La plenitud de la Ley

El Evangelio de este Domingo [VI del Tiempo Ordinario, Ciclo A] se abre con unas palabras de Jesús que nos invitan a vivir de acuerdo con los mandamientos de la Ley de Dios: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5, 17).

Los mandamientos de la Ley de Dios tienen este nombre porque el mismo Dios los ha impreso en el alma de todo hombre (ley natural), los promulgó en el Antiguo Testamento sobre el monte Sinaí en los diez preceptos entregados al pueblo de Israel por medio de Moisés y Jesucristo los ha confirmado en la Ley nueva. Los tres primeros se refieren directamente a Dios y a los deberes que con Él tenemos y los siete restantes miran al prójimo y a los deberes que tenemos con él. Los mandamientos nos enseñan todo lo que hemos de hacer para agradar a Dios, que se resume en amarle sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios (Cfr. Catecismo Mayor)

I. El cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios es inseparable de la fe para alcanzar esa vida eterna que ha venido a traernos Jesucristo: «yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10, 10). Por la fe sometemos nuestra inteligencia a Dios, y al poner en práctica los mandamientos identificamos nuestra voluntad con la suya.

Esa plenitud de vida que alcanzamos por la fe y el cumplimiento de la ley de Dios, nos la da el mismo Cristo: «la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo» (Jn 1, 17).

La vida cristiana no consiste, por tanto en unas «ideas»; es Cristo, con su persona y por su acción (por lo que es y lo que hace), quien nos da la vida sobrenatural. El Credo, está muy lejos de constituir un sistema de ideas frías y abstractas; es la historia de una acción salvadora, que parte de la vida eterna de Dios y nos conduce a nosotros a participar de esa misma vida divina por la acción del Espíritu Santo, influjo directo, íntimo, del mismo Dios (Cfr. Cristo y las verdades de la fe. La verdad y la vida)

II. «Ante los hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará lo que prefiera» (1ª Lect. Eclo 15, 17)

De esta presencia o acción del Espíritu, brota la nota diferencial de la moral cristiana: la filiación divina. Se trata, por tanto, de una moral de filiación, de hijos. No es el deber abstracto, ni meras normas y leyes, sino comunicación personal y cordial que da a las normas su verdadero sentido sin suprimirlas («No he venido a abolir, sino a dar plenitud»).

De ahí la necesidad de formar la voluntad y la inteligencia para que sepan elegir y seguir lo bueno. Los mismos paganos han comprendido ya la importancia del libre albedrío. “Nada hay, dice Séneca, tan difícil y arduo que no pueda ser vencido por el espíritu humano, y que no se haga familiar por una meditación sostenida” (De ira, II, 12). El filósofo pagano no conocía la gracia, que no nos deja nunca. “Dios, dice San Gregorio, nos da por medio de su gracia los buenos deseos; pero nosotros, con los esfuerzos de nuestro libre albedrío, nos valemos de los dones de la gracia para hacer reinar en nuestra alma las virtudes” (Moral.). La libertad depende de la gracia (Mons. STRAUBINGER, La Sagrada Biblia, in: Eclo 15. 17).

El cristiano, liberado de toda tiranía del pecado, se siente impulsado por la Nueva Ley de Cristo a comportarse ante su Padre Dios como un hijo suyo.

Todas estas consideraciones deben movernos, en primer lugar a conocer los Diez mandamientos de la Ley de Dios y a procurar una adecuada formación cristiana que nos enseñe lo que nos mandan y lo que nos prohíben cada uno de ellos. Y en segundo lugar, a ajustar nuestra vida a esta norma de conducta convencidos de que no es una mera señal indicadora de los límites de lo permitido o prohibido, sino una manifestación a nuestro alcance del camino que conduce a Dios. De ahí el Salmo: «Dichoso el que, con vida intachable, camina en la ley del Señor; dichoso el que, guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón» (Sal 118, 1).

Pidamos a la Santísima Virgen, Asiento de la Sabiduría, que nos enseñe a valorar y a amar siempre más la voluntad de Dios manifestada en sus mandamientos y nos alcance la gracia de ser tan fieles a la hora de ponerlos en práctica que merezcamos un día participar en plenitud de esa misma vida divina.

Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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