¿La «oración del papagayo»?

En su misa matutina de la capilla Santa Marta del 4 de abril reciente, con la presencia del  Presidente de la República Italiana Sergio Mattarella, que participó privadamente, el Obispo de Roma tomó el argumento de la «oración de intercesión», y entre otros conceptos dijo éste: «Alguno dice: “Reza porque tienes este problema, aquel otro…”. “Sí, sí, digo dos Padrenuestros dos Ave Marías, y me olvido…”.  No, la oración del papagayo no va».

«Se fue de nuevo, y por segunda vez, oró así: “Padre mío, si no puede esto pasar sin que Yo lo beba, hágase la voluntad tuya”. Y vino otra vez y los encontró durmiendo; sus ojos estaban, en efecto, cargados. Los dejó, y yéndose de nuevo, oró una tercera vez, diciendo las mismas palabras» (Mt 26, 42-44).

I. La oración es una gracia

La primera gracia actual concedida a las almas por el Espíritu Santo es la gracia de la oración: De la misma manera también el Espíritu ayuda a nuestra flaqueza; porque no sabemos qué orar según conviene, pero el Espíritu está intercediendo Él mismo por nosotros con gemidos que son inexpresables (Rm 8, 26).

Con esta palabra apostólica consuélense los que se lamentan de no poder orar con la perfección necesaria: ¡El Espíritu ora en nosotros! Como dicen los místicos, la oración es tanto más perfecta cuanto más parte tiene en ella Dios y menos el hombre. Esa atención no acusa modificaciones sensibles, sino que es nuestro acto de fe vuelto hacia las realidades inefables de misericordia, de amor, de perdón, de redención y de gracia que el Esposo obra en nosotros apenas se lo permitimos, pues sabemos que Él siempre está dispuesto, ya sea que lo busquemos –en cuyo caso no rechaza a nadie (Jn. 6, 37)– o que simplemente lo dejemos entrar, porque Él siempre está llamando a la puerta (Ap. 3, 20); y aun cuando no le abramos, atisba Él al menos por las celosías (Ct. 2, 9), y aún nos persigue como un lebrel del cielo (cf. Sal. 138, 7).[1]

Escribía el apóstol San Pablo a su discípulo Timoteo, Recomiendo ante todas las cosas que se hagan súplicas, oraciones, rogativas, acciones de gracias (1 Tim 2, 1). Comentando estas palabras, el Doctor Angélico dice que oración es la elevación del alma a Dios. En efecto, puede decirse que la oración es la elevación del alma y del corazón a Dios, para adorarle, darle gracias y pedirle lo que necesitamos.

Enseña San Alfonso María de Ligorio que en grave error incurrieron los pelagianos al afirmar que la oración no es necesaria para alcanzar la salvación, la cual sin embargo es el único camino para adquirir la ciencia de los santos, como claramente lo escribía el apóstol Santiago: Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría pídasela a Dios, que a todos la da copiosamente y le será otorgada.

Nada más claro que el lenguaje de las Sagradas Escrituras, cuando quieren demostramos la necesidad que de la oración tenemos para salvamos… Es menester orar siempre y no desmayar… Vigilad y orad para no caer en la tentación. Pedid y se os dará… Está bien claro que las palabras: Es menester… orad… pedid significan y entrañan un precepto y grave necesidad. La razón de esto es clarísima. Sin el socorro de la divina gracia no podemos hacer bien alguno: Sin mí nada podéis hacer, dice Jesucristo.[2]

La oración que reúne las debidas condiciones, ya sabemos que obtiene infaliblemente lo que pide, en virtud de las promesas divinas.

Esta promesa consta con toda certeza en las fuentes mismas de la Revelación (Mt 7, -8; 21, 22; Jn 14, 13-14; 15, 16, 23-24; 1 Jn 5, 14-15)… Se nos inculca repetidas veces la necesidad de insistir en la oración (Lc 6, 12; 11, 5-13; 18, 1-5; 22, 44; Mt 15, 21-28). El Evangelio no puede ser más claro y no puede hablar con insistencia más grave.

II. Valores de la oración,

asignados por Santo Tomás: 1) el satisfactorio, evidente con sólo tener en cuenta que la oración supone siempre un acto de humildad y sumisión a Dios. 2) el meritorio, como cualquier otro acto de virtud sobrenatural referido ala caridad. 3) el llamado de refección espiritual, como efecto producido por la oración; 4) el impetratorio que es el que más nos interesa para examinar la eficacia inefable de la oración.

La promesa de Jesús es seria y no admite duda alguna. Él afirma: Pedid y recibiréis, y uno se pregunta por su propia experiencia, ¿por qué pedimos tantas veces y apenas conseguimos algo? Porque nuestras oraciones no llevan las 5 cualidades que son esenciales para que Dios oiga nuestra plegaria y la premie. ¿Y cuáles son?: la atención, la humildad, el fervor, la confianza, la perseverancia.

La atención: Si oramos distraídos, con somnolencia o ligereza de espíritu, y pensando en mil cosas vanas y extrañas, ciertamente no es una oración, porque falta el espíritu, y hablar así con Dios, es faltarle el respeto y en vez de adquirir méritos es multiplicar castigos.

Junto a la atención viene la humildad. No nos presentemos ante Dios con arrogancia o presunción, llenos de nosotros mismos, sino como pobres mendigos, reconociendo nuestra miseria y nuestra necesidad. Dice el Libro del Eclesiástico: La oración del humilde penetra hasta los cielos.

En tercer lugar el fervor. La oración debe ser un ferviente deseo de ser oído. Qué grande sería nuestro fervor, y qué sinceros y vehementes nuestros deseos si considerásemos, por una parte nuestra indignidad y nuestra incapacidad, y por otra, la grandeza y excelencia de los bienes que pedimos.

No es la duración, sino el fervor de nuestras oraciones lo que agrada a Dios y le gana el corazón. Una sola avemaría bien dicha tiene más mérito que ciento cincuenta mal dichas.[3]

Junto a la atención, la humildad y el fervor, la confianza. Se funda principalmente en la bondad y en el poder infinitos de Dios, que está allí o aquí, cerca de nosotros, velando sobre nosotros con una ternura inefable, atento a nuestras necesidades, y pronto siempre a socorrernos.

Jesús nos ha patentizado al decir: Todo es posible para el que cree, y San Agustín, ha añadido certeramente: La oración sin confianza ya es una oración estéril.

Y, en quinto lugar, la perseverancia. Orar un breve momento, orar una vez y querer al punto ser atendido, ¿no es faltar el respeto a Dios, desconocer el valor de sus gracias, y olvidarse de que siendo dueño absoluto de sus bienes, tiene el derecho de no concedérnoslos, sino cómo y cuándo le plazca?

Muchos no obtienen lo que piden porque se cansan de pedir. La experiencia confirma con toda certeza y evidencia que nada, absolutamente nada, puede suplir a la vida de oración, ni siquiera la recepción de los sacramentos. Son legión las almas que comulgan y los sacerdotes que celebran la Santa Misa diariamente y que llevan, sin embargo, una vida espiritual mediocre y enfermiza.

Muchas almas porque no obtienen enseguida lo que piden, abandonan la oración. No imitan a muchas personas ambiciosas, que solicitan una plaza, y multiplican sus solicitaciones, sus recursos, sus asiduidades, hasta alcanzar lo que pretenden.

Ya nos advirtió San Agustín: Dios quiere ser rogado, forzado, vencido, por nuestras importunidades. Recordemos el ejemplo propuesto por el mismo Jesús de un amigo que visita a otro a media noche, para pedirle pan, y a pesar de las negativas insiste, hasta conseguir lo que se le había negado varias veces, para que no sirva molestando a su amigo y a su familia.

III. Frutos de la oración

Para orar fructuosamente, primero debemos preparar el corazón, eliminando los dos mayores obstáculos para orar: 1) el pecado, y, 2) la preocupación.

1. Pecar es volver nuestras espaldas a Dios, orando es como volvemos nuestras caras a Dios. No podemos estar al frente de dos direcciones al mismo tiempo. Por lo tanto, para que la oración tenga frutos, uno tiene que deshacerse del pecado.

Es preciso que la persona que reza el Santo Rosario se halle en estado de gracia o al menos resuelta a salir del pecado, pues la teología nos enseña que las oraciones y buenas obras hechas en pecado mortal son obras muertas que no pueden ser agradables a Dios ni merecer la vida eterna. En este sentido está escrito: De nada vale la alabanza en boca del pecador, pues ella no viene del Señor (Si 15, 9). Ni la alabanza, ni la salutación angélica, ni aun la oración enseñada por Jesucristo son agradables a Dios cuando salen de la boca de un pecador impenitente: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí (Mc 7, 6).[4]

La confesión es el único método para extirpar la raíz del pecado. El sacramento de la confesión es una de las verdades olvidadas en la Iglesia de hoy. El pecado es una enfermedad terrible, y se mete muy dentro de nosotros.

Cuando pecamos, rechazamos la voluntad del Señor con el propósito de hacer nuestra propia voluntad. En la Anunciación de la Virgen, como en la Agonía de Jesús en el huerto, ambos pidieron al Altísimo para que en ellos se cumpliera la voluntad de Dios.

La confesión es descubrir nuestro egoísmo, nuestras actitudes hacia los demás, hacia nuestros propios problemas, dificultades, cruces y penas, en fin hacia todo lo que nos ocurre negativamente y cambiarlo.

2. Es molesto que cuando uno está hablando a una persona, ésta no le esté prestando la debida atención, cuando eso sucede, generalmente uno deja de hablar. Uno no puede preocuparse de dos cosas al mismo tiempo. Alguien dijo: ¡Si quieres mirar la tristeza, mira hacia el pasado; si quieres mirar la preocupación, mira hacia el futuro; y si quieres mirar la Fe, mira hacia arriba!

«No basta para rezar bien expresar nuestra súplica con la más hermosa de las oraciones, que es el Rosario, sino que es preciso hacerlo con gran atención, porque Dios oye la voz del corazón más bien que la de la boca. Orar con distracciones voluntarias sería gran irreverencia que haría nuestros Rosarios infructuosos y nos llenaría de pecados. ¿Cómo osaremos pedir a Dios que nos oiga, si no nos oímos nosotros mismos y si mientras suplicamos a esta imponente majestad, ante quien todo tiembla, nos distraemos voluntariamente a correr tras de una mariposa? Es alejar de uno la bendición de este gran Señor, convirtiéndola en la maldición lanzada contra los que hacen la obra de Dios con negligencia: ¡Maldito aquel que ejecuta la obra de Yahvé negligentemente! (Jer 48, 10)».[5]

Veamos cuales son las ventajas principales de la oración según la Biblia:

Primera: aplaca la cólera de Dios, desarma su justicia y obtiene el perdón de los pecados. Hay rasgos de este triunfo en la Sagrada Escritura: Moisés ruega y libra a su pueblo del exterminio que Dios había decretado contra su Pueblo. Dios desvía de su pueblo los azotes que le estaban destinados, a causa de las oraciones de Jeremías. Gracias obtenidas por la oración: las conversiones de San Pedro, de la Magdalena, del Buen Ladrón.

San Esteban al punto de martirio, ruega por Saulo y consigue su inesperada conversión.

Segunda ventaja: la oración nos ayuda a vencer las tentaciones del Demonio porque es un arma terrible contra él. Lo recomienda así Jesús: Velad y orad para no caer en la tentación (Mt 26, 41).

Tercera: la oración nos obtiene mil gracias. Con la oración Josué derribó los muros de Jericó, Ana estéril concibió a Samuel, Esther y Judit libraron a su pueblo, los ciegos, los leprosos y otros enfermos hallaron su curación gracias a su plegaria.

Cuarta: la oración nos ayuda a practicar las virtudes cristianas, a santificarnos, a salvaros.

Quinta: llena el alma de alegría, de paz, de delicias, de consuelo, de fuerza, pues es una conversación íntima con Dios, los santos experimentaron éxtasis y arrobamientos, anticipos de las delicias del Cielo.

¿Cómo se pueden conseguir tantos bienes a la vez y tan maravillosas gracias a la vez? Orando, convencidos de que estamos dialogando con el Padre de los Cielos que nos ama, que puede concedernos todo, que desea lo mejor para nosotros, y que anhela apartar todo mal de nuestra vida.

Se consigue todo y todo se consigue orando, conversando con la misma sinceridad y atención con que lo hacemos con las personas más queridas.

De su propia experiencia San Agustín denunció la causa de los fracasos en la oración, afirma que lo que pedimos, lo pedimos mali, male, mala. Pedimos como malos, llenos de pecados y no amando a Dios, pedimos en malas condiciones, o pedimos algo que no nos conviene, ya lo había indicado nítidamente Dios, por medio del profeta Zacarías: convertíos a Mí, y yo volveré y me entregaré a vosotros (Zac 1, 3).[6]


[1] Cf.: STRAUBINGER, Mons. JUAN, Sagrada Biblia, comentarios.

[2] Cf.: DE LIGORIO, SAN ALFONSO MARÍA, El gran medio de la oración.

[3] DE MONTFORT, San LUIS MARÍA, El secreto admirable del santísimo rosario, 116.

[4] Ibid. 117.

[5] Ibid. 119.

[6] SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios 20, 22.

Germán Mazuelo-Leytón
Germán Mazuelo-Leytón
Es conocido por su defensa enérgica de los valores católicos e incansable actividad de servicio. Ha sido desde los 9 años miembro de la Legión de María, movimiento que en 1981 lo nombró «Extensionista» en Bolivia, y posteriormente «Enviado» a Chile. Ha sido también catequista de Comunión y Confirmación y profesor de Religión y Moral. Desde 1994 es Pionero de Abstinencia Total, Director Nacional en Bolivia de esa asociación eclesial, actualmente delegado de Central y Sud América ante el Consejo Central Pionero. Difunde la consagración a Jesús por las manos de María de Montfort, y otros apostolados afines

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