El Obispo de Oruro, Bolivia, Monseñor Cristóbal Bialasik, en la Misa de Navidad ha subrayado el hecho de que hoy en día las ideologías imperantes quieren arrinconar a Cristo y destruir la familia.
Las estadísticas de los divorcios espantan hasta a los de estómago más estragado, y no es mejor la situación de muchas otras familias que sin llegar a la separación, viven en un estado de disconformidad, de incomprensión mutua, de falta de verdadero afecto, de rencilla permanente.
El odio ha destruido en todo el mundo casi la mitad de los matrimonios y familias, provocando en el resto tensiones y conflictos casi insoportables.
Estos males tan terribles, confrontan a las personas a pesar de tantas leyes e instituciones, y las vuelven impotentes, sin saber cómo superar esta calamidad. Finalmente eligen la peor de las soluciones: simplemente caen de rodillas ante el problema. Hoy en día, prácticamente no existe país en el mundo que no haya legalizado el divorcio. Aquí también, la impotencia es la única reacción a este gigantesco problema, en vez de dificultarlos, impedirlos o cuando menos no aprobarlos se los estimula y legaliza.
Combatir un mal con otro mal peor es como querer apagar el incendio con gasolina, cuando los males espirituales deben ser combatiros con remedios espirituales porque todo lo que proviene del pecado sólo puede vencerse desarraigando el pecado.
Por ello será útil que nos asomemos a un hogar ejemplar de hace veinte siglos, es en Nazaret, y sus protagonistas son José esposo, su esposa María y su hijo Jesús:
El varón José es el jefe del hogar, él manda como autoridad instituida por Dios, pero con qué discreción y qué suavidad. Su rostro refleja la paz interior que inunda su alma, debe ganar el pan de cada día con su oficio artesano en un pueblecillo modesto, insignificante y lo hace así ciertamente, feliz de sentirse el instrumento del Eterno Padre, para sustentar y para guardar el doble tesoro que se le ha confiado: María y Jesús.
El amor le inspira, el amor le sostiene, es él verdaderamente el varón justo, el siervo bueno y fiel que cumple su obligación de cada día con el alma fija, inconmovible en la divina voluntad.
María, la Señora de la casa, siempre solícita y diligente en el cumplimiento de su doble deber de madre y esposa. Con qué amor tan tierno se ocupa en mantener en aquella pobre casita, todo lo que ayuda para hacerla una morada modelo. Ama, y ama sin reservas al esposo y al Hijo, y por ellos y para ellos, emplea sus energías y su tiempo, su alma fija siempre en Dios, repite constantemente con inmenso gozo, lo que manifestó en otro tiempo al arcángel y que constituye el resumen de su vida: “He aquí la esclava del Señor, que se cumpla en mí siempre la voluntad de Dios”.
Jesús. Es el Hijo de Dios, y el Dios verdadero. Y sin embargo en aquel Hogar de Nazaret es el Niño, el que obedece a los dos, siempre pronto a la voz de sus padres, alegre, risueño, afable, ayuda en lo que sus años le permiten, ayuda en los oficios humildes de la casa de un artesano pobre. Trae el agua de la fuente del pueblo, va a buscar leña, verifica los más sencillos recados, trabaja con su padre.
Interesante hogar, modélico por su sencillez, por su pobreza, por su unión. Es Nazaret el hogar donde no hay más que una sola ambición: cumplir la voluntad de Dios. El hogar de donde están desterrados el egoísmo, la soberbia, la envidia, la ociosidad, allá reina el amor, la caridad pura y sincera, el sacrificio inspirado en el amor.
Juan Pablo II se colocó ante las ciegas ideologías que deforman y prostituyen la dignidad de la familia y ponen en guardia a todos respecto a los cuatro males básicos que amenazan a la esencia misma familiar y que son:
Falta de unidad y fidelidad en el matrimonio.
Falta de respeto y rectitud mutua entre los esposos.
Falta de defensa de la dignidad de toda vida humana.
Y falta grave en la educación de los niños y jóvenes en los principios cristianos.
De no existir en vigor estos principios, la familia cristiana en nada se distinguiría de una manada de monos.
Germán Mazuelo-Leytón