Cuando escribimos “La Iglesia Traicionada” en el año 2010, dedicamos un capítulo de la misma a analizar el libro “El Jesuita”, larguísimo reportaje al entonces Cardenal Bergoglio, realizado por Sergio Rubín y Francesca Ambrogetti de Parreño, y publicado en Buenos Aires, por Editorial Vergara, en ese mismo año 2010. En las páginas cincuenta y uno y siguientes de nuestra obra, asentábamos algo que cobra ahora una triste actualidad, ante la heterodoxa modificación del punto 2267 del Catecismo, declarando la absoluta ilicitud de la pena de muerte. Lo transcribo:
“En la misma línea ideológica[judaizante], y para seguir avivando el fuego semita, Su Eminencia sale del ámbito espiritual y artísico para recalar en el terreno moral.
Con un simplismo impropio de un hombre de estudio, y con un relativismo aún más impropio en un hombre de Fe, sostiene que “antes se sostenía que la Iglesia Católica estaba a favor [de la pena de muerte] o, por lo menos, que no la condenaba”. Pero ahora en cambio, merced al progreso de la conciencia, se sabe que “la vida es algo tan sagrado que ni un crimen tremendo justifica la pena de muerte” (p. 87).
Entendamos el argumento evolucionista de Bergoglio para valorar adecuadamente lo que dirá después. La aceptación de la licitud de la pena de muerte -que aparece taxativamente exigida como tal, tanto en las páginas vetero y neotestamentarias como en un sinfín de doctrineros católicos y de textos pontificios- debe percibirse como un deficit, un tramo oscuro en el devenir de la conciencia que busca la luz. Lo mismo se diga de las sociedades. En la medida en que “la conciencia moral de las culturas va progresando, también la persona, en la medida en que quiere vivir más rectamente, va afinando su conciencia y ese es un hecho no sólo religioso sino humano” (p.88).
Para el Cardenal, está claro, no por un análisis per se del hecho, que lo valore inherentemente, sino por la evolución de la conciencia, tanto la Iglesia como la Humanidad, saben hoy que la pena de muerte debe ser rechazada. Clarísimo caso de aquella ruinosa cronolatría que protestara Maritain en Le Paysan de la Garonne. Pero entonces, ¡cómo no deplorar, en consecuencia, aquellos momentos aún involutivos en los que se juzgó erróneamente que algo podría justificar la pena de muerte, incluso “un crimen tremendo”! ¡Cómo no maldecir los tiempos eclesiales y sociales en los que la conciencia aún juzgaba que bajo determinadas condiciones, circunstancias y requisitos era legítima la aplicación del castigo capital!
Este era el sequitur lógico del razonamiento bergogliano. Pero un tema irrumpe en el diálogo y la ineluctable evolución de la conciencia se puede permitir una excepción. ¿Y cuál será ese tema? Dejémoselo explicar al interesado: “Uno no puede decir: ‘te perdono y aquí no pasó nada’. ¿Qué hubiera pasado en el juicio de Nüremberg si se hubiera adoptado esa actitud con los jerarcas nazis? La reparación fue la horca para muchos de ellos; para otros la cárcel. Entendámonos: no estoy a favor de la pena de muerte, pero era la ley de ese momento y fue la reparacion que la sociedad exigió siguiendo la jurisprudencia vigente” (p. 137).
El pequeño detalle –advertido precisamente por los kelsenianos de estricta observancia- de que “la ley de ese momento”, vigente positivamente en Alemania, no volvía criminales a los jerarcas nazis, se le olvida al Cardenal. El otro detalle más “pequeño” aún, de que en Nüremberg no se dejó tropelía legal por cometer, ni aberración jurídica por aplicar, ni derechos humanos de los acusados por conculcar, ni tortura aborrecible por aplicar, ni mentira por aducir, tampoco cuenta. Ese otro detallecito de que la horca y el tormento atroz para los germanos no fue “la reparaciòn que la sociedad exigió” sino la venganza monstruosa de la judeomasonería, tras los triunfantes genocidios de los Aliados, en Hiroshima y Nagasaki, ninguna importancia tiene. El Cardenal está en contra de la pena de muerte, pero si van a matar nazis seamos comprensivos y hagamos una excepción hermenéutica. “Era la ley de ese momento”, caramba. La evolución de la conciencia podía esperar un ratito más.
El Cardenal, además, como feligrés y miembro dirigente del judeocristanismo, ya tiene dónde tranquilizar sus escrúpulos, supuesto que le acometieran. “Hace poco” –les confía a sus socios biográficos- “estuve en una sinagoga participando de una ceremonia. Recé mucho y, mientras lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales que nos recordaba:’Señor, que en la burla sepa mantener el silencio’. La frase me dio mucha paz y mucha alegría” (p. 151).
Lo que no sabemos es si Su Eminencia se refiere a la burla propia o a la que él le propina a Jesucristo al visitar obsecuentemente la morada de los negadores de su divinidad y artífices de su asesinato. Porque el prete podrá hacer silencio ante la merecida chacota que lo tenga por objeto, pero Dios no se deja burlar (Gál.6, 7). Y el día en que regrese en pos de Su Justicia irrefragable y definitiva, los que se pasaron la vida sinagogueando, a fuer de felones, sabrán qué quería decir Marechal cuando mentaba en el Altísimo “la vara de hiel de su rigor”.
Agreguemos apenas un par de cosas, en las actuales circunstancias. La primera, para quienes creen que cuando insistimos en la maldita vigencia del sofisma hebreo de la reductio ad Hitlerum, estamos afiliados al Nacionalsocialismo. No; tratamos de estar filiados a la verdad histórica, que es algo bien distinto. En grosera evidencia queda el funcionamiento de aquella falacia. Con los nazis se acabaron los axiomas providistas de “toda vida vale” y otros semejantes. Toda vida vale; desde la de la ballena hasta la de la mascota hogareña. Pero las tronchadas de modo crudelísimo bajo el tribunal más abyecto de la historia contemporánea, ésas no cuentan. Siempre habrá un eufemismo para justificarlas.
¿Alguna vez, como lo dijera Federico Mihura Seeber, sacarán al Nazismo del Cuarto de Barba Azul de la Historia; aquel en el cual no se puede ingresar so pena de morir si uno descubre y grita la verdad? ¿Alguna vez los católicos escucharán la voz de León XIII, que ciceronianamente exigía escribir la historia, tomando por ley primera la de la veracidad y por segunda la del rechazo a la mentira?
Lo segundo es que admitimos que se pueda distinguir entre lo doctrinal y lo prudencial en tan delicada materia; dejando a salvo los principios perennes sobre la legitimidad de la pena de muerte, mas desaconsejando su aplicación sin causas, condiciones, requisitos y protagonistas de probada licitud. Pero aquí, al mejor estilo bergogliano, se ha fusilado sin misericordia a la recta doctrina, conculcándola a sabiendas; a pesar de los funestísimos efectos en cascada que tamaño cambio puede implicar potenciando el relativismo ético.
Bergoglio, por caso, ya aceptó el pañuelo verde abortero que le entregó el crápula de Nicolás Fuster, en vez de enroscárselo en el cuello al osado, y pedirle a algún guardia suizo que lo desalojara de la plaza de San Pedro. Ahora, las mismas aborteras usarán esta reforma catequística para enrostrarles a los católicos que si no legalizan la “interrupción voluntaria del embarazo” las están condenando a muerte, lo que sería contrario al neodogma francísquico. Porque entre las demencias de este cambio doctrinal está la de no querer distinguir entre persona culpable e inocente. Como si la Iglesia, durante los dos milenios que dio razones en pro de la pena capital, lo hubiera hecho pensando en liquidar seres humanos indiscriminadamente.
Lo tercero por agregar es aún más importante. En el artículo del Catecismo reformado por Bergoglio, se dice que “la pena de muerte es inadmisible a la luz del Evangelio”. Imposible reunir aquí la cantidad de pruebas en contrario que durante veinte siglos han aportado los estudiosos de la doctrina católica. Patrólogos, escolásticos, pontífices, doctores: una legión de sabios estudió el tema y supo resolverlo sin faltar a la caridad ni a la ortodoxia.
Acaso sirva recordar uno de esos textos evangélicos significativos, hoy olvidados por el ghandismo eclesiástico dominante o por la vulgar sodomización de los cuadros jerárquicos. Está en el capítulo diecinueve del Evangelio de San Lucas, Parábola de las Diez Minas o De las minas y los talentos, y dice: “Pero mis enemigos, los que no me querían por Rey, sean apresados y degollados en mi presencia” (Ls. 17, 27).
Por cierto que lo antedicho exige una lectura en clave parusíaca, y que nadie está pensando en una degollina literal que, de sobrevenir, nos tendría a nosotros por primeros destinatarios. Parafraseando a Bernanós habría que decir en estos días: “seremos degollados por curas bergoglianos”. Pero aún leída la perícopa en perspectiva sobrenatural, es evidente que Nuestro Señor no rechazó la licitud de analogar Su Mensaje Salvífico con la posibilidad de la muerte como pena, sanción y castigo, para todos aquellos que,rechazándolo, le declararan enemistad a su Divina Realeza.
Ahora falta que Bergoglio modifique los Santos Evangelios porque le resultan inadmisibles a la moderna conciencia de la dignidad humana.
Según la bibliográficamente caudalosa “Enciclopedia dei Papi”, fue el Pontífice Benedicto IX el que renunció a su cargo, vendiéndoselo por 1500 libras al Arcipreste Juan de Graciano, futuro Gregorio VI. Dirán los celosos investigadores si el dato es corroborable. Desde aquí, simplemente, damos por iniciada la colecta para juntar 1500 libras. Por las dudas se pueda repetir la historia.