La Virgen y San José no eran inmigrantes ni refugiados cuando fueron a Belén. Fueron hasta allí para cumplir el mandato de Augusto. No fueron a otro país, sino que José volvió a su tierra, donde vivía su familia. Y María tenía familia muy cerca: Zacarías e Isabel vivían en Jerusalén, a menos de 10 km de Belén. Es absurdo que teniendo José familia en Belén tuviera que ponerse a buscar alojamiento. Y en caso de no haber tenido familia allí, o de que ésta hubiera estado enemistada con él, no le quedaba muy lejos, como vemos, la familia de María. El viaje tuvo que ser indudablemente dificultoso dados los medios de la época y teniendo en cuenta que la Virgen estaba muy avanzada en su embarazo, pero desde luego no eran ni inmigrantes ni refugiados que viajaran con lo puesto.
El censo de Augusto no tenía que ver con las personas; el objeto era hacer un catastro de las posesiones inmobiliarias, a fin de gravarlas con impuestos. Por esta razón, los propietarios tenían que desplazarse al lugar de su terreno para registrarlo. Téngase en cuenta que los romanos cobraban los impuestos por tribus más que por cabeza. El tributo era la contribución que pagaba la tribu. Por eso se llamaba así (y tribu viene de que cuando se fundó Roma había originalmente tres). San José tenía al menos un pequeño terreno. En tiempos de Domiciano, según Hegesipo, los parientes de Jesús vivían aún y eran conocidos, y poseían tierras que cultivaban personalmente. La Sagrada Familia no era pobre. Estaba con toda probabilidad en los estratos más bajos de la clase media. No eran grandes terratenientes, y no disponían por tanto de un gran fortuna: en la presentación de Jesús en el Templo llevaron dos tórtolas en vez de un cordero para sacrificarlas, pero eso tampoco quiere decir que estuvieran muertos de hambre. No debemos caer en modernidades filomarxistas de teología de la liberación, opción preferencial por los pobres, periferias y otras sandeces; el Señor vino a buscar a los pobres y a los ricos. Su mensaje y su redención son para todos.
Ahora bien, no tendría nada de raro que cuando llegaran a Belén se les hubiera adelantado algún otro pariente, pues San José no tenía forma de avisar de antemano de su llegada. En aquellos tiempos no había teléfono, y el correo era utilizado apenas entre gobernantes, magistrados y autoridades militares. Por eso no había sitio en la posada, es decir, en casa de sus parientes, como explicaremos en seguida. Habría sido inconcebible que la familia de José no lo acogiera y se hubieran visto obligados a refugiarse en un establo, y más con su Esposa a punto de dar a luz. Y aunque no lo conocieran personalmente, le habría bastado con recitar su genealogía: «Soy José hijo de Jacob, hijo de Matán, hijo de Eleazar, etc., y lo habrían recibido de buen grado ofreciéndole cuanto necesitase, como suele hacerse en las sociedades semíticas.
Mientras estaban allí en Belén le llegaron los dolores de parto a la Virgen. Estuvieron, por tanto, un tiempo en la ciudad; no es que llegaran en mitad de la noche y tuvieran que ponerse a buscar dónde hospedarse. Ya estaban instalados allí.
Tanto María como José eran descendientes de David, de estirpe real. A lo largo de los siglos la familia había venido a menos socialmente, pero José todavía podía ser considerado un príncipe en su tierra. Como Jesús, el hijo de David. Belén se conocía precisamente como la ciudad de David, que también había nacido en ella. Por otra parte, bet-lejem significa en hebreo casa del pan. Claro. De allí salió el Pan de Vida.
Belén era una localidad muy pequeña y por allí no pasaba ninguna vía o calzada romana. No había posadas. En todo caso, las posadas y albergues no se parecían en nada a las actuales casas de huéspedes, y menos aún a un hotel. No eran alojamientos cómodos. Se dormía en una misma sala o espacio, sin habitaciones individuales. La palabra griega que emplean los Evangelios para referirse a un albergue para viajeros es pandokeion, que es la que aparece en la parábola del Buen Samaritano (Lc.10,34).
La palabra que se suele traducir por posada (o a veces por mesón, pero en el habla popular es habitualmente posada) es kataluma, que también puede significar eso. El diccionario Vox la traduce por albergue, hostería, posada. El de Balagué por lugar de parada, posada, albergue. Y el voluminoso diccionario griego-francés de Hachette dice: Endroit ou l’on délie son attelage et ses bagages, c.a.d. hôtellerie, auberge Mc.14,14. 2. Séjour, residence. 1R.9,22. Como vemos, tiene un sentido más amplio que lo mismo puede referirse a un albergue propiamente dicho que simplemente al lugar donde uno se desembaraza del equipaje al llegar a su destino, o incluso estancia o lugar de parada. La palabra también se traduce a veces por un aposento elevado, como en el caso de la sala donde se celebró la Última Cena (Lc. 22,11-12).
Las viviendas solían ser de una sola habitación (Mt.5,15), con una parte excavada en la montaña, donde estaban los animales, a un nivel más bajo pero en la misma estancia. Aunque no nevara, hacía frío en Belén, que está a 800 m sobre el nivel del mar, y las casas no tenían otra calefacción. Las bestias daban calor a la vivienda y estaban a salvo de ladrones, y a la mañana las sacaban y las llevaban a abrevar y pastar; por eso el fariseo se quedó sin argumentos cuando Jesús curó a una mujer en sábado, ya que sin duda esa misma mañana habría llevado sus bestias al pozo (Lc.13,10-17).
No tenía nada de raro que hubiera un pesebre, que por lo general estaba construido en el suelo de la parte elevada donde vivía la familia para que estuviese a la altura de la cabeza de los animales. Por eso se menciona en Mateo 5,15 la lámpara que se enciende y da luz a toda la casa. Solamente los ricos vivían en casas grandes con varias habitaciones. Aunque para nosotros sea inimaginable, para la gente del Cercano Oriente, incluso hoy en día, resulta bastante cómodo y normal que toda la familia duerma en una misma habitación con los animales al lado. Asimismo, no era infrecuente que hubiera una segunda habitación adosada a la principal, a la que se accedía desde la calle, la cual servía para alojar a los familiares que llegaban de visita, y también podía albergar animales en caso necesario, por lo que no era infrecuente que tuviera un pesebre de piedra. Y esta habitación, por servir de cuarto de huéspedes, se llamaba también kataluma en el griego en que se escribió el Nuevo Testamento.
Al menos los padres árabes y siriacos dan a entender que no hubo testigos en el parto, para salvaguardar la intimidad de la Madre de Dios. Tanto en el Protoevangelio de Santiago como según Justino el parto tuvo lugar en una cueva fuera de la ciudad. A los orientales les gusta estar en familia, y las mujeres ayudan durante el parto mientras los hombres esperan en otro lado. Pero como hemos visto, al no haber sitio en la posada tuvieron que buscarse otra casa-cueva, que bien pudo ser también de la familia de José, aunque no lo sabemos. Allí tuvieron probablemente más intimidad, como convenía al santo parto.
Dicho todo esto, no hay que rechazar tampoco las innumerables enseñanzas y aplicaciones que se han derivado a lo largo de los siglos de la interpretación popular de los acontecimientos relacionados con el nacimiento de Jesús; enseñanzas relativas a la caridad, el amor al prójimo, la compasión, así como la infinidad de sermones, relatos, poesías, obras escénicas y cinematográficas, y por supuesto villancicos, que han originado las innumerables tradiciones e interpretaciones habituales. Es un riquísimo bagaje cultural del que no debemos desprendernos. Los nacimientos, belenes o pesebres suelen estar llenos de anacronismos y disparates, evidentes incluso para mucha gente, y sin embargo todos encontramos simpáticos los detalles incongruentes con la época y lugar del nacimiento de Jesús. De hecho, son habituales las adaptaciones a nuestro entorno, incluidos pueblos, paisajes y hasta lugares y monumentos de las ciudades en que vivimos. El Señor viene a la Tierra y se hace uno de nosotros, y al contrario que el inmigrante o refugiado, se integra, haciéndose andaluz, napolitano, andino, chino y lo que haga falta.
Y otro tanto se puede decir de los villancicos populares: en Argentina José y María caminan a la huella a la huella por las pampas heladas, y el llanero venezolano con su burrito sabanero va camino de Belén mientras en España una burra va hacia Belén cargada de chocolate (y eso que aún no se había descubierto México cuando nació Jesús).
Todos recordamos que hace algunos años la prensa distorsionó las palabras de Benedicto XVI relativas a la mula y el buey del portal de Belén, causando gran escándalo con ello. Sin embargo, cualquiera que haya leído el libro en cuestión, sabe que Ratzinger no dijo que no debieran ponerse dichas figuras en el pesebre (como entendió la mayoría de la gente) sino simplemente que los Evangelios no mencionan a dichos animales (como sabemos todos los que leemos las Escrituras desde niños), a continuación de lo cual explicó la simbología teológica de esos animales (habituales por otra parte en la mayoría de las casas palestinas de la época), y remató concluyendo que no debían faltar por tanto en ningún nacimiento. Y lo mismo pasa con otras ideas convencionales como lo de que en la posada no había sitio para ellos. Lo que no es de recibo son esos belenes que empiezan a proliferar en Italia con inmigrantes llegados en pateras. Es precisamente todo lo contrario de la Tradición, del sentido del pesebre y de lo que hicieron San José y la Virgen.
La huida a Egipto tampoco fue una emigración, sino un exilio motivado por la primera persecución anticristiana. En vez de verlos como expatriados, habría que hablar más de los cristianos perseguidos de hoy que de los emigrantes, los cuales como es sabido se desplazan por motivos de índole económica. Y sin embargo nadie menciona a la Sagrada Familia al hablar de los cristianos perseguidos de la actualidad, como ha señalado Antonio Socci. Además, con una profesión técnica tan especializada y tan necesaria en aquella época como era la de carpintero, San José no habría tenido mucho problema para ganarse la vida mientras estaban en Egipto; pero como los Reyes Magos les habían llevado oro, no eran desde luego unos pobres refugiados muertos de hambre y debieron de tener al menos para arreglárselas durante el viaje y mientras se instalaban en el país de las pirámides.
El «in propia venit, et sui eum non receperunt» del prólogo de San Juan que se lee al final de la Misa no se refiere a que el Señor fuera un inmigrante no acogido, sino al rechazo por parte precisamente de los suyos, de su pueblo –los judíos– al Evangelio.
Así que de Cristo migrante, nada.