Desde la época de la Ilustración, los enemigos de la Iglesia y de la religión siempre han intentado hacer ver que existe un antagonismo entre la ciencia y la fe, que la religión es oscurantista y retrógrada. De hecho, ya desde antes de Voltaire y otros de su calaña se viene manipulando el caso Galileo con miras a demostrar que la Iglesia siempre se ha opuesto a la ciencia y el progreso. Y en 1874 John William Draper y Andrew Dickson White publicaron su Historia del conflicto entre la religión y la Ciencia, obra cargada ideología y odio a la fe que tuvo bastante impacto en su época.
En realidad Galileo no tuvo problemas por lo que dijo, sino más bien por cómo lo dijo. Se puso fanfarrón, y se le llamó naturalmente la atención. La gente está muy desinformada en este sentido, y muchos hasta están convencidos de que Galileo murió en la hoguera. Lo cierto es que murió de viejo en su casa (que era un palacio). Galileo era amigo del Papa, al que había dedicado su libro, y la teoría copernicana se enseñaba sin problemas en la Universidad de Salamanca junto con el modelo geocéntrico; eran dos teorías válidas, además de la de Tyco Brahe, y uno podía creer la que encontrara más convincente. Galileo no hizo otra cosa que edificar sobre la teoría de Copérnico, que a su vez se apoyaba en los trabajos de científicos anteriores. Desde Nicolás de Oresme (siglo XIV), pasando por Nicolás de Cusa, Juan de Buridán y otros, se había ido desarrollando el modelo de una Tierra que giraba sobre sí misma y en torno al Sol. Como en la célebre frase atribuida a Newton (que realmente la dijo) pero original de Bernardo de Chartres (siglo XIII), eran enanos a hombros de gigantes. Por cierto, Nicolás de Oresme era obispo; su tocayo de Cusa, cardenal y Copérnico era canónigo. Sólo Buridán y Galileo eran laicos. Casi todos hombres de iglesia, y en todo caso creyentes católicos. Y como vemos, hablaban de estas cosas desde la Edad Media, para que luego digan tonterías como que los medievales creían que la Tierra era plana. De hecho, San Beda, San Isidoro de Sevilla, el beato Raimundo Lulio, el monje Juan de Sacrobosco y Santo Tomás de Aquino hablaban de la esfericidad de la Tierra, así como Dante en su Divina comedia, que aunque laico era también católico (en el Corán sí es plana la Tierra, al contrario que en la Biblia. Y el P. Mateo Ricci SJ se las vio y se las deseó para convencer a los chinos de que la Tierra era esférica y China no estaba en el centro del mundo).
La Academia Pontificia de las Ciencias se fundó en 1603 (la Royal Society londinense data de 1660) como Accademia dei Lincei (de los linces, por considerarse que para ser buen científico hay que tener buenas dotes de observación; vamos, la vista de esos felinos); el nombre actual se lo dio Pío XI. El propio Galileo fue uno de sus primeros miembros.
Veamos algunos ejemplos de contribuciones de la Iglesia a las ciencias, el progreso y la cultura:
La primera enciclopedia general la constituyeron las Etimologías de San Isidoro de Sevilla (556-636), texto que gozó de gran prestigio y autoridad durante la Edad Media. Entre 1167 y 1185, la abadesa Herrada de Landsberg escribió el célebre Hortus deliciarum, enciclopedia profusamente ilustrada. Y en la Baja Edad Media alcanzó bastante difusión La propietà delle cose, obra del franciscano Bartolomeus Anglicus. Por su parte, San Alberto Magno, patrono de los químicos, científicos y matemáticos, escribió una titulada Opera omnia. En 1674, el sacerdote lionés Luigi Morieri publicó el Grande Dizionario Histórico, primer diccionario enciclopédico por orden alfabético (1674). Y entre 1701 y 1709, el franciscano Vincenzo Maria Coronelli redactó la Biblioteca Universale Storico-profana, otra enciclopedia estructurada también por orden alfabético. La Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, obra cumbre del iluminismo anticristiano de la Ilustración que ha dado nombre a todas las que han venido después, es muy posterior: se editó entre 1751 y 1772.
San Beda (ca. 672-735) atribuyó las mareas a la acción de la Luna (aunque en otras cuestiones Galileo demostró ser un buen científico, en este caso cometió un error garrafal al atribuirlas a la inercia producida por el movimiento de rotación de la Tierra).
Paradójicamente, aunque el monacato huyó del mundo, ocupado en el trabajo y la oración (ora et labora, Marta y María) ayudó al mundo a salir de la barbarie y trajo el progreso. Al tener que levantarse a una hora determinada en mitad de la noche para ir a la capilla, necesitan un modo infalible de despertar: inventan el reloj mecánico, más preciso que los de agua; pero no se quedan el invento para ellos, y no tardan en aparecer relojes en torres de iglesias y de plazas de pueblos para beneficio de todos. Del mismo modo, también transmitieron todo lo que descubrieron para mejorar el cultivo de los campos, plantas medicinales (la farmacología les debe mucho), los anteojos o gafas que les permitían trabajar en el scriptorium cuando por la edad les fallaba la vista, etc. Para cultivar sus campos tenían que despejar bosques, sanear terrenos pantanosos y demás, con lo cual mejoraron muchas tierras. Y a lo largo del Camino de Santiago, por ejemplo, construyeron y mejoraron los caminos, tendieron puentes, etc. Por eso Santo Domingo de la Calzada es el patrono de los ingenieros de caminos (se apellidaba prosaicamente García; lo de la Calzada fue por su labor de ingeniería civil). Cuando periódicamente se reunían en capítulo representantes de los monasterios de diversos países para tratar los asuntos de su orden, ponían en común sus avances y descubrimientos, y al volver a sus conventos llevaban consigo lo aprendido, que transmitían a su vez a los pueblos de alrededor, y así iba progresando el mundo en una época en que no existían los grandes medios de difusión de que gozamos hoy.
La universidad es creación de la Iglesia medieval. Las supuestas universidades musulmanas no son más que medersas o madrasas; básicamente, algo así como el equivalente de los seminarios en el catolicismo. Y por supuesto, la Iglesia también ha tenido, al menos desde la Edad Media, colegios para niños regentados por órdenes religiosas o dependientes de parroquias.
Al igual que la universidad, el hospital es un invento cristiano. A finales del siglo IV, una viuda romana llamada Marcela transformó su palacio en un convento en que las monjas realizaban labores de enfermería. Algo más parecido a un hospital fue la casa de la célebre Fabiola desde el año 390, donde recogía a los enfermos que encontraba en las calles y caminos. En Oriente, San Basilio creó una verdadera ciudad de la caridad, que funcionaba como hospital, leprosorio, orfanato y escuela de formación profesional. Ya a comienzos de la Edad Media se habían extendido por buena parte de Europa (entonces conocida con el hermoso nombre de la Cristiandad, no con el de una diosa pagana como ahora) hospitales diocesanos (parece que el primero se fundó en Lyon en 542), conocidos en Francia como Hotel-Dieu, y rápidamente imitados en otros países con nombres equivalentes como God’s House o Domus Dei. Eran a la vez hospitales, hospicios y hospederías para peregrinos. San Gregorio Magno, que reinó como papa entre 590 y 604, fundó asimismo hospitales y asilos. Las órdenes hospitalarias o bien dedicadas a la atención de enfermos han sido numerosas desde tiempos muy antiguos; entre las más conocidas están las fundadas por San Vicente de Paúl, San Juan de Dios, San Camilo de Lelis y Santa Ángela de la Cruz.
En el siglo XIV, el Hospital de los Viejos de Sevilla fue el primer centro gerontológico. Y el padre Juan Gilberto Jofré fundó el primer hospital psiquiátrico del mundo en Valencia. El tratamiento era más humano en los manicomios regentados por órdenes religiosas que en los hospitales laicos surgidos después de las desamortizaciones, como la de la Inglaterra de Enrique VIII; no se trataba a los locos a palos ni con camisas de fuerza. El P. Charles Michel de l’Epée (1712-1789) fundó la primera escuela para sordos en París y creó el alfabeto de los sordomudos. Su sucesor, el P. Sicard, creó y perfeccionó el lenguaje de señas.
La abadesa y doctora de la Iglesia Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), además de mística, poetisa y compositora, fue autora de libros de medicina y otras ciencias, y llegó a hablar de los grupos sanguíneos y de las hormonas, aunque no los llamara exactamente de esa manera.
La Escuela Franciscana de Oxford (Oxford Calculatores) realizo grandes aportes durante el siglo XIV en el ámbito de las matemáticas y la física, aunque en el terreno filosófico fueron más bien nominalistas. Entre otros destacaron Roberto Grosseteste, Roger Bacon, Duns Scoto y Guillermo de Ockham. El franciscano Roberto Grosseteste escribió entre 1220 y 1235 tratados de astronomía y geometría. Roger Bacon, de la misma orden, propugnó el método experimental en las ciencias. Guy de Chauliac (siglo XIV) fue dentista y pionero de la disección de cadáveres. Es falso que la Iglesia prohibiera el estudio de los cadáveres con fines médicos, y de hecho se hacían autopsias ya desde la Edad Media, por ejemplo en la famosa Escuela de Salerno. En el siglo XVI se hicieron autopsias en las Universidades de México y de Lima con vistas a averiguar las causas de epidemias, cosa impensable en la puritana Inglaterra de aquellos tiempos.
El Observatorio Astronómico Vaticano (Specola Vaticana) es uno de los más antiguos. Su origen se remonta a 1578, cuando Gregorio XIII ordenó la construcción de la Torre de los Vientos y encargó a los matemáticos y astrónomos jesuitas del Colegio Romano la reforma del calendario, que fue otro gran avance propiciado por la Iglesia. Se perfeccionó el calendario, corrigiendo los errores y desfases producidos desde la reforma de Julio César, y desde 1582 se mide por tanto el tiempo con mayor precisión. Los países protestantes fueron más reacios a adoptarlo, dado que el calendario lo había reformado la Iglesia Católica, pero al final no tuvieron más remedio que ceder.
Angelo Secchi SJ (1818-1878) es el padre de la astrofísica. Realizó abundantes observaciones astronómicas e inventó el helioespectroscopio y el espectroscopio estelar. No incluyo en esta enumeración al P. Lemaitre. Lo excluyo adrede porque su teoría del Big Bang, plagiada de Maimónides hasta en la datación que atribuye a la supuesta explosión primigenia (posiblemente sin intención; no dispongo de pruebas para acusarlo) no ha aportado ningún avance a la ciencia ni concuerda (al contrario de lo que tantos creen ingenuamente) con la creación ex nihilo, ya que parte de una megaconcentración de materia. Es decir, que no se produjo desde la nada. Hay otras teorías, incluso entre científicos no creyentes, a las que no se ha dado tanta publicidad porque la teoría del Big Bang es una de las endebles bases en que tratan de sustentar el evolucionismo (construyendo sobre arena). Y hace escasos días, en su asamblea general celebrada en Viena, la Unión Astronómica Internacional decidió renombrar la teoría de la supuesta gran explosión con el nombre del susodicho sacerdote.
Astrónomos de todo el mundo reunidos en París en 1887 y 1889 habían decidido la creación de un mapa celeste y un catálogo astrográfico, y una veintena de observatorios de todo el planeta participó en la empresa, incluido el del Vaticano. El trabajo duró hasta 1966 y se catalogaron los datos de casi 5 millones de estrellas en más de doscientos volúmenes, cerca de un millón (casi la quinta parte) por la Specola Vaticana. La labor de cálculo y cartografía fue realizada por las monjas Emilia Ponzoni, Regina Colombo, Concetta Finardi y Luigia Panceri en la más pura tradición de los monjes medievales que laborando pacientemente en el scriptorium compilaron y transmitieron el saber a las generaciones posteriores.
El monje benedictino Basilio Valentín (siglo XV) sentó las bases de la química y separándola de la alquimia tres siglos antes de Lavoisier.
Fray Luca Paccioli (1445-1517) inventó el sistema de la partida doble para la contabilidad y escribió un tratado sobre la divina proporción (el número áureo, phi).
Hacia el año 1000 el herrero chino Pi Cheng inventó un rudimentario método para imprimir libros, que no pasó de una mera curiosidad entre la corte real y la nobleza y no llegó a tener una amplia difusión, salvo para estampar telas. Los árabes lo trajeron a Europa, y durante siglos sólo se utilizó para los mencionados fines textiles, lo cual está muy bien y aporta variedad a la indumentaria, pero a pesar de tantas tonterías como se dicen de la supuesta cultura de Al Andalus, a nadie se le ocurrió utilizarla para reproducir textos hasta que impresores católicos como Gutemberg en Alemania y Costen en Holanda pensaron en la gran utilidad que podía tener la prensa para difundir la palabra escrita. El primer libro impreso en Occidente fue la famosa Biblia de 42 líneas, versión Vulgata de San Jerónimo (había ensayado previamente con un misal), realizada en 1455. El invento se difundió rápidamente por la Cristiandad, y ya en 1472 se imprimió en España el Sinodal de Aguilafuente, es decir, las actas del sínodo celebrado en dicha localidad segoviana, seguido dos años después por las Trobes en lahors de la Verge Maria, precioso texto en lengua valenciana. Se trata de la obra premiada en un concurso poético de alabanzas a Nuestra Señora. Lógicamente, no sólo se imprimían textos religiosos, pero es hermoso pensar que los primeros textos que se dieron a la imprenta fueron, en general, obras de contenido religioso. Tampoco podemos olvidar que las tres mayores lumbreras literarias del mundo (Dante, Cervantes y Shakespeare) fueron fervientes católicos (éste último en la clandestinidad; ya hablaremos, Dios mediante, de él otro día), y que la imprenta llegó a Hispanoamérica y Filipinas un siglo exacto antes que a la América anglosajona, siendo su mayor timbre de gloria la abundante cantidad de catecismos para enseñar la doctrina a los indígenas y los numerosos diccionarios y gramáticas de las lenguas amerindias y filipinas que se compusieron para enseñarlas a los misioneros.
En los Siglos de Oro, los aportes de la Escuela de Salamanca fueron considerables en muchos ámbitos. En economía destacaron Tomás de Mercado (ja, ja, nomen omen), Francisco de Vitoria –ambos dominicos–, Luis de Molina SJ, Martín de Azpilcueta CRSA y Luis de Alcalá OFM. En física, Domingo de Soto OP estudió la caída de los cuerpos antes que Galileo. En teología, hay que mencionar a Domingo de Soto y Domingo Báñez entre otros. El derecho internacional se lo debemos al dominico Francisco de Vitoria. Y en Portugal, la Escuela de Coímbra fue una continuación o derivación de la de Salamanca, en la que destacaron jesuitas como Luis de Molina y el mencionado Francisco Suárez.
Los trabajos del P. Gabriel Mouton sentaron las bases del sistema métrico decimal, un siglo antes de la Revolución Francesa, que más que nada lo que hizo fue imponer con algún ajuste un sistema de pesos y medidas en cuya preparación ya habían trabajado algunos sabios a pedido de Luix XIV.
El célebre jesuita Athanasius Kircher (1601-1680) escribió dos libros de astronomía y otros sobre física, magnetismo y óptica, e incluso uno sobre la peste en el que propuso la hipótesis de que era causada por diminutos animalillos que se introducían en los sistemas vitales, mucho antes de que se inventase el microscopio y se pudieran observar los microbios. Por cierto, Pasteur, que desarrolló y demostró la teoría de que las enfermedades son producidas por microorganismos no era eclesiástico, pero era un fervoroso católico que rezaba el Rosario todos los días.
El beato danés Nicolás Steno (1638-1686) se convirtió al catolicismo y se ordenó sacerdote. Fue anatomista, naturalista y geólogo, y está considerado el padre de la estratigrafía y la cristalografía.
André Tacquet SJ (1612-1660) preparó el terreno para el cálculo, que luego desarrollarían e introducirían simultáneamente Leibniz y Newton, trabajando cada cual por su cuenta sin plagiarse por no saber el uno que el otro trabajaba en lo mismo. Una vez más, enanos a hombros de gigantes.
El monje benedictino maurista Jean Mabillon (1632-1707) fue el creador de la paleografía (que descifra los escritos antiguos) y la diplomática, que estudia los documentos y textos antiguos.
El padre Bartolomeu Gusmão SJ inventó la passarola, primer globo aerostático, 74 años antes que los hermanos Montgolfier, e hizo una demostración práctica (no tripulada, por el reducido tamaño del aeróstato) ante los reyes de Portugal.
Los jesuitas Riccioli y Grimaldi realizaron importantes estudios sobre eclipses y sobre selenografía, incluido un detallado mapa de la Luna donde se nombraban los cráteres y otros accidentes geográficos con los nombres de conocidos científicos.
La sismología era conocida al principio como la ciencia jesuita. Jean de Haute Feuille creó el primer sismómetro (1703); el primer sismógrafo (1751) es del benedictino Andrea Bina; Filippo Cecchi (1822-1887), escolapio, realizó investigaciones sobre el electromagnetismo, la telegrafía, la meteorología y la sismología. El P. Giusseppe Mercalli (1850-1914), geólogo, realizó importantes investigaciones en vulcanología y sismología, y es creador de la escala que lleva su nombre, que mide la magnitud de los sismos según sus efectos, no la intensidad como la de Richter.
El jesuita Lorenzo Hervás y Panduro (1735-1809) es padre de la lingüística comparada por ser autor de vocabularios políglotas y ensayos sobre numerosas lenguas. Por su parte, Fray Bernardino de Sahagún (1499-1590), franciscano, es padre de la etnografía, con su monumental Historia de las cosas de Nueva España, en cuyos doce volúmenes expone con gran lujo de detalles la historia y costumbres de los indios mexicanos.
No podemos olvidarnos del abate Gregor Mendel (1822-1884), cuyos experimentos con legumbres lo llevaron a establecer las leyes de la genética.
El P. Armand David (1826-1900), naturalista además de misionero en Asia, descubrió y describió numerosas especies animales y vegetales, entre ellas el panda.
El P. Eugenio Barsanti, escolapio, inventó en 1853 el primer prototipo de motor de combustión interna.
El P. Roberto Busa (1913-2011), tras haber compilado laboriosamente la obra de Santo Tomás de Aquino durante unos cincuenta años, inventó el hipertexto para poder relacionar los contenidos y estudiarlos mejor, y convenció a IBM de que las computadoras podían servir también para trabajar con textos, no sólo con números.
El arte es la representación de la belleza, que es uno de los atributos de Dios. Cuando el arte glorifica a Dios alcanza sus mayores cumbres, y así, vemos que aunque en el arte secular puede haber magníficas obras, cuando lo que se busca es glorificar a Dios, aunque sean obras de tema secular se producen auténticas maravillas. Indudablemente, la arquitectura alcanzó la cumbre con el arte gótico, en el que la piedra se vuelve alabanza a Dios y Biblia en piedra que catequiza a los fieles. Todo es armónico y contribuye a la gloria de Dios y la edificación de los fieles. A su manera, el arte barroco también glorifica a Dios y constituyó otra cumbre del arte en la construcción y decoración de los templos, llegando a su máximo esplendor en el barroco hispanoamericano. Ha habido también religiosos que han destacado en la pintura, como Fra Angelico, Fra Filippo Lippi o Fray Juan de la Miseria, autor del más célebre retrato de Santa Teresa, y el arte pictórico no sería ni de lejos que es si no hubiera habido un Murillo, un Zurbarán, un Greco y tantísimos otros artistas seculares que manejaron el pincel para la gloria de Dios.
Otras modalidades artísticas, como la pintura y la escultura, deben también muchísimo al arte sacro, y de hecho, hasta la llegada del Renacimiento el arte fue esencialmente religioso. En cuanto al teatro, podemos decir que el teatro pagano desapareció en tiempos de Constantino porque no era un esparcimiento edificante, pero reapareció con la monja Roswitha de Gandersheim, que vivió en torno al año 1000 y fue autora de numerosas obras poéticas y dramáticas de tema moral y religioso en las que demuestra su gran familiaridad con los escritos de los Padres y con los clásicos latinos, así como sus conocimientos de matemáticas y otras ciencias.
La notación musical actual y el tetragrama, precursor del pentagrama, se los debemos al benedictino Guido de Arezzo (991-1050). El canto gregoriano, la cumbre más alta alcanzada en la música litúrgica, es fruto también del monacato. Juan Sebastián Bach no era católico, pero como dice el musicólogo y profesor de filosofía tomista Carlos Nougué, Bach vivió en un mundo que hasta hacía pocos años había sido católico y estaba impregnado de catolicismo. Por eso todavía había belleza en la música, y a pesar de vivir en un ambiente luterano, Bach era un cristiano muy sincero y ferviente que siempre buscaba la gloria de Dios. Es conocida su afirmación de que «el fin último de la música debe ser la gloria de Dios y el deleite del alma; cuando esto no se tiene presente, el resultado es estruendo y cacofonía». Realmente, con Bach la música alcanzó unas cotas nunca superadas por otros músicos en cuanto a belleza y armonía. Siempre albergo la secreta esperanza de que antes de morir tuviera algún momento de lucidez para morir reconciliado con Dios. Si en el último momento pidió perdón a Dios por sus faltas, lógicamente se le perdonó también la de ser protestante, ignorancia muy probablemente invencible en su caso por haberse criado en la Alemania del norte. No tengo forma de saberlo, pero su hijo Johann Christian se trasladó a Italia, donde tuvo oportunidad de ver lo que es el catolicismo en realidad, a diferencia de lo que le habían enseñado en su país natal, y se convirtió y vivió allí hasta el final de su vida componiendo una música que, ya clásica en vez de barroca, no tiene mucho que envidiar a la de su padre aunque haya sido eclipsado por éste. Y desde luego, no podemos olvidarnos de los sacerdotes que han hecho grandes aportes a la música, sacra o no, como Antonio Vivaldi, uno de los grandes nombres del barroco, a los que podemos añadir, también en el mismo periodo, nombres como Francisco Guerrero, Tomás Luis de Victoria y Cristóbal Morales, junto con innumerables compositores laicos católicos que han creado grandes obras, tanto litúrgicas como profanas, y que no enumeramos para no alargar demasiado este escrito, ya bastante extenso.
Y aunque se salga del ámbito de la ciencia y la cultura, no me resisto a la tentación de hablar de los gremios, instituciones laicas pero empapadas de espíritu cristiano que moldearon la sociedad desde la Edad Media, la más cristiana de las épocas (y por lo mismo, la más difamada). Los trabajadores de las diversos oficios se agrupaban en estos cuerpos intermedios bajo la advocación de un santo (de ahí viene que cada profesión tenga su santo patrón). Al contrario que los sindicatos independientes de hoy, de inspiración liberal y marxista y movidos por intereses políticos partidarios, que promueven la lucha de clases y que por justas que sean sus reivindicaciones utilizan métodos como la huelga que hacen de la sociedad un rehén, en los gremios y guildas de los tiempos medievales y renacentistas trabajadores y patronos acordaban reunidos en torno a una misma mesa las condiciones más justas de trabajo y los precios a cobrar, enseñaban el oficio a los hijos de los trabajadores, ayudaban y cuidaban a los enfermos (en muchos casos tenían sus propios hospitales) y daban ayudas económicas a las viudas de sus asociados. No existía un Estado laico como hoy en día con su burocrática maquinaria de seguridad social, sino que cuerpos intermedios como los gremios, con un espíritu más cristiano y de familia, hacían una sociedad más justa. No eran obreros, sino artesanos que se esmeraban en su trabajo (era impensable la obsolescencia programada), laborando en talleres familiares en vez de en gigantescas colmenas como las fábricas actuales y con todo regulado para que todos pudieran ganarse la vida dignamente sin hacerse la competencia. Pero la Revolución Industrial, la Revolución Francesa y la legislación liberal del siglo XIX acabaron por toda Europa con esta institución cristiana, creando injusticia y desigualdad y dando paso a movimientos marxistas y anarquistas.
Hemos presentado muy someramente algunos de los casos más destacados, y sin duda nos habremos dejado muchos nombres en el tintero, pero si el tiempo y el espacio hubieran dado para más habría suficiente para completar un grueso volumen. Esperamos haber facilitado al lector municiones suficientes para neutralizar los típicos ataques de los enemigos de la religión. Ellos siempre atacan con tópicos y generalizaciones, vaguedades, pero la mejor apologética es precisa; se sirve de datos concretos como nombres, fechas y lugares.