La Revolución, George Soros, y el ataque a Occidente

A veces recuerdo mis años en la universidad, cuatro décadas atrás. Entre la universidad y el posgrado colaboré como asistente del escritor y filósofo conservador, Russell Kirk, en Mecosta, Michigan. Siendo un joven sureño, lo único significativo que recuerdo del clima allí arriba era que teníamos nieve en el suelo—y mucha—desde el día de Acción de Gracias hasta abril. Por eso, además de mis tareas de asistencia al Dr. Kirk, tenía mucho tiempo para leer (los Kirk no tenían televisión). Y la biblioteca de Russell tenía más de 30.000 libros. Tenía la abundancia de un bibliófilo al alcance de la mano. No solo eso, él era uno de los “maestros” más leídos que un estudiante podía tener.

Entonces, más allá de su vasta colección de historias y biografías, pude leer literatura excelente, incluyendo algunos clásicos de la espiritualidad católica.  Además de Jonathan Swift, Sir Walter Scott, y Robert Lewis Stevenson, estaban las obras de G. K. Chesterton, Hilaire Belloc, y los antiguos, Vidas de Plutarco, Metamorfosis de Ovid, Dante, y los escritos más influyentes del místico español, San Juan de la Cruz, esos que le cambian a uno la vida. No los menciono para alardear, sino para decir que mi año con el Dr. Kirk fue muy fructífero de maneras distintas, que solo ahora logro apreciar en su totalidad.

Hoy día, cuando reflexiono y escribo ensayos, recuerdo escenas y citas de muchos de esos clásicos que muchas veces parecen encajar y apoyar mi narrativa. Al preparar este ensayo, recordé una cita. Es de Benjamin Disraeli, el gran primer ministro conservador británico del siglo XIX, destacado de manera prominente en la obra de Kirk, The Conservative Mind (La Mente Conservadora,1953). Surge de una de las novelas de Disraeli, Coningsby. Aquí está: «Pues ya ves, mi estimado Coningsby, que el mundo está gobernado por personajes muy diferentes de como los imaginan quienes no están detrás de escena.»

Disraeli escribió estas palabras hace más de 170 años. Pero hoy, al observar los restos decadentes de una cultura que alguna vez se enorgulleció de ser el “occidente cristiano”, es decir, la civilización europea que heredamos y nos ha moldeado y templado durante casi dos mil años—mientras contemplamos el ataque sin límites a este legado, parece que la decadencia y decrepitud no llegó por accidente, ni por un ataque frontal. El gran triunfo de la revolución Marxista ha sido, en cambio, el subvertir e influenciar para transformar la cultura de occidente desde adentro, casi clandestinamente.

En tiempos de la Primera Guerra Mundial, el filósofo comunista, Antonio Gramsci, formuló una teoría que incluía una discusión de lo que él denominó “hegemonía cultural”. El brillante Gramsci, viendo el fracaso del “comunismo de guerra” en querer derrotar el orden tradicional de Europa por medio de la fuerza militar, comprendió que la revolución marxista jamás sería exitosa en su campaña contra el histórico occidente cristiano por medio del conflicto armado. A pesar de los estragos y efectos devastadores del liberalismo del siglo XIX, un patrón dominante, tradicionalista, cultural y religioso—una “hegemonía cultural”—aún guiaba gran parte del pensamiento occidental, establecía normas, y gobernaba conductas. Gramsci postuló que esa hegemonía cultural debía ser derrocada y reemplazada. Occidente solo sería conquistado si sus bases culturales tradicionales y religiosas, establecidas en una fe cristiana ortodoxa, eran transformadas.

Y eran la Iglesia Católica y sus enseñanzas sociales y políticas los principales obstáculos y enemigos del marxismo. Gramsci remarcó entonces, que la infiltración y subversión de la Iglesia eran los medios primordiales para efectuar la revolución. La cultura occidental—la civilización occidental—se basaba fundamentalmente en la fe, en el precioso legado y herencia de Jerusalén, Atenas, y Roma. Dañar esa conexión, contaminarla, y subvertir el fundamento, dispararía inevitablemente una transformación política y cultural.

Hacia fines del siglo XIX, el gran escritor católico tradicionalista, Marcelino Menéndez y Pelayo, en su Historia de los Heterodoxos, advirtió a la España católica: “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra.”

Como Menéndez y Pelayo, Gramsci comprendió esta máxima, esta verdad sobre Europa y occidente: si se infecta la base de la cultura, se pervierte, y luego se alteran sus creencias fundamentales, su moral, su concepto del bien y el mal, sus ideas sobre la ley, sus propios significados lingüísticos—si se logran estas cosas, se alteran de igual manera su política y cultura. Sin la fe como “armadura y escudo,” Europa queda indefensa contra los ataques del marxismo y la creación de un Nuevo Orden Mundial esencialmente sin Dios, paganizado, y una antítesis autoritaria del orden cristiano establecido con la sangre y devoción de los mártires, santos y reyes cristianos.

En este último siglo, hemos sido testigo de la implementación de esta estrategia por parte de los marxistas “culturales” y revolucionarios en medio nuestro. La oposición al occidente cristiano tradicional por parte de los comunistas soviéticos más conservadores, quienes desafiaron frontalmente nuestras instituciones y cultura, resultó inútil. Pero la subversión interna y la infiltración han resultado particularmente exitosas.

La Iglesia bajo San Pío X, y posteriormente bajo Pío XI y Pío XII, identificó la amenaza apremiante del comunismo y el socialismo. Sin embargo, la estrategia de Gramsci se adentró en sus filas, aunque al principio secretamente, hacia 1950 y 1960 lo hizo abiertamente, con el éxito del Personalismo, Teilhard de Chardin, y la aceptación de teorías sobre la Iglesia en la sociedad propagadas por escritores como el P. John Courtney Murray y el creciente “neo-liberalismo” en Alemania y los Países Bajos—“El Rin Desemboca en el Tiber” de Ralph Wiltgen. Y con la “apertura a sinistra” del Concilio Vaticano II—esa infame “apertura a la izquierda”— se abrieron las puertas de par en par para la revolución, eclesiástica, política, y culturalmente.

En los Estados Unidos, la larga marcha “cultural” marxista a través de nuestras instituciones comenzó en verdad entre los académicos, en colegios y universidades. Varios observadores señalan el éxito tremendamente generalizado de los intelectuales marxistas de la “Escuela de Frankfurt”, quienes, siendo judíos, fueron expulsados de la Alemania Nacional Socialista en la década de 1930, y se asentaron inmediatamente en los Estados Unidos en la Universidad de Columbia. Desde aquella posición segura ejercieron una increíble influencia en casi todos los aspectos de la vida intelectual americana (y europea).

Ciertamente, como estudiante de posgrado, recuerdo que varias obras de Herbert Marcuse (en filosofía), Theodor Adorno (en sociología y teoría musical), Max Horkheimer (en psicología social), Erich Fromm (en psicoanálisis), y Jurgen Habermas (en historia) eran furor—varios de mis profesores de posgrado nos los impusieron entusiásticamente a mí y mis compañeros. Lo que descubrí en aquel entonces fue que, en su conjunto y con ayuda ideológica adicional de escritores influyentes como Frantz Fanon (sobre el colonialismo, el imperialismo y la “opresión blanca”) y Michel Foucault (sobre la transformación de las estructuras sociales y políticas, y teoría crítica), se estaba desarrollando un enorme y universal esfuerzo para alterar no solo los patrones de pensamiento y objetivos sociales y políticos, sino el idioma mismo.

Y había muy poca oposición efectiva: la fuerza intelectual dominante en occidente en el siglo XIX y gran parte del XX fue la de un liberalismo flexible e intelectualmente arruinado que no podía resistir las críticas avasalladoras lanzadas en su contra desde el marxismo cultural. Podríamos discutir, sin duda, que el liberalismo preparó el terreno para el éxito marxista.

Aquellos escritores y profesores “liberales” más viejos, habían hecho todo lo posible por criticar y derrocar un orden aún más antiguo y tradicional, políticamente, socialmente y religiosamente, pero no tenían nada mejor o más permanente con qué reemplazarlo. Sus teorías acerca de la “democracia liberal”, la “igualdad”, los “derechos civiles”, y la “liberalización” proponían e implementaban la conquista de la posición de fidelidad a la tradición heredada, la creencia en la ortodoxia religiosa, la existencia de órdenes sociales, y el reconocimiento inherente de que la desigualdad es una condición natural de la vida—esas panaceas liberales, habiendo debilitado tanto la estructura política como la social de la sociedad histórica occidental, dejaron a Europa y América abiertas a las atracciones seductoras de un Marxismo que no era como el de la marca soviética, pesado y cleptocrático.

El futuro del mundo no yacía con los comisarios septuagenarios y fosilizados que anualmente, el Día de la Victoria, estaban de pie e inmóviles en la Plaza Roja, para revisar el poderío soviético; yacía con los marxistas culturales que a lo largo de las décadas habían revolucionado el pensamiento, los objetivos, y el mismo lenguaje de occidente—y cuya mentalidad, cuyo patrón, no solo revigorizó el Marxismo que una vez se creyó muerto, sino que estableció su preeminencia y su “hegemonía cultural” a lo largo del amplio espectro del pensamiento y la cultura occidental.

Es esto, entonces, lo que enfrentamos nosotros, los que somos fieles a la tradición más antigua, a esa herencia cristiana ortodoxa y occidental. En el panorama político y cultural, incluso aquellos supuestos opositores al Progresismo que avanza—con su ataque final a lo que queda de nuestro legado heredado y severamente amenazado—esos supuestos opositores utilizan su lenguaje y aceptan tácitamente sus objetivos finales. Por lo tanto, los llamados neoconservadores y sus muchos seguidores republicanos, sirven de manera enrevesada, tanto para permitir como para santificar las conquistas de los progresistas y los últimos avances marxistas.

De igual manera, entre los supuestos “opositores religiosos” a la revolución, los que denominamos neocatólicos, ratifican y santifican los cambios radicales emanados del Vaticano II, e intentan defenderlos como conservadores.

Sin embargo, el conflicto universal que aparentemente parecía perdido para nosotros, no ha terminado. Esto se demostró políticamente—y culturalmente— el pasado noviembre. El despertar intermitente aquí en los Estado Unidos, y el crecimiento de una reacción nacionalista, conservadora, populista, y tradicionalista en Europa, lo reflejan. Y gracias a la última estupidez de la “invadida Roma”, continúa rápidamente el crecimiento de organizaciones y asociaciones dedicadas a la ortodoxia católica y la defensa de la fe tradicional.

Es precisamente por eso que vemos más reacciones desenfrenadas, febriles e histéricas, por parte de las fuerzas multifacéticas del “Estado Profundo” progresista y las fuerzas internacionales del Nuevo Orden Mundial. Esa reacción toma formas diversas, particularmente en los Estados Unidos, con la batalla directa contra el presidente Trump (y aún más contra sus planes) por parte de los medios de comunicación masiva y sus seguidores en ambos partidos políticos, entre los académicos, y la cultura popular. Y religiosamente, por los intentos de silenciar y marginar al clero ortodoxo que se opone a la autodestrucción de la Iglesia.

Entre las influyentes “eminencias grises” mundiales—“padrinos” políticos y espirituales—de la ofensiva progresista global, está el billonario internacional George Soros, cuyos tentáculos llegan a casi todos los rincones del mundo y cuyas Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) trabajan sobre la tierra para influenciar y subvertir a toda nación que se resista a ser incorporada en el Nuevo Orden Mundial, el objetivo actual y último del Estado Profundo, y por lo tanto la etapa final del triunfo de la “hegemonía cultural” vislumbrada por Antonio Gramsci.

La visión sangrienta de Soros coincide convenientemente con los objetivos generales del Estado Profundo/la clase dirigente globalista. Con su pirámide de fundaciones que se financian entre sí, sus ONGs, y su cercano vínculo y contacto con líderes de la Unión Europea y Washington, Wall Street, y el Vaticano, él impone sus objetivos. Pero no escucharán ni una palabra acerca de sus perversos tentáculos de influencia en los medios de comunicación masiva. A quien lo mencione a él, o a su influencia internacional detrás de escena, se lo tilda enseguida de “demente conspiranoico” o algo peor.

Y sin embargo, Soros encaja con la descripción de Disraeli de hace 170 años; de haber una confirmación, él la ejemplificaría. Él personifica la cara oculta de la “ola sangrienta” de la revolución contra Dios y el hombre de la que el poeta William Butler Yeats advirtió en 1919—mismo momento en que Antonio Gramsci escribía teorías que resultarían fatales para occidente—y en la misma época en la que San Pío X advirtió al mundo cristiano del mortalmente infeccioso bacilo del modernismo.

El que sepa la verdad, deberá actuar en consecuencia. El verdadero personaje, la verdadera cara de la revolución, quizás haya sido revelada como nunca antes en el último año. Si bien carece de muchos de los recursos y armas de nuestros enemigos, aquellos de nosotros decididos a no solo  defender lo que queda de nuestro patrimonio cultural y civilización occidental, sino, de ser posible, a restaurarla, debemos ser valientes y astutos; sabios y prudentes como Robert E. Lee, y pacientes y calculadores como nuestros enemigos, que comprenden que conquistar lo aparentemente inconquistable lleva tiempo y, por sobre todo, persistencia, inteligencia y constancia. Y para nosotros, en la base de todo se encuentra nuestra fe.

Dr. Boyd D. Cathey

(Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original)

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