hace que en el momento preciso entren en escena las personas indicadas.
3. Defending the Faith Against Present Heresies, de John Lamont y Claudio Pierantoni. La mejor crítica en un solo tomo de la teología y el gobierno de la Iglesia de Bergoglio. Como dije, el contexto es vital para entender, y este libro proporciona un contexto amplio y completo para captar el significado y función de Traditiones custodes.
4. Y para terminar, Are Canonizations Infallible? Revisiting a Disputed Question. Muchos católicos tradicionalistas han visto con desagrado la fulminante canonización de los tres papas conciliares, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II. Esta compilación de textos hace una excelente introducción de la historia de las canonizaciones, las modificaciones hechas al proceso de canonización en varios momentos de la historia, la naturaleza y objeto de la infalibilidad pontificia y, finalmente, los motivos que inducen a poner en duda la infalibilidad de una canonización. Dicho de otro modo: que algunas canonizaciones pueden haber sido erróneas y a los católicos les está permitido asumir esta postura.
¿Qué se puede hacer, entonces? Me gustaría hacerme eco de una reciente declaración del Dr. Joseph Shaw: «La mejor manera de responder a Traditiones custodes es seguir adelante con la labor de restauración» por todos los medios a nuestro alcance. Shaw habla a continuación de la preparación de los acólitos y de la costura de las vestiduras sacras usadas.
Ahora y siempre, conservemos la Fe. Enseñemos la Fe. Vivamos la Fe con amor y entusiasmo. Y Dios se ocupará de todo lo demás.
NOTAS:
[1] Véanse los siguiente añadidos en New Liturgical Movement: Roundup of Major Reactions toTraditionis Custodes, 22 de julio; Continuing the List of Articles on Traditionis Custodes, 23 de julio; Further Articles on the Motu Proprio Traditionis Custodes, 28 de Julio.
[2] Para más información sobre el tema, ver mi artículo Sun, Moon, and Stars: Tradition for the Saints,”OnePeterFive, 3de febrero de 2021.
[3] Vale la pena señalar que el sentido de la palabra ritus no es tan evidente; es más, destaca por su ambigüedad: lo mismo puede significar una ceremonia concreta («el rito de la comunión» puede referirse, por ejemplo, a la manera en que se distribuye, v.g. bajo una o bajo las dos especies) que la totalidad de la liturgia («el rito de la Misa» o «el rito del Bautismo», es decir, la totalidad con todos sus elementos), que un rito completo con sus diversas liturgias (el Rito Romano, el Rito Bizantino), o un uso particular de un rito determinado (el Rito Bizantino). Pío XII no habría querido decir: «Puedo inventarme un rito pacelliano equiparable a la liturgia de San Juan Crisóstomo y la Misa Romana»sino algo así como «la suprema autoridad de la Iglesia puede retirar el cáliz de los que no son celebrantes». En ese caso, ¿no tendría una autoridad equivalente un patriarca sobre la iglesia de su rito?
[4] John A. Monaco, Was the Sacred Liturgy made for the pope, or the pope for the Sacred Liturgy?, Catholic World Report, July 28, 2021.
[5] Todas las autoridades concuerdan en que la litúrgica es un locus theologicus en sí. Esto denota que no se trata meramente de un producto de la labor de una comisión de cuatro teólogos que cuenta con el aval de la autoridad legislativa de la Iglesia.
[6] Fr. John Hunwicke, Does Traditionis Custodes possess Auctoritas?, Fr Hunwicke’s Mutual Enrichment, 17 de julio de 2021. Es conocido el argumento de Guillermo de Ockam de que no hay que tender que la omnipotencia divina esté limitada por compromisos lógicamente previos de lo que debe Dios a su propia bondad o a la naturaleza de sus criaturas conforme a sus sabios designios. En mi artículo William of Ockham and the Metaphysical Roots of Natural Law, The Aquinas Review (2004), 1–84 (aquí) encontrarán una exposición más detallada.
[7] Hay un análisis de la formula plana: Fr. Christopher Smith, en Liturgy in the Twenty-First Century: Contemporary Issues and Perspectives, ed. Alcuin Reid (London/New York: Bloomsbury, 2016), 260–86. El P. Smith cita a Aidan Kavanaugh: «Invirtiendo el aforismo, si la norma de culto de subordina a la de la fe, la dialéctica de la Revelación se hace añicos (…) La ley de la fe no constituye la ley de culto. Los credos y los razonamientos que dieron lugar a ellos no son las fuerzas que produjeron el Bautismo. Del Bautismo surgió la doctrina de la Trinidad. Del mismo modo, la Eucaristía produjo pero no fue producida por un texto de las Escrituras, la oración eucarística, ni ninguna de las teorías que explican la Presencia Real. Influida, sí; constituida o producida por ella, no» (261-262).
[8] De hecho, la falsedad en potencia de la reformulación de Pío XII terminó actualizada por la deconstrucción y reconstrucción que hizo Pablo VI de la fiesta de Cristo Rey. V. Michael P. Foley, A Reflection on the Fate of the Feast of Christ the King, New Liturgical Movement, 21 de octubre de 2020; ídem, The Orations of the Feast of Christ the King, New Liturgical Movement, 23 de octubre de 2020; Peter Kwasniewski, Should the Feast of Christ the King Be Celebrated in October or November?, Rorate Caeli, 22 de octubre de 2014, Between Christ the King and ‘We Have No King But Caesar, OnePeterFive, 25 de octubre de 2020.
[9] Ante la objeción de que el Papa no podría efectuar cambios de ese calibre porque no podría enseñar las doctrinas en que se basan, yo señalaría que los tres ejemplos que puse no deben entenderse necesariamente en el sentido de que expresen herejías: que alguien se oponga a la posesión de armas no quiere decir que considere inmoral la legítima defensa; suprimir los milagros de las lecturas no significa en sí negar su autenticidad o la inspiración divina del pasaje; proponer que determinados pecadores asistan a Misa no equivale forzosamente a apoyar su forma de vida, aunque estas tres cosas supongan errores y los promuevan. El carácter absurdo de esas innovaciones pontificias no sería exclusivamente doctrinal, sino también litúrgico, teológico y moral.
[10] Al contrario de lo que algunos han afirmado, este juramento pontificio es auténtico, no obstante lo cual por internet circulan muchas versiones apócrifas. Existen dos ediciones críticas modernas del Liber diurnus, una publicada en 1869 por Marie Louise Eugène Thomas de Rozière, y otra de 1889 publicada por Theodor E. von Sickel. Según cuenta Sickel, las tres versiones que nos han llegado (la vaticana, la Clermont y los manuscritos de Milán; en 1958 Hans Foerster publicó ediciones diplomáticas de las tres) muestran su desarrollo durante el reinado de Adriano I (finales del siglo VIII y principios del IX). El juramento del Papa es la fórmula 83, y aunque Gottfried Buschbell alegó en 1896 que no ha vuelto a emplearse desde 787, Francis Dvornik hace en su libro de 1948 sobre el cisma de Focio un magnífico alegato de su utilización en el siglo XI, cuando el cardenal Deusdedit escribió una compilación de derecho canónico que contiene el mencionado juramento. Parece ser que dejó de utilizarse poco después del siglo IX; es inevitable la tentación de relacionar su caída en desuso con las ideas de ampliación de la autoridad pontificia que sostenían Gregorio VII y sus sucesores reformistas.
[11] Traducido por Gerhard Eger y Zachary Thomas a partir del manuscrito vaticano y editado por Hans Foerster (1958, pp. 145–48). El texto latino completo con las notas se puede ver en I Shall Keep Inviolate the Discipline and Ritual of the Church’: The Early Mediæval Papal Oath, Canticum Salomonis, 31 de julio de 2021.
[12] V. Athanasius Schneider, Sobre la cuestión de un papa herético, Adelante la Fe, 20 de marzo de 2019.
[13] Este texto y los precedentes corresponden a la sesión 39 del Concilio de Constanza, que se celebró 9 de octubre de 1497 y fue posteriormente ratificado por Martín V y Eugenio IV con caveat implícito o explícito (citando al último «absque tamen præjudicio juris dignitatis et præeminentiæ Sedis Apostolicæ» (V. The Council of Constance; cf. T. Shahan, s.v. Council of Constance, in The Catholic Encyclopedia [Nueva York: Robert Appleton Company, 1908]). Aunque el texto de este juramento se copió de uno fraudulento atribuido a Bonifacio VIII, no deja de expresar una actitud propiamente católica hacia el Papado, y más en una época en que todo el mundo se escandalizaba por un cargo que en la práctica no garantizaba la unidad de la fe y el gobierno. Véase Phillip H. Stump, The Reforms of the Council of Constance (1414–1418) (Leiden: Brill, 1994), 115 (cita: ). Que yo cite pasajes aprobados de Constanza no se debe interpretar en modo alguno como una velada insinuación de que sea conciliarista, pues soy tan contrario al conciliarismo como al hiperpapalismo. En un ecosistema saludable, todos los organismos dependen de que cada uno haga su parte y ocupe su puesto. Cuando una especie se vuelve invasora o se introduce una extraña, todo el ecosistema sale perjudicado.
[14] Summa de ecclesia, lib. IV, pars Ia, cap. xi, § Secundo sic (fol. 196v de la edición romana de 1489, p. 552 de la salmantina de 1560 y p. 369v de la veneciana de 1561). El texto latino completo se puede ver en Beyond Summorum Pontificum: The Work of Retrieving the Tridentine Heritage’: Full Text of Dr. Kwasniewski’s Roman Forum Lecture, Rorate Caeli, 14 de julio de 2021, nota 13.
[15] Cayetano, De Comparatione Auctoritatis Papae et Concilii. Un ejemplo notable de oposición a una orden del Papa se puede ver en la reseña que hace Paul Casy de lo que hizo Robert Grosseteste, en Can a Catholic Ever Disobey a Pope?, OnePeterFive, 17 de julio de 2020.
[16] Suárez, De Fide, disp. X, sect. VI, n. 16; De Fide, disp. X, sec VI, nº 16. Compárese con esta declaración de la HSSPX del 19 de julio de 2021: «La Misa Tradicional es parte integral de lo más íntimo del bien común de la Iglesia. fijarle límites, acorralarla en guetos y, en últimas, planificar su desaparición, no puede tener la menor legitimidad. Esta ley no es una ley de la Iglesia, porque, como dice Santo Tomás, una ley contraria al bien común no es válida» (From Summorum Pontificum to Traditionis Custodes, or From the Reserve to the Zoo).
[17] De Caritate, disp. XII, sect. 1: «Si nollet tenere cum toto Ecclesiae corpore unionem et conjunctionem quam debet, ut si tentaret totam Ecclesiam excommunicare, aut si vellet omnes ecclesiasticas caeremonias apostolica traditione firmatas evertere.» Es importante destacar que en lo referente a los elementos más antiguos de los ritos, con harta frecuencia no tenemos forma de saber (y puede que nunca lo lleguemos a saber) cuál de ellos es una mera institución humana y cuál no; ello hace que sea más vital todavía no eliminarlos.
[18] Prieras, Dialogus de Potestate Papae, citado por Francisco de Vitoria, Obras, pp. 486–87. Un buen estudio sobre este tema de la doctrina católica se puede ver en José Antonio Ureta, The Faithful Are Fully Entitled to Defend Themselves Against Liturgical Aggression—Even When It Comes From the Pope, The American Society for the Defense of Tradition, Family and Property, July 25, 2021. Véase también el excelente apéndice II, The Right to Resist an Abuse of Power, en Michael Davies, Apologia pro Marcel Lefebvre (Kansas City: Angelus Press, 1979, repr. 2020), 379–419.
[19] Belarmino, De Romano Pontifice, libro 2, Ch. 29, séptima respuesta. En este caso juzgar significa llevar a juicio o emitir una sentencia formal; es evidente que no excluye un juicio de sus palabras o de sus actos.
[20] Tampoco se puede excluir como si fuera un juicio privado protestante. El juicio privado consiste más bien en afirmar ser el árbitro definitivo de lo que dice la Palabra de Dios. Un papa no afirma ser dicho árbitro incontestable a no ser que haga una declaración ex cathedra y lance un anatema contra quien se niegue a aceptarlo como parte del depósito de la Fe, o a menos que enseñe una cuestión de fe y costumbres que pertenezca al Magisterio universal ordinario. En este caso, con decisiones y normas disciplinarias pontificias, no salimos de la esfera de cuestiones prácticas y de prudencia que pueden ser evaluadas por todos los afectados, en las que la opinión personal y la voluntad del Sumo Pontífice no es garantía de innerrancia, ni siquiera de honradez.
[21] V. mi artículo It’s Time to Imitate Our Forefathers: Never Give Up!, OnePeterFive, July 28, 2021.
[22] Homilía de la Misa inaugural como obispo de Roma (7 de mayo de 2005):
[23] Cardenal Joseph Ratzinger, Diez años del motu proprio Ecclesia Dei. Conferencia pronunciada en el Ergife Palace Hotel, Roma, 24 de octubre de 1998.
[24] Joseph Ratzinger, La sal de la tierra, (San Francisco: Ignatius Press, 1996), 176–77.
[25] Habrá quien objete que cuando Newman dijo esto todavía era anglicano. Sin embargo, la verdad que expresa no está ligada concretamente al anglicanismo; es parte del patrimonio común católico que Newman reconoció en un principio y más tarde siguió hasta encontrar sus raíces y su casa en la Iglesia Católica, cuya tradición litúrgica elogió con tanta elocuencia. Ver mis artículos St. John Henry Newman, the Traditionalist, parte 1 and parte 2, publicados en New Liturgical Movement el 14 y el 21 de octubre de 2019.
[26] Wolfram Schrems, The Council’s Constitution on the Liturgy: Reform or Revolution?, conferencia pronunciada en Viena el 2 de abril de 2017 y publicada en Rorate Caeli el 3 de mayo de 2018.
[27] Alcuin Reid, The Organic Development of the Liturgy, segunda ed. (San Francisco: Ignatius Press, 2005), Prefacio, 11.
[28] La cita original es de un artículo aparecido en la revista alemana Theologisches, febrero de 1990, 103-4. Se refiere a la contribución de Ratzinger al libro Simandron—Der Wachklopfer. Gedenkschrift für Klaus Gamber (1919–1989) (V. http://www.theologisches.net/files/20_Nr.2.pdf).
[29] Como deja claro Traditionis custodes, el papa Francisco no tiene el mismo concepto del papado, la misma paciencia ni la misma confianza en la capacidad del santo pueblo de Dios de sentirse atraído hacia lo sagrado y grandioso, lo tradicional. Una mirada más crítica a Summorum Pontificum se puede encontrar en mi conferencia Beyond Summorum Pontificum: The Work of Retrieving the Tridentine Heritage, Rorate Caeli, 14 de julio de 2021.
[30] La cita del cardenal Burke, algo más adelante, lo dejará más claro: un acto litúrgico es una profesión de fe y un ejercicio de la virtud de la religión. Por eso no es posible disociar la normativa litúrgica de la doctrina dogmática de la Iglesia ni de su habitual ejercicio de justicia para con Dios (que tiene fundamentos antropológicos).
[31] Como ha señalado Tracey Rowland, un problema más fundamental es que ni entonces ni ahora ha desarrollado la Iglesia un lenguaje teológico adecuado para hablar de cultura. Hay ley (podemos entender la liturgia como una disciplina) y sacramentología (podemos hablar, por ejemplo, de la validez de los sacramentos), pero por alguna razón no hemos llegado a saber algo que los canonistas y teólogos de otros tiempos daban por sentado: la sacralidad de la costumbre heredada como elemento constituyente de la vida católica.
[32] Sebastian Morello, Reflections on Pope Francis’s Motu Proprio Traditionis Custodes, The European Conservative, 21 de julio de 2021.
[33] En aras de la precisión habría que distinguir entre el acto de crear e imponer a casi todo el mundo un rito diferente del patrimonial (lo cual ya estaría bastante mal y constituiría violencia) y derogar o abrogar un rito litúrgico de origen inmemorial (lo cual es mucho peor). Fueran cuales fueran sus intenciones, Pablo VI hizo lo primero, no lo último. San Pío V, San Juan Henry Newman y Joseph Ratzinger concuerdan en que no sería fácil abrogar una tradición litúrgica que se remonta a tiempos inmemoriales, y que la Iglesia nunca ha hecho tal cosa; ni siquiera Traditionis custedes intenta hacerlo directamente. ¿Podemos deducir que en principio es imposible? Yo diría que sí.
[34] Estas preguntas fueron inspiradas la lectura de Some Questions on Traditionis Custodes, de John A. Monacho, OnePeterFive, 20 de julio de 2021.
[35] V. la Summa Theologiae de Santo Tomás I-II, q. 96, a. 4: «Las leyes injustas no son leyes sino actos violentos. Porque, como dice San Agustín (De Lib. Arb. i, 5), «una ley que no es justa no parece ley”. De ahí que leyes así no sean vinculantes en conciencia».
[36] Como nos recordó hace poco el P. Zuhlsdorf, Karl Rahner (Studies in Modern Theology [Herder, 1965],) habló precisamente de esa posible situación: «Supongamos que el Papa, como pastor supremo de la Iglesia, decretase que todas las iglesias uniatas de Oriente Medio abandonaran su liturgia oriental para adoptar el rito latino. (…) El Papa no se excedería de las atribuciones que le confiere su primado jurisdiccional, y el decreto tendría validez legal. Pero también podemos plantear una cuestión muy diferente. ¿Sería moralmente lícito para el Papa promulgar semejante decreto? Cualquier persona con dos dedos de frente y todo verdadero cristiano tendrían que responder negativamente. El confesor del Papa tendría que decirle que en el caso concreto de la Iglesia actual, un decreto así, a pesar de su validez, constituiría subjetiva y objetivamente una grave ofensa moral a la caridad, a la unidad de la Iglesia rectamente entendida (que no exige uniformidad), contra la posible reunificación de las iglesias Ortodoxa y Católica Romana, etc., además de un pecado mortal del que el Sumo Pontífice sólo podría ser absuelto si lo revocara.
»A partir de este ejemplo podemos captar el quid de la cuestión. Por supuesto, se puede desarrollar de modo más fundamental y abstracto en forma de demostración teológica:
»1. El ejercicio del primado de jurisdicción del Papa, por muy legal que sea, sigue sujeto a unas normas morales que no se cumplen necesariamente por el mero hecho de que un acto de jurisdicción sea legal. Incluso un acto de jurisdicción que sea legalmente vinculante puede vulnerar principios morales.
»2. Señalar la posible infracción de las normas morales por parte de un acto que está obligado a respetarlas, y protestar contra dicha infracción, no significa negar ni poner en tela de juicio la competencia jurídica del titular de la jurisdicción».
[37] See They Will Throw You out of the Synagogues’ (Jn 16:2): The Hermeneutic of Cain’s Envy against Abel, Rorate Caeli, 23 de julio de 2021.
[38] V. Statement on the Motu Proprio Traditionis Custodes. De forma parecida, Martin Mosebach escribe: «El papa Benedicto no permitió la Misa de antes ni concedió privilegio alguno para celebrarla. Dicho de otro modo: no tomó una medida disciplinaria que un sucesor suyo puede revocar. Lo novedoso y sorprendente de Summorum Pontificum fue que declaraba que no hacía falta permiso alguno para celebrar la Misa de siempre. Jamás ha estado prohibida porque jamás se podría prohibir. Podríamos afirmar, en conclusión, que en este caso encontramos un límite insuperable a la autoridad pontificia. La Tradición está por encima del Papa. La Misa de siempre, que hunde profundamente sus raíces en el primer milenio cristiano, es una cuestión de principio que la autoridad pontificia no puede prohibir. Muchas disposiciones del motu propio de Benedicto se pueden desechar o modificar, pero su decisión magisterial no se puede revocar así como así. El papa Francisco no intenta hacerlo; lo pasa por alto. Sigue en pie después del 16 de julio de 2021 reconociendo la autoridad de la Tradición por la que todo sacerdote tiene derecho a celebrar el nunca prohibido rito antiguo». (Mass and Memory, First Things, July 30, 2021).
[39] «En el Concilio Vaticano I, la idea de que el Papa pudiera gobernar arbitrariamente la Iglesia fue desechada como absurda por la mayor parte de los padres. El P. Cuthbert Butler, historiador del Concilio Vaticano I, cuenta que cuando Verot, obispo de Savannah (EE.UU.) propuso un canon que decía: «Si alguno dijere que la autoridad del Papa en la Iglesia es tan plena que puede disponer de todo por puro capricho, sea anatema», la respuesta fue que los padres conciliares no se habían reunido en Roma para hablar de payasadas (Geoffrey Hull,The Banished Heart: Origins of Heteropraxis in the Catholic Church [London: T&T Clark, 2010], 148).
[40] Se puede encontrar una exposición detallada de por qué ésta no es ni puede ser una postura católica, sino anticatólica en Fr. Chad Ripperger, The Binding Force of Tradition (n.p.: Sensus Traditionis Press, 2013) and Topics on Tradition (n.p.: Sensus Traditionis Press, 2013); Roberto de Mattei, Apologia for Tradition. A defense of Tradition grounded in the historical context of the Faith (Kansas City, MO: Angelus Press, 2019).
[41] Traditionis Custodes, Fr Hunwicke’s Mutual Enrichment, 16 de julio de 2021.
[42] Ver la entrevista que concedí a The Remnant el pasado 21 de julio y mi entrevista con Cameron O’Hearn.
[43] Given its foundational falsehoods, does Traditionis Custodes lack juridical standing?, LifeSite News, 20 de julio de 2021.
[44] V. John Lamont, Tyranny and sexual abuse in the Catholic Church: A Jesuit tragedy, Rorate Caeli, 27 de octubre de 2018.
[45] V. Bronwen McShea, Bishops Unbound, First Things, enero de 2019.
[46] Al contrario de la interpretación del Concilio Vaticano I que el propio Pío IX confirmó a algunas partes interesadas.
[47] Para más detalles, V. My Journey from Ultramontanism to Catholicism, Catholic Family News, 4 de febrero de 2021.
[48] Todos conocemos bien el comentario de Joseph Ratzingre de que Gaudium et spes representa el antisyllabus, así como su afirmación en el célebre discurso de Navidad de 2005 sobre la hermenéutica de la continuidad de que a veces la Iglesia tiene que repudiar ciertas doctrinas para mantenerse fiel a otras más fundamentales.
[49] V. mi conferencia Modernism: History, Method, Mentality, en www.ApostasyConference.com/Lifetime.
[50] Digo orientación teológica porque es difícil ver a Francisco como teólogo; él es más bien producto de los grandes modernistas que vinieron mucho antes, y cuyas ideas repite de forma incoherente. Parece ser también que le falta un concepto del papado como el que tenía Pío IX, porque se niega a ponerse las vestiduras pontificias, no para de hablar de sinodalidad y se presenta más como un administrador que como un gobernante (por lo que Traditionis custodes llama la atención por su generalizado empleo de las prerrogativas pontificias); no obstante todo ello, aquellos a quienes es útil lo tratan como a un monarca absoluto, y él lo sabe de sobra. En el fondo, lo que la sinodalidad tiene que aprobar es la manera que él tiene de ver las cosas, lo cual hace que siga siendo el mandamás por encima de todo. Se trata de una versión más confusa del ultramontanismo que la de los pontificados anteriores, pero sería inimaginable sin ella; además, su capacidad para hacer daño es proporcional a la persistencia en el imaginario colectivo de su errado concepto de la autoridad pontificia. Algo parecido sucedió con Pablo VI: no aplicó disciplina a quienes disentían de Humanae vitae y no se atrevió a intentar abrogar la Misa de siempre, pero los ultramontanistas congregados a su alrededor lo trataban como a un monarca absoluto, y la liturgia fue un terreno en el que ejerció de forma atípica su autoridad.
[51] Al parecer, Alejandro VI tuvo más concubinas e hijos de los aquí mencionados, pero los historiadores no han podido especificar todos los detalles.
[52] V. entre otros la obra de Pristas, Cekada, Bianchi y Fiedrowicz.
[53] V. Daniel van Slyke, “Despicere mundum et terrena: A Spiritual and Liturgical Motif in the Missale Romanum,” Usus Antiquior: A Journal Dedicated to the Sacred Liturgy, 1.1 (2010): 59–81,https://doi.org/10.1179/175789409X12519068630063.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)